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Sábado, 15 de marzo de 2008

MUSICA › BOB DYLAN EN CóRDOBA, UN APERITIVO DE LO QUE SE VIVIRá ESTA NOCHE EN EL ESTADIO DE VéLEZ

El gurú que imparte educación sentimental

Sin maquillaje, sin ninguna de esas fórmulas que buscan la complicidad del público, apoyándose exclusivamente en su música, Dylan cautivó al público del Orfeo Superdomo. Y lo desafió con una serie de versiones poco complacientes.

 Por Karina Micheletto

Desde Córdoba

La gira que nunca termina, promete altisonante desde su nombre el tour que Bob Dylan inició dos décadas atrás. Cumple en parte, haciendo asomar ahora a la leyenda de este lado del mundo, en la que es, en rigor, la tercera de sus visitas a la Argentina (una de ellas, como telonero de los Rolling Stones). Esta vez, la primera de las paradas locales del Never ending tour se desplegó en un contexto bien diferente al que los fans se preparan para vivir esta noche en el estadio de Vélez: en la intimidad de un escenario indoor, con generosos restos de espacio entre varios sectores de las gradas, frente a unas cinco mil personas, apenas un puñado de fieles si se lo compara con los estadios gigantescos que recorrió este mismo señor en esta misma gira. Una suerte de regalo para muchos de los que siguieron asombrados el evento, sabiéndose privilegiados entre privilegiados, a futuro habilitados para sumar a la victoria del yo estuve ahí una tal vez menos pírrica: yo estuve ahí, tan cerquita...

Fueron unas 17 canciones, en unas dos horas de concierto, con un comienzo demasiado puntual, cuando parte del público todavía se iba acomodando, y molestando a los que ya estaban sentados. La presentación grabada del comienzo, único artificio propuesto, pronto se revelaría como una suerte de broma en contraste con el carácter del show que seguiría después: una suerte de propaladora circense, o de presentador de artista de variedades, que resume un currículum ajetreado y anuncia la presencia inminente del “Columbia Recording Artist Bob Dylan”. Lo recibió un público de lo más variado, marcado por cincuentones de la época de Dylan, pero también por los más jóvenes, tan entusiastas unos como otros, respetuosos durante todo el show y con ganas de soltarse en el final en la multitud, en actitud más de estadio.

Soy leyenda

Lo primero que hay que contar de lo que se ve y se escucha de Bob Dylan, en 2008 y en la Argentina, es que este hombre no viene a ofrecer su souvenir. Trae canciones nuevas (de su álbum más reciente, Modern Times, de 2006), un repaso por otros discos y clásicos que hoy se reconocen como emblemas de la cultura de masas del siglo veinte. La forma en que los trae habla de la vigencia de Bob Dylan, de su capacidad para ser músico a pesar de su propia leyenda. Al fin y al cabo, este hombre es ídolo, gurú, mensajero, revolucionario, fundacional, inventor de estilos, mito vivo, vendedor de a millones, desde los veintipico. A los 66, y más allá de un par de títulos marcados por la crítica entre su discografía negra, ¿qué podría querer demostrar? Viene a hacer música, con su voz, su guitarra, su armónica y teclados aquí y ahora y una banda que suena perfecta.

Y aquí está el hombre que como todos recuerdan alguna vez fue Robert Allen Zimmerman, un simple mortal. Tiene esos bigotitos que son un espinel, como diría el tango, recortados debajo de ese sombrero negro de ala ancha. El resto de su atuendo también es negro, botas texanas y ese aire de señor folk distinguido. Y unas piernas largas que flexiona cada tanto, acercando la rodilla derecha a la guitarra, apenas un poco, en un gesto reconcentrado. No necesita más para marcar una presencia que impacta. No dice ni hola ni chau ni gracias, ni welcome. No pronuncia palabra por fuera de las de las canciones, excepto para presentar a los músicos en los bises, melódicamente. “La gente dice que nunca hablo en mis conciertos. ¿Pero qué hay para decir?”, explicó alguna vez. “Un artista no se planta frente a su público para hablar. Un artista está allí con un propósito diferente. Un propósito arriesgado.” Así es.

