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Sábado, 9 de mayo de 2015

FERIA DEL LIBRO › GONZALO CELORIO PRESENTO EL METAL Y LA ESCORIA, SU ULTIMA NOVELA

“Me protejo de la amenaza del olvido”

El escritor mexicano señala que su último libro, más allá de desentrañar una trama autobiográfica y familiar, “tiene que ver con la emigración, con la Revolución Mexicana, con la Guerra Civil Española”. Y dice que la ficción “ilumina las cosas oscuras del pasado”.

 Por Silvina Friera

La peor pesadilla es perder la memoria, olvidar las palabras que nombran las cosas, extraviar los recuerdos en los escombros de la identidad. El “chiquillo de mierda” –como llamaba su padre al hijo número once de doce en total cuando se le traspapelaban los nombres–, el escritor de la familia, encuentra la manera de enfrentar al fantasma de la pérdida del habla y la desmemoria que hundió a su hermano Benito. “Si escribieras esos espantosos devaneos de tu imaginación y los incorporaras a tu propia novela, quizá podrías conjurar la condición profética que tu angustia les atribuye, porque siempre has creído que la novela, lejos de ser un vaticinio, es un exorcismo. Por eso escribes”, se lee en El metal y la escoria (Tusquets) de Gonzalo Celorio, que el escritor mexicano presentó en la Feria del Libro. Empeñado en reconstruir las vivencias de una parte de su familia, el narrador empieza a hilvanar el tejido de la historia con su abuelo paterno Emeterio, un joven asturiano que emigró a México y logró acumular una importante fortuna como comerciante de bebidas; fortuna que los hijos se encargarían de dilapidar. “Escribir esta novela fue difícil porque tuve que aprender a desnudarme y eso no es cómodo. Esta historia me rebasa porque no creo que se trate de una autobiografía; es una novela que tiene que ver con la emigración, con el exilio, con la revolución mexicana, con la Guerra Civil Española. Los personajes tienen una dimensión mayor que la estrictamente familiar”, plantea Celorio a Página/12.

–¿Queda algún familiar de apellido Celorio en Vibaño, el pueblo asturiano donde nació su abuelo?

–No, pero sí pude identificar la casa donde nació mi abuelo y eso me conmovió mucho porque era una casa muy modesta. Una de las cosas que más me impresionaron es el hecho de que en esa casa, como lo dijo la dueña, estaba el único espejo del pueblo. El narrador llega a esa casa y se ve en el espejo que en alguna ocasión reflejó a su abuelo, que además era el único espejo del pueblo, es decir un espejo que revelaba la identidad de todos los habitantes.

–Lo del espejo es muy literario...

–Sí. Aunque haya muchos elementos autobiográficos, hay elementos de ficción, por ejemplo, los nombres. Mi abuelo no se llamaba Emeterio, se llamaba Benito. Hay otro personaje que se llama Benito, que es mi hermano, pero no quería trabajar con dos Benitos. Obviamente mi bisabuela no se llamaba Olvido, pero la palabra olvido me vino como una epifanía porque es un nombre más o menos frecuente en Asturias.

–Esa extrañeza que siente el narrador al ser el hijo número once de un padre tan grande que casi podría ser su abuelo, ¿la vivió o pertenece más al orden de sentimientos que le vienen bien a la ficción?

–No conocí a ninguno de mis abuelos. Mis cuatro abuelos murieron antes de que yo naciera. En una familia de doce hermanos en donde uno casi es el más chico, los hermanos mayores son los padres y los padres los abuelos. Esa extrañeza de no saber qué es un abuelo la inventé un poco, pero en la novela me pareció interesante, pues si no tienes abuelos cuesta trabajo identificar qué significa la palabra abuelo. Uno de mis hijos me dijo que cuando se enteró de que su abuela era la mamá de su mamá se quedó muy sorprendido porque sabía de la existencia de la palabra abuela, pero no había establecido esa relación. Me fusilé a mi hijo... En México “me fusilé” significa lo plagié.

–Qué increíble que digan fusilar para plagiar.

–Sí, es fuerte, ¿no? Te lo fusilaste es plagiar un texto ajeno.

–Hay una segunda voz narrativa en la novela que funciona como contrapunto del relato. ¿Cómo fue encontrando la forma de “El metal y la escoria”?

