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Domingo, 21 de octubre de 2007

MUSICA › “ELEKTRA” EN EL COLISEO

Cuando el arte y la ópera se tocan

La obra de Richard Strauss estrenada en 1909 vuelve con protagonistas de gran nivel.

 Por Diego Fischerman

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ELEKTRA

Opera de Richard Strauss con libreto de Hugo von Hoffmannsthal

Director musical: Stefan Lano
Director de escena: Mario Ponti-ggia.
Escenografía y vestuario: Daniela Taiana.
Iluminación: Horacio Efron
Director de coro: Salvatore Caputo
Orquesta Estable y Coro Estable del Teatro Colón.
Reparto: Luana DeVol, Virginia Correa Dupuy, Graciela Alperyn, Hernán Iturralde, Carlos Bengolea, Carlos Ullan, Cristian Pelegrino, Mónica Ferracani, Alejandra Malvino, Vanesa Mautner, Alicia Cecotti, Vanesa Tomas, Ana Laura Menéndez, María José Dulin, Daniela Tabernig, Juan Barrile, Susana Moreno, Gisela Barok, Mariela Schemper, Cecilia Jakubowicz, Marta Cullerés y Laura Cáceres.
Teatro Coliseo, jueves 18.
Nuevas funciones: hoy, miércoles 24 de octubre, viernes 26 y sábado 27.

Las órbitas del arte y del entretenimiento, como las de unos extraños planetas que se atrayeran y rechazaran al mismo tiempo, cada tanto se acercan hasta tocarse. El 1600 en el norte italiano. 1968, con el Doble blanco de Los Beatles, la Sinfonía de Luciano Berio, Jimi Hendrix y Axis: Bold as Love y, en Buenos Aires, una canción perfecta, donde la guitarra entretejía un mundo inquietante contra una melodía casi ingenua y un texto que hablaba de una ciudad cubierta de hielo, en el primer simple de Almendra. Hollywood hasta mediados de los ’50 y, luego, esporádicamente. Y, claro, el 1900 en Viena, París y Berlín. Allí, sobre un texto magistral de Hugo von Hoffmannstahl, Richard Strauss inventaba, en Elektra, lo que mucho después Bernard Hermann usaría para Hitchcock en la música de Psicosis.

La escena del encuentro entre Elektra y su hermano Orestes y, luego, la escritura orquestal del asesinato de Clitemnestra –marca en escena de algo que sucede fuera de ella– están entre los momentos más intensos y extraordinarios –y modernos– de la historia del arte. Un arte tan en sintonía con su época –Freud, la caída de una idea de Occidente, el comienzo del Expresionismo y de un mundo que lo imitaba–, que no sólo entró en los teatros burgueses sino que fue festejado por ellos. La ópera que inauguró la fructífera relación entre Strauss y Von Hoffmannstahl habla de Grecia pero, como las tragedias en su origen, habla, sobre todo, de su sociedad. Su historia es, en este caso, por encima de una trama conspirativa y de una demorada venganza, la de un deseo que, al consumarse, se destruye. Elektra muere, simplemente, porque asesinados los asesinos de su padre –su madre y el concubino que usurpaba el trono– ya no tiene por qué vivir. La danza final, en la que la princesa gira hasta morir, es una insuperable puesta en escena de lo que la ópera de hace un sigo pensaba que era la histeria. Y esa danza, lenta, casi inmóvil, en el descomunal final que precedió a la ovación con que el Coliseo premió a la notable Luana DeVol y a la intensa puesta de Mario Pontiggia, selló uno de los puntos más altos de la temporada lírica de emergencia con la que el Colón sostuvo su continuidad más allá de la sala cerrada por reformas. Queda, como parte del abono, el Requiem de Verdi. Pero bien puede entenderse el ciclo de óperas, que comenzó este año con Wo-zzeck, de Alban Berg –en la excelente puesta de Marcelo Lombardero– y concluye con Elektra, como un recorrido posible por ese territorio en que la ópera –un entretenimiento– se acercó radicalmente al arte.

Pontiggia y la escenógrafa y vestuarista Daniela Taiana diseñaron un espacio que subvierte las ideas de lo interior y lo exterior, convirtiendo lo que está afuera en territorio encerrado y los límites del palacio en las omnipresentes rejas que cercan a la protagonista. La iluminación de Horacio Efrón, narrativa hasta el punto de teñir de rojo la escena de la venganza, es el otro elemento que completa una puesta escénica donde nada remite de manera directa a la Grecia antigua –ni a ningún lugar ni época en particular– y en que el foco queda puesto en algo que está más allá de esa posible locación; en la pasión que devora, literalmente, a esa mujer obsesionada. En ese sentido, Luana DeVol, a pesar de sus limitaciones como actriz, logró, gracias a una voz tan poderosa como expresiva y a su dominio del estilo, una protagonista deslumbrante. Junto a ella, Hernán Iturralde, imponente en lo vocal y haciendo gala de su habitual manejo escénico, construyó un Orestes conmovedor, de timbre exquisito y fraseo depurado.

Virginia Correa Dupuy logró una interpretación comprometida y rigurosa y Graciela Alperyn, más allá de alguna vacilación en la afinación, fue una Clitemnestra sumamente correcta. Carlos Bengolea como Egisto, el fantástico quinteto de doncellas y el resto de los papeles breves tuvieron, también, un gran nivel, al igual que el coro, magníficamente preparado por Salvatore Caputo. La Orquesta Estable, sólida en todas sus filas, tuvo una actuación superlativa. La complejísima escritura de Richard Strauss y las fenomenales exigencias que plantea tanto para el conjunto –sobre todo en lo que hace al ajuste– como para instrumentistas como el tubista, rara vez tan expuestos, se transparentaron a través de la interpretación de la orquesta y, sobre todo, de Stefan Lano, que la dirigió con claridad y sin concesiones, logrando una infinidad de matices y encontrando en esa intrincada complejidad el camino para una exasperada expresividad.

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Pontiggia y Taiana trabajaron sobre un espacio que subvierte las ideas de interior y exterior.
 
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