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Lunes, 2 de febrero de 2009

MUSICA › BALANCE DE LA 49ª EDICIóN DEL FESTIVAL DE COSQUíN

La plaza de las contradicciones

La Próspero Molina albergó, durante diez noches, todos los modos de vivir el folklore. Desde la actitud egoísta del Chaqueño Palavecino, que pretendió “adueñarse” del escenario, hasta el espíritu renovador de decenas de artistas que no siempre fueron captados por las cámaras.

 Por Cristian Vitale

Desde Cosquín

A menos que se tratara de un desperfecto en la divinidad, sería insólito que a Dios se le ocurriera manifestarse empíricamente a través de un gaucho star. Sería un problema, además, explicarle al mundo cómo y por qué el demiurgo fue a dar con la Argentina, con todo lo que ello implica y, para colmo, a través del Chaqueño Palavecino. Mejor, entonces, pensarlo al revés: es el Chaqueño Palavecino el que quiere –o juega a– ser Dios. Al menos un Dios menor, acotado por la pequeña franja que ocupa el folklore de un país tal en la inmensidad del universo. Habría que empezar por aquí –figuración incluida– para reseñar la mayor decepción que dejó la 49a edición del Festival Nacional de Cosquín. No fueron el promedio de asistentes –unos seis mil por noche–, ni las tiranteces por la elección de consagraciones y revelaciones (ver aparte). No fue, aunque estuvo cerca, la clara provocación político-mediática de Antonio Tarragó Ros cuando intentó integrar al hermano (Atilio) del piquetero De Angeli a su show “para decir unos versos”, pese a que el entrerriano no figuraba en el contrato. No fue la programación en general ni la calidad de los números artísticos que, en definitiva, siempre obedecen a factores subjetivos. Tampoco los caprichos endémicos que, a veces, privilegian lo superfluo (ciertas delegaciones provinciales, los números “puestos de prepo” o excesos de tiempo, como ocurrió esta vez con el ballet de Iñaki Urlezaga) ante expresiones que no llegan a mostrarse como ameritarían (Bruno Arias, Arbolito, Paola Bernal o Aymama).

No. Fue la actitud soberbia, ególatra y caprichosa de alguien que es, apenas, un artista más. A Palavecino habría que explicarle que la fama, el éxito y el estrellato son apenas una partícula de agua en el mar de la vida. Que no puede, por el efímero detalle de haber –casi– llenado la plaza por única vez durante las diez lunas, pensar que el mundito folklórico argentino gira alrededor de él y que, partiendo de tal error, puede tocar cuando quiera, cuando sea, y el tiempo que quiera. Fue, aquella sexta jornada, la que más presiones, incomodidades y alteraciones en el ánimo provocó por una actitud que no condice con la “mínima ética” que le corresponde a un músico. O debería. Uno: no quiso cerrar la fecha argumentando que su gente se acuesta temprano (¿?). Dos: eligió el horario del medio, el más televisivo, firmó un contrato para cantar 1 hora y 20 minutos y, cuando se le calentó el pico, quiso más, pasando por alto la existencia de otros números. Era “él”. La negativa de la producción –que sí contemplaba bises– provocó la ira del gaucho star, y su rechazo al “otra, otra” exigido por el público. Desplante, circunstancia y bemol, porque esa misma noche, Peteco Carabajal –que había sido arrojado al horario marginal del cierre por el efecto Palavecino– se transformó en uno de los mejores momentos registrados en la totalidad del festival. No sólo porque el santiagueño refrendó condiciones musicales que –a ojo subjetivo, claro– son infinitamente superiores a las del divo con bombacha, sino porque su condición humana –que juega y mucho en estos casos– llevó a la misma gente, esa noche, a ovacionarlo cerradamente. A veces, la popular no se equivoca. Olfatea y decide. Es el tacto popular que deviene cuando el tiempo pasa y los buenos quedan.