–Yo puedo escribir en primera persona todo aquello de lo que fui testigo presencial o de lo que soy protagonista. No podría escribir en tercera persona algo que tiene que ver con recuerdos directos. Pero es una historia familiar que no conocía, que se escamoteaba porque no era una historia familiar edificante, más bien era una historia de vicio, de degradación... se manejó siempre como un tabú: de eso no se habla porque era hablar de la depravación, del alcoholismo, de la frivolidad, de la farándula, etcétera. Desde niño tuve la curiosidad de saber cuál era esa historia y siempre añoré que no me la contaran. Lo que hago en la novela es generar una voz que me cuenta a mí lo que en realidad nunca me contaron. Entonces en segunda persona se cuenta todo aquello que no viví, se cuenta la historia de la familia porque siempre te cuentan la historia de la familia en segunda persona: tu papá, tu abuelo, tu tío hizo esto o aquello... Yo traté de articular esa voz que siempre eché de menos, que es una voz un poco maternal o paternal. Como no conocí a esa familia y a esa historia no era fácil conseguir documentos. Ahí entra la ficción para iluminar zonas oscuras del pasado. Le proporciono a la novela unos cuantos datos, la novela misma los va procesando, me los va devolviendo ya en forma de discurso y me cuenta una historia que no conocía.

–¿Esos agujeros negros de la historia real se completan con la ficción?

–Sí, pero esa ficción acaba por ser quizá más real que la realidad misma, porque las exigencias de verosimilitud de la novela te van llenando esos huecos con certidumbres. Una novela no te permite la inverosimilitud, tú estás dándole datos y finalmente esos datos se van acomodando y van creando una historia. Y luego sucede que esos datos ficcionales se vuelven más reales que la realidad. La otra vez estaba con mis hermanos viendo unas fotografías y a pesar de que todos saben que nuestro abuelo se llamaba Benito apareció una fotografía del abuelo y mi hermana gritó: “¡El abuelo Emeterio!”. Ahí ganó la literatura (risas).

–¿El fantasma para usted es la pérdida de la memoria?

–Sí, mi preocupación era la pérdida de la memoria. Si se hace una lectura retroactiva de la novela, todos esos elementos que a veces resultan ser tan minuciosos, la descripción de los objetos que estaban en el escritorio de mi padre, que pueden parecer innecesarios o excesivos, el lector después se va dando cuenta de que es una manera de protegerse frente a la amenaza del olvido. En el capítulo veinte esa voz en segunda persona me anuncia que sería bueno escribir ese miedo; entonces el último capítulo ya no se puede escribir en primera persona porque nadie puede escribir en primera persona sobre su propio Alzheimer. Esa segunda persona suple esa narración que no es más que la verificación potencial de un miedo que está a lo largo de toda la novela. Justamente en el capítulo veinte anuncio que la escritura de ese miedo puede cumplir una función de exorcismo. Si escribo como si tuviera esa enfermedad, más que vaticinar la enfermedad la podría exorcizar. Yo siento que después de haber escrito esta novela estoy absolutamente protegido frente a la amenaza de una enfermedad de esa naturaleza. El problema es la desmemoria, que se llame Alzheimer o demencia senil es lo mismo... preferí dejar la enfermedad sin nombre en la novela, pero mi hermano Benito tuvo Alzheimer. Es terrible porque la enfermedad del Alzheimer implica la pérdida del lenguaje y de la memoria, pero también la pérdida de la identidad. Por eso no hay ningún caso de enfermos de Alzheimer que sean suicidas, porque no sabrían a quién matar.

–También es terrible que se pierde la memoria inmediata y suelen tener recuerdos lejanos, de la infancia o la adolescencia.

–Un neurofisiólogo me explicaba este fenómeno de una manera convincente. Me decía que uno recuerda más los sucesos antiguos porque ha ido a ese recuerdo varias veces; es como un trayecto ya conocido, como ir por una avenida en automático. En cambio si tienes que recordar cuál fue el titular que has leído en el periódico esta mañana, nunca has ido a ese recuerdo, tienes que inaugurar un camino inédito y eso resulta complicado.

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“Escribir esta novela fue difícil porque tuve que aprender a desnudarme y eso no es cómodo”, dice Celorio.
Imagen: Bernardino Avila
 
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