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Martes, 10 de febrero de 2009

LITERATURA › IVáN THAYS Y LA NOVELA UN LUGAR LLAMADO OREJA DE PERRO

“En el Perú la violencia política nos afectó a todos”

El autor, finalista del premio Herralde 2008, forma parte de una nueva camada de escritores latinoamericanos interesados en el pasado reciente. “El dolor colectivo no afecta a nadie”, explica. “Tiene que cruzarse con nuestro dolor pequeño.”

 Por Silvina Friera

Una certeza se impone después de leer la excepcional novela del escritor peruano Iván Thays, Un lugar llamado Oreja de Perro (Anagrama), finalista del premio Herralde 2008. Todos vivimos en un ámbito parecido, no importa cómo se llame ese pueblo o ciudad y dónde esté ubicado. Todos, hombres y mujeres, tenemos que asumir que, ante dolores inefables, es bueno rendirse y no seguir luchando, recoger los restos y empezar de nuevo. Asumir más que la derrota, las pérdidas. Aunque la culpa sea una mochila pesadísima; aunque la idea de olvidar resulte imposible porque, al fin y al cabo, “la memoria es una espía”. Un periodista de una revista, con un pasado célebre como presentador televisivo, es enviado junto con un fotógrafo a Oreja de Perro, la zona más deprimida del país, de intricado acceso, sembrada de fosas comunes, la más golpeada por el terrorismo de Estado, para cubrir la visita del presidente Alejandro Toledo –en el final de su período de gobierno–, en el marco de un programa social de reparto de dinero para campesinos y de los testimonios de la Comisión de la Verdad, que demuestran los estragos que ha hecho en ese pueblo andino el terrorismo de Sendero Luminoso y el ejército. El periodista, que no puede despegarse de los testimonios que lee –los define como “el alambicado armazón de la maldad”–, se sumerge en el mar de sus pérdidas: la muerte de su hijo, Paulo, y el abandono de su mujer, Mónica, idéntica “a la Mia Farrow que estaba casada con Frank Sinatra, no a la pobre ex mujer de Woody Allen”. Mientras intenta contestar la carta que le dejó Mónica antes de dejarlo, toma notas en su cuaderno, cubre la información y conoce a una joven que está embarazada, Jazmín, “una de esas chicas a las que se le nota a la legua que le va a suceder algo en la vida”.

El periodista no puede evitar preocuparse por el pasado, por los que han desaparecido de su vida, y por el presente. Lo extraordinario de esta novela es el modo en que se amalgama la evocación de la tragedia individual con la colectiva. Respetado y admirado por sus compatriotas Mario Vargas Llosa, Alfredo Bryce Echenique y Alonso Cueto, Thays cuenta en la entrevista con Página/12 por qué demoró ocho años en publicar Un lugar llamado Oreja de Perro. “La verdadera tensión que sentí en esos años fue la de publicar o no un libro en el que, de manera concreta, hablaba de la muerte de un niño que tenía la edad de mi hijo”, explica el escritor peruano. “La razón por la que el protagonista no puede escribir la carta a Mónica se debe, esencialmente, a que él es un autista, un hombre incapaz de comunicarse con el mundo exterior. Por eso, cada vez que quiere escribirle a Mónica, termina refugiándose en su cuaderno, que es una voz interior, como gritar dentro de un pozo.”

–A partir del recuerdo de la lectura de un libro de Oliver Sacks, se sabe que el protagonista, desde pequeño, siempre tuvo miedo a perder la memoria repentinamente. ¿Qué miedos de Iván Thays le prestó a ese periodista?

–Sí, el miedo a perder la memoria es obsesivo en mí. También el miedo a perder a los que amo. Pero, sobre todo, el miedo a no entender que las cosas que, a veces, creemos que nos pertenecen, como la vida de nuestros hijos o las mujeres que amamos, en realidad no nos pertenecen, sino que son seres autónomos, y a veces tenemos que dejarlos ir.

–¿Por qué ubicó temporalmente la novela en el final de la presidencia de Toledo?

–Era un momento en el que todos hablaban de la “memoria” como una necesidad colectiva, a raíz de los hechos de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación. No fue difícil hacer la asociación entre esa necesidad colectiva y la angustia individual del narrador.

–Como novelista, ¿también al igual que el protagonista leyó las transcripciones de los testimonios de la Comisión de la Verdad?

–Sí, y traté de introducirlos en la novela sin mayores modificaciones. Algunos párrafos del primer capítulo son textuales y están entre comillas. El monólogo de Jazmín es casi una transcripción de una de las historias que más me impresionó.

Thays se refiere a la parte en la que Jazmín le cuenta al periodista que a su madre, maestra de escuela primaria, se la llevaron unos policías cuando ella tenía once años, en 1991, de la casa donde vivían, en un caserío tan pequeño y opresivo como Oreja de Perro. Nunca entendió por qué, pero trató de averiguar dónde estaba. “Allá violan a las mujeres, a todas, incluso a las viejas. Y no las viola uno, sino todos. ¿Sabes qué significa ‘violar’ a una mujer?”, le dice un policía a esa niña. Hay otros testimonios desgarradores. “Mi nombre es Jorge Luis Aramburú Correa, soy biólogo de profesión y tengo treinta y tres años. A mi padre lo mataron con silenciadores, pero yo no voy a guardar silencio.” Otro más: “Fui a voltear cadáveres al Infiernillo, había miles de cadáveres ahí, de todo tipo, de toda clase, había campesinos con su poncho, había gente con pantalones, señoritas de toda clase, volteando, volteando, pero nunca la encontré a mi mamá”.

