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Domingo, 2 de agosto de 2009

MUSICA › ENTREVISTA AL PIANISTA Y COMPOSITOR GERARDO GANDINI

“La política cultural es inexistente”

El notable músico está presentando Cuando lo imprevisto se torna necesario, una edición excepcional por muchos motivos. Y sobre todo por la necesidad de hacer relucir una música clásica argentina que a veces pareciera no existir.

 Por Diego Fischerman

“Yo soy Zama, ‘el que envejeció sin crecer’”, dice Gerardo Gandini. “Así termina Zama, de Antonio Benedetto, y ese personaje soy yo”, sonríe, acodado en una de las mesas de lo de Mario, un café de míticas milanesas enfrente de su estudio, en la calle Rómulo Naón. No es la única vez en que hablará de escritores. Mencionará a Petros Mákaris, “un escritor de policiales un poco en la onda de Camilleri, pero Sciascia era el mejor”, Murakami, Minae Mizumura y El mar de John Banville. También hablará de Fogwill y su amor “por las caderas pampeanas de Martha Argerich”. Y de un libro titulado Philip Glass: the Music. “Toda una contradicción entre los términos. Lo que hace es cada vez más feo. Escuché la otra vez su Concierto para piano. No se puede creer.” Gandini acaba de publicar un CD donde toca obras suyas para piano. El título, donde Gandini cita a Boulez, es Cuando lo imprevisto se torna necesario. Y la edición es excepcional por muchos motivos.

Juan Carlos Paz definió a la Argentina como un país de primeras audiciones. Y podría pensarse que eso fue en otra época, en que los compositores podían, por lo menos, esperanzarse con el estreno de sus obras. Es un país, en todo caso, con un canon más imaginario que real. Una hipotética enciclopedia sonora de lo compuesto desde aquellos minuets de Juan Bautista Alberdi o desde óperas fundantes como El matrero, de Felipe Boero, no encontraría mucho para clasificar. Tan abandonada por el mercado como por instituciones oficiales, la historia de la música clásica argentina es silenciosa. Ni universidades, ni bibliotecas, ministerios y secretarías o institutos de musicología, que en otros países son los que se encargan de llenar aquellos vacíos en la cultura que el mundo de los negocios no contempla, han encargado grabaciones ni ayudado al catálogo de las escasas existentes. En ese panorama, un disco bien grabado, bien producido, editado por un sello con existencia real –el excelente y en más de un aspecto pionero BlueArt, con sede en Rosario– y dedicado a obras de Gandini tiene una trascendencia que escapa a la propia belleza de la música. Una belleza que, por otra parte, está presente en todo ese recorrido que encierra el núcleo de las Piezas sobre Schumann entre dos de sus enigmáticas sonatas, la Séptima y la Cuarta.

“El disco es la grabación de un concierto en la Biblioteca Nacional en diciembre de 2007 –cuenta Gandini–. Yo sabía que Horacio Vargas (productor ejecutivo de la edición e inventor de BlueArt) quería publicar un disco con obras mías, pero no pensé que sería éste. Es un sello especializado en jazz, en realidad, en el que ya se habían publicado varios de mis discos de postangos y el dúo con Ernesto Jodos. Instalaron el equipo de grabación en el auditorio de la Biblioteca y estaban Constanza (Sánchez) y Agustina (Shedden) y sabía que se estaba grabando, pero no que se trataría del próximo disco. Cuando lo imprevisto... es exactamente ese concierto con la única diferencia de que decidí invertir el orden de las dos sonatas.” Estas dos composiciones remiten a una forma –o a un género– con una historia propia. Y las piezas parecen orientarse en otro sentido, el de la obra de arte como un recorte de la realidad. Si un fotógrafo o un director de cine, al elegir qué es lo que entra en su encuadre, leen de una manera particular aquello que todos ven, el trabajo de Gandini no es diferente. No hay historias inocentes, toda nota o conjunto de notas remite a alguna historia y lo que él hace es ponerlo en escena. Sus cuatro nocturnos titulados Eusebius, donde escamotea o subraya distintos elementos de una pieza de Schumann, “Zart un singend”, del ciclo La liga de David. Pablo Gianera, en sus notas para el folleto interno, señala con acierto que las miniaturas románticas, y en particular esas piezas de Schumann, dan siempre la impresión de que podrían seguir una vez terminadas. O de que existen desde antes. Son, en sí mismas, recortes, recortados a su vez por la obra de Gandini. Pero lo que el compositor hace en sus Sonatas no es muy diferente. Lo que recorta, en realidad, es todo un género y su historia. La sonata en su conjunto, como objeto, es el fondo contra el que se recortan los comentarios de Gandini.

La serie de las Piezas sobre Schumann, que Gandini nunca había tocado junta, incluye, además de Eusebius, Eusebius II –una relectura de la relectura pero en sentido contrario, desde la última de las notas del cuarto Nocturno hasta la primera del que inicia la serie–, Elegía y el Interludio de la ópera Liederkreis, que había sido estrenada en el Teatro Colón. “Estas obras no tienen una direccionalidad definida”, dice el compositor, pensando en el prejuicio acerca del rechazo que una escucha “virgen” podría generar ante piezas que él mismo define, con cierta ironía, como “poco digeribles”. Sin embargo, más allá de que casi no hay música que pueda satisfacer todos los gustos –y en ese sentido podría imaginarse un rechazo aun más virulento por parte de un fan de Gandini ante una canción de Catupecu Machu–, las “escuchas virginales” suelen encontrar en la música de Gandini cosas que escapan incluso a los planes de composición más precisos. Por ejemplo, la tristeza. Y lo otro que le dicen, según relata, es “¿cómo puede ser que tu música sea tan refinada y vos seas tan bestia?”