Alrededor suyo, la banda luce tan negra como Dylan, y alrededor de esa banda de negro, el escenario también aparece de lo más despojado: apenas una suerte de rosa de los vientos (o brújula, o mandala) dibujada en el piso, un telón de fondo que caerá en los bises y nada más. Por todo agregado, un detalle sólo accesible a las primeras filas o a los lentes de las cámaras, el Oscar que ganó en 2000 y que no fue a retirar, plantado en un parlante central (lo obtuvo por la canción “Things have changed”, que integró la banda sonora de la película Fin de semana de locura). Apenas un amuleto que lleva por toda la gira. Ninguna luz pretenciosa, ninguna pantalla, ningún artificio. En el medio está Bob Dylan.

Y están, claro, sus canciones. Suenan de nuevo, esto es, transformadas por completo con respecto a lo que se escucha en los discos, no para suplir carencias o imposibilidades, sino para volver poderosamente actuales. Dylan maneja su ensamble de folk y rock ascendiendo por sus costados más eléctricos, atravesando momentos más bluseados, deteniéndose en motivos country o deslizándose por la balada lánguida, volviéndose entonces más profundamente ronco para arrastrar esas melodías bellísimas, como en “Spirit on the Water”, “When the deal goes down”. Recorre Modern Times y otros discos de fines de los ’90 y comienzos de este siglo (Time out of Mind, Love and Left), recrea los ’60 con clásicos como “Highway 61 Revisited” y, finalmente, con un par de insignias, “Like a Rolling Stone” y “Blowin’ in the Wind”. No suenan como en las versiones originales ni como en ningún unplugged de MTV. Ahora suenan suspendidas, desarmadas y rearmadas, dichas y no dichas, por momentos sugeridas, completadas en sus melodías por el violín o por el coro del público, imposible de ajustar a tiempo.

Además de cantar –y susurrar, carraspear, deslizar, o como quiera llamársele a toda la gama de movimientos de su voz—, Dylan se calza en los primeros temas una Fender Stratocaster, la abandona pronto para pasar al teclado y alterna pasajes con su legendaria armónica. Alrededor suyo suena la banda con la que viene dando la vuelta al mundo: Denny Freeman encargado de los solos de guitarra, Stu Kimball en la guitarra rítmica, Tony Garnier entre el contrabajo y el bajo eléctrico, George Receli marcando la diferencia en la batería y el multiinstrumentista Donnie Herron en guitarra, teclados, violín y banjo.

Más allá del souvenir

Le pasa con frecuencia al rock and roll, obligado siempre a exhalar juventud: cuántas veces ha dado pena en el revival de juntadas de hombres ya grandes, en rituales de hilachas patéticas, inmovilizado en el gesto grotesco de la caricatura de lo que fue. Tal como está el mercado, podría decirse que se vuelve complicado seguir cumpliendo años y trabajar con algo que se llame rock, como músico o como lo que sea. ¿Qué hace Bob Dylan? Embarcado en un Tour que nunca termina (además de una enunciación del marketing, una declaración de principios, según se comprueba al escucharlo), muestra lo que es hoy. Un músico excepcional.

“Soy leyenda”, grita mientras tanto el souvenir. Bob Dylan, “el más influyente de los músicos vivientes”. Bob Dylan, “portavoz de una generación”, “profeta de la insurgencia de un tiempo”. Bob Dylan, “el inventor de un género”. Bob Dylan, el hombre que se inventó a sí mismo, es decir, el primero y el último en haber inventado a Dylan, según la definición de su amigo, el actor y dramaturgo Sam Shepard. Bob Dylan, incluido en la lista de las 100 personas más influyentes del siglo XX de la revista Time, segundo en la de Greatest artists of all time de la Rolling Stone, después de The Beatles. Nombrado Caballero de la Orden de las Artes y Letras por el ministro de Cultura de Francia Jack Lang; ganador del Premio de Música Polar de la Real Academia Sueca de Música. Nominado varias veces al Nobel de Literatura. Ganador del Premio Príncipe de Asturias de las Artes, por “conjugar la canción y la poesía en una obra que crea y determina la educación sentimental de muchos millones de personas”.

Desde afuera del mundo de la música, se llegó a la conclusión de que este hombre que ahora toca en la Argentina fue capaz de impartir a millones, con la sola fuerza de sus canciones, educación sentimental. ¿Cuántos de los cinco mil que asistieron el jueves al Orfeo Superdomo, de los miles que llenarán Vélez, de los cientos de miles que ya presenciaron en el mundo este Never ending tour, se habrán educado sentimentalmente con Dylan? ¿Cuántos de nosotros, de los que conocemos? La respuesta, amigo, está flotando...

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En dos horas de concierto, apoyado en una banda impecable, Dylan ofreció un rosario de diecisiete canciones.
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