Cosquín no va a dejar de ser Cosquín porque Palavecino y Ros cumplan con la amenaza de no tocar más en el festival. Cortar cien o dos mil tickets más o menos no hace a la esencia cultural del festival. A su peso histórico y su condición de epicentro nodal del folklore. A su profundidad. Sí dejaría de serlo, en cambio, si se descuidara la posibilidad de que artistas más genuinos y menos egocéntricos ocupen –o permanezcan en– el lugar que merecen. No sólo los consagrados que vinieron a tocar, emocionaron y no aprovecharon el evento para “impactar” en los medios con actitudes mezquinas (León Gieco, Raly Barrionuevo, el Chango Spasiuk, Juan Falú, Suna Rocha, el Dúo Malosetti-Goldman, Illapu, Néstor Garnica, Teresa Parodi, Liliana Herrero, Los Coplanacu, Víctor Heredia o Luis Salinas), sino a quienes, desde distintas visiones, pueden retroalimentar y sostener el devenir del género a través de nuevas miradas. No se trata de descartar el peso de la tradición, sino de dar posibilidades concretas a las nuevas expresiones. De abrir, generar y tantear, sin clavar la atención en los campeones nacionales del cholulismo folklórico.

Esta vez, la previa del cincuentenario, algunas presencias tuvieron la posibilidad y quien tuvo el oído atento lo notó. Entre los indiscutibles: Arbolito. Más allá de insertarle un giro extraño al imaginario del coscoíno típico con la versión folk-power de “El pibe de los astilleros”, el grupo formado en la Escuela de Música de Avellaneda hizo vibrar a la franja joven que lo acompañó –incondicional– y le aportó colorido, alegría y agite a un estado de ánimo general, a veces opaco. Y, como varias expresiones –incluso aquellas que no tuvieron espacio en el escenario mayor– pudieron revalidar su condición de grupo popular y convocante –que no es lo mismo que mediático y convocante– en la peña de los Copla, en una de esas noches inolvidables. De las pocas en las que la peña lució atiborrada, como en años anteriores. Rubén Patagonia, no tan extraño al festival, igual se incorporó a esta sana idea de modificar la impronta a veces solemne del festival. Le tocó cerrar la novena fecha, el sábado, y con la presión de salir a pelearla después de Soledad, le imprimió su aura tehuelche. Con su contundencia como intérprete y la participación –un lujo– de Claudio Marciello, guitarrista de Almafuerte, que se plegó al canto mapuche a último momento en reemplazo de Ricardo Iorio, el invitado original.

O la presencia femenina. No puede pasar así, como un detalle más, el carisma, la presencia y la seguridad con la que Paola Bernal –crédito local– sale a cantar. Se impone, además, con una voz arrancacorazones. Y la gestión: Paola generó una de las peñas más atractivas del circuito –De la piel al alma– no solo por su estética “psicodélica”, sino por la variada y arriesgada programación de grupos: desde Ica Novo a la chacarera power de Semilla; desde Mariana Carrizo, con una bellísima versión de “Doña Ubenza” al trío femenino Aymama, que brilló durante su presentación en el escenario Yupanqui como previa de Soledad, y luego pudo ampliar la belleza de sus canciones en la peña. Otro trío de mujeres (Fulanas Trío) y Lorena Astudillo también aprovechó la apertura estética de las otras dos peñas destacadas (la Fisura Contracultural y la de los Copla), para mostrar cuánto valen la proyección, el compromiso con el arte y el “progresismo” musical, para que el género, en sus más variadas manifestaciones, no sea visto como una simple pieza de museo. Dinámica que la comisión organizadora del festival podría usufructuar y potenciar para el cincuentenario, aprovechando su extensión a quince lunas.

Otro detalle, para el final: quizás habría que sugerirle a Dios, si es que finalmente elige un músico popular argentino para manifestar físicamente su existencia, que vaya pensando, más bien, en Peteco, León o Spinetta... De lo contrario, sería la confirmación de su inexistencia.

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El recital de León Gieco fue una fiesta, antes y después del horario televisivo.
Imagen: Bernardino Avila
 
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