Gandini bromea sobre las cuentas de quienes componían a partir de fórmulas “porque a veces, como demuestra Ligeti en su análisis de Estructuras de Pierre Boulez, hasta se equivocaban en las cuentas. Pero ahí es donde aparece la personalidad del compositor. La misma cuenta, e incluso una cuenta incorrecta, puede producir música o no. Y esa música será diferente según quién la componga, aun cuando sus técnicas fueran las mismas”. Gerardo Gandini cuenta, entre sus antecedentes, logros tan diferentes como haber compuesto junto a Ricardo Piglia La ciudad ausente, una de las mejores óperas argentinas de la historia, haber sido el primer director del Centro de Experimentación del Teatro Colón, cuando Sergio Renán lo llamó para conducirlo, y el último pianista de Astor Piazzolla, cuando el bandoneonista le pidió que se uniera a su grupo, haber sido orquestador de Fito Páez y, durante años, pianista de la Sinfónica Nacional. Sus improvisaciones sobre tangos y sus dúos con el pianista de jazz Ernesto Jodos marcaron un espacio absolutamente nuevo en esa zona fronteriza en que pensamientos educados por la práctica académica se cruzan con materiales y protocolos provenientes de tradiciones populares.

“Durante mucho tiempo fui el hermano del que tocaba trompeta, o, después, el papá de Alina, que tocaba los teclados con Fito, o el pianista de Piazzolla. Nadie sabía que yo componía música dentro de esa esfera que se llama culta.” Y en tren de encontrar una causa a su facilidad para transitar por diferentes terrenos musicales dice: “Soy pianista, y eso es algo que muchos compositores no son y que, indudablemente, me marca”. Decir que es pianista, en el mundo Gandini no sólo quiere decir que toca el piano sino que es un instrumentista fuera de lo común, capaz de despacharse la obra completa de Schönberg en un solo concierto, o, claro, de medirse con “Tres minutos con la realidad” o “Buenos Aires Hora Cero”, de Piazzolla, y hacerlo en estilo. Es decir, “con roña”. “Siempre me pareció muy raro cómo fue que Piazzolla me llamó. Después me dijo que fue porque había leído un reportaje, que yo no recuerdo ni recordaba entonces, donde decía que me gustaba la música popular. La verdad es que el tango me empezó a gustar después. Piazzolla sí me gustaba pero el tango no, y supongo que era a causa de mi relación con mi padre. La cuestión es que suena el teléfono y me dice: ‘Gandini, soy Piazzolla, quiero que toques conmigo. Estoy en Japón. Tenés que estar pasado mañana en Tokio’. Yo no podía viajar en ese momento y le dije que no. Pensé que habría sido una calentura y que no volvería a tener noticias. Pero no. Después tuvo la operación de bypass y cuando se recuperó volvió a llamarme.”

El compositor recuerda, de ese 1989 en que tocó con el Sexteto, además de la música (“Piazzolla en el escenario era Dios”), la paga. “Era la época de la hiperinflación y cobrábamos 800 dólares cada uno por concierto. Yo volví de la primera gira y me compré un departamento”. Gandini, en realidad, compartía con Piazzolla el haber sido discípulo de Alberto Ginastera. Y ambos, en su calidad de alumnos de distintas épocas, habían participado del festejo público del cumpleaños número cincuenta del maestro, en el Teatro San Martín. Allí, Piazzolla lo había deslumbrado con la Suite del diablo, tocada por el quinteto. Gandini, sin embargo, nunca habló, ni con Ginastera acerca de Piazzolla ni con el bandoneonista sobre el antiguo profesor. Ni tampoco recordó con Astor aquel encuentro con su música. “Era difícil hablar con Piazzolla –cuenta–. Desayunábamos y comíamos juntos, él, Malveta (Malvicino) y yo. Y la verdad es que no hablábamos de nada serio. Astor se la pasaba en su habitación del hotel hasta el momento de la prueba de sonido. No sé qué haría. Por ahí hablaba por teléfono con Buenos Aires.”

En el Colón, además de haber sido quien le dio un perfil al CETC (inicialmente su nombre era CEOB, Centro de Experimentación en Opera y Ballet), condujo la Filarmónica y fue director musical del teatro, lugar desde el cual programó, entre otras cosas, la memorable Pelléas et Mélisande. Y ante la pregunta inevitable pone cara de azoramiento y dice un sintético: “El Colón fue”. Y aclara: “Nunca volverá a ser lo que fue. Es más, no sé si volverá a ser. Y es que la política cultural del país, no sólo de la ciudad, no es desastrosa; es inexistente. Soy muy pesimista. Teniendo en cuenta la historia desde que tengo veinte años, todo es cada vez peor. Y no sólo el Colón. El caso de la Sinfónica Nacional es igualmente malo. Tienen plata para pagarles los sueldos a los músicos, por ejemplo, pero no para pagar un lugar donde toquen. ¿Qué clase de proyecto es ése?”.

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En un panorama en el que lo clásico debe defenderse solo, el disco de Gandini es todo un acontecimiento.
Imagen: Bernardino Avila
 
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