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Jueves, 22 de septiembre de 2011

MUSICA › PHILIP GLASS, UNA SOMBRA DEL EMBLEMA QUE FUE

Como una eterna chacarera sin swing

 Por Diego Fischerman

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PHILIP GLASS EN PIANO

Público: 1800 personas.
Duración: 90 minutos.
Teatro Coliseo, martes 20 de septiembre.

En el fetichismo, una parte ocupa el lugar del todo. El amor tal vez no sea demasiado diferente. Allí también un resplandor de las pupilas, una manera de entornar los párpados, puede encarnar toda la belleza del mundo. En la música llamada clásica, aun cuando para un fan de Maria Callas el amor pueda hacer olvidar las desafinaciones, los criterios de valor suelen ser más objetivos. Es en la música popular, en cambio, donde el amor lo explica casi todo. Donde la relación del público con el artista, lejos de ser un elemento accesorio, es esencial a la propia obra y donde, como en el fetichismo, hasta es posible que los restos de un cantante sean suficientes para evocar al cantante. Y es en ese sentido que Philip Glass, un músico “clásico”, de la tradición escrita y cuyas composiciones están pautadas por completo, es un músico popular.

En esa circulación hay una elección. Glass pertenece a una generación musical estadounidense que reaccionó contra las vanguardias de mediados del siglo pasado, que creció a la vera de la cultura beatnik y del descubrimiento –o invención– del orientalismo y que se puso como meta no hacer un arte para minorías. En esa estética hay puntos altos; las obras de Steve Reich, las herencias de John Adams o el holandés Louis Andriessen. Y hay fenómenos particulares y difícilmente comprensibles fuera del contexto de un mercado como el norteamericano, tan vasto como para incluir todo un sector afín a una suerte de cultura semiculta y masiva, expresada con claridad en cierta clase de cine industrial de calidad y tan alejada del mero entretenimiento como de las expresiones más especulativas. Philip Glass es, desde el lado de la música escrita, quien mejor corporiza ese mundo. Y su música, utilizada además en películas de directores tan prestigiosos como Martin Scorsese, Peter Weir o Woody Allen, acabó siendo una marca y un emblema. En rigor, ciertas imágenes, o su evocación, y cierta idea de lo “neoyorquino culto y moderno”, son inseparables de sus veloces arpegios repetidos, de las melodías lineales sobre muy pocos acordes y de la tibia asimetría de algunas frases, encorsetadas, de todas maneras, en una regularidad rítmica que apenas se asoma a la simultaneidad de patrones de acentuación binarios y ternarios. Una característica que acaba asemejando todas sus piezas a una especie de eterna chacarera sin swing.

La música de Philip Glass tiene admiradores. Es amada, como lo certifica el Teatro Coliseo lleno hasta el tope que lo recibió en su faceta de pianista intérprete de su propia obra y que lo ovacionó, en el final, con un respeto y una admiración que fueron premiados con uno de sus hits, la “Apertura” de su serie de Glassworks, de 1982 (que incidentalmente comparte su introducción y sucesión de acordes iniciales con “Vengo a ofrecer mi corazón”, grabada por Fito Páez en 1985). El repertorio del concierto incluyó seis de sus Estudios para piano, tres de sus Metamorphosen, Dreaming Awake –un homenaje al Dalai Lama–, Mad Rush y Wichita Vortex Sutra, que acompaña la voz de Allen Ginsberg. No ayuda a estas composiciones, montadas todas sobre un único principio constructivo, el sonar unas junto a otras. Ni, tampoco, el descarnamiento del piano. La que mejor resiste es la obra junto a Ginsberg, en tanto la voz del poeta le otorga la discreta expresividad de la que la música carece. Pero mal podría criticarse a Philip Glass por ser exactamente quien quiere ser, sobre todo cuando ese estilo, donde nada es involuntario ni casual, es exactamente lo que buscan tanto él como aquellos que lo siguen. Sí puede objetarse, en cambio, que no lo sea. Que nada quede de la precisión rítmica que él mismo instituyó como valor en sus piezas. Que del pianismo desmañado pero eficaz de su grabaciones de hace veinte años apenas queden las ruinas. Para unos se trata del amor, que todo lo disculpa y que encuentra lo amado incluso en la sombra de un gesto ya perdido. Para otros, tan sólo es el espanto.

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Nada queda de la precisión rítmica que Glass mismo instituyó como valor.
Imagen: Pablo Piovano
 
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