–¿Por qué la Comisión de la Verdad ha sido tan cuestionada, como se refleja en la novela: “Que su fin era una venganza política contra el gobierno de Fujimori”; por los altos sueldos que ganaban sus miembros, que se culpaba a Sendero y al MRTA del mayor porcentaje de crímenes cuando la responsabilidad se suponía sería compartida con el ejército?

–No hay forma de que una comisión independiente y autónoma, que busca saber lo que realmente sucedió en una época en que el país vivió de mentiras y ocultamientos, no sea cuestionada.

–El protagonista dice que le atrae el tema del mal. Si usted siente una obsesión por este tema, ¿de qué modo le interesa explorar el mal o responder a la pregunta es esto el ser humano?

–Me interesa el tema del mal, pero en ese contexto concreto, no como algo metafísico o fantástico. Aún me parece asombroso, misterioso, que una persona, pudiendo escoger hacer el bien, decida hacer el mal. Que un gobierno prefiera invertir en armas antes que en remediar el hambre. Que un vecino prefiera botar la basura en el jardín del vecino, pudiendo hacerlo en el suyo. Hay que invertir el mismo esfuerzo en hacer el mal que el bien. Pero no parece tan fácil optar por lo obvio. ¿Es eso el ser humano o el mal es un error, un desvío? No sé qué contestar, pero cada vez soy más escéptico.

–Es notable que mientras el periodista intenta olvidar, que lo dejó su mujer, que se murió su hijo, en el ambiente de Oreja de Perro sucede lo contrario: todos quieren recordar. ¿Considera que la mejor estrategia para narrar episodios dolorosos del pasado de un país reside en apoyarse más en los dolores íntimos que en los políticos?

–Sí, si no existe un dolor individual, el dolor colectivo no afecta a nadie, son sólo cifras. Tiene que haber un punto de intersección entre el Gran Dolor y nuestro dolor pequeño, concreto, incluso intrascendente, pero profundamente cierto.

–Daniel Alarcón, Alonso Cueto, Santiago Roncagliolo y usted son algunos de los escritores peruanos que han demostrado un interés por la violencia política y el pasado reciente. ¿Por qué la ficción en Perú está más permeable a estas temáticas en los últimos años?

–En mi caso particular, luego de escribir novelas que ocurrían en lugares imaginarios o tenían como protagonistas a adolescentes ingeniosos, el escribir sobre la violencia política ha sido visto en mi país como una falsedad y me acusan de frívolo. Lo que no son capaces de descubrir es que la violencia política nos afectó a todos. Yo, gracias a Dios, no tuve ningún muerto cercano por culpa de aquella violencia. Pero de todos modos, durante doce años viví en el Perú aquellos años y me resulta difícil entender que alguien pretenda que ese tema no me afecte o no afecte a Santiago, Alonso e incluso Daniel.

–Scamarone, el fotógrafo, dice en un momento de la novela: “¿Saben cuál es la sensación más difícil de retratar? El cinismo. Es prácticamente imposible”. ¿Está de acuerdo con lo que afirma el personaje?

–No sé si estoy de acuerdo con Scamarone, al fin y al cabo. Pocas veces estoy de acuerdo con él. En realidad, cuando veo las fotos de campaña de Fujimori, sus lentes de ingeniero y su sonrisa burlona, pienso que el cinismo no sólo se puede retratar, sino que tiene en esa cara un sello.

–El periodista asume que se está convirtiendo en un tipo lleno de patologías, con fobia social, incapaz de relacionarse con los demás. ¿Por qué este tipo de patologías es tan frecuente en el mundo del periodismo y la literatura?

–Quizá porque los que no podemos decir las cosas claramente, tenemos que decirlas por escrito. ¿Te has dado cuenta de la cantidad de libretas y cartas y diarios y agendas de escritores que existen? En ese sentido, recomiendo mucho Prosas apátridas, de (Julio Ramón) Ribeyro, las anotaciones de un autista que a veces conversaba con los demás. Por eso, mi blog se llama Moleskine Literario, son cosas que escribo para mí aunque la puedan leer todos. Pero aprovecho la pregunta para decir una cosa: mi narrador no pretende ser escritor de ficción, como he leído en una crítica, no pertenece a ese tipo de personajes. Mi narrador sólo quiere escribir una carta.

–¿Cómo se escribe sobre la muerte de un hijo? ¿Con qué dificultades se topó en esa zona de la novela donde el protagonista recuerda la muerte de Paulo?

–Fue muy muy muy difícil. No quisiera volver a pasar por esa experiencia. Aún hoy no sé cómo me atreví. Y esa fue la principal razón por la que la novela no se publicó durante años, pese a estar terminada. Pero luego escuché Beautiful Boy, de John Lennon, para Sean y supe que el único sentido que podía darle a mi novela es que se convirtiera, para Andreas, mi hijo, en un mensaje o un consejo por si un día no estoy más: “No desees lo que no es para ti, pide siempre sólo aquello que te pertenece”. El aún es muy pequeño para entenderlo, creo.

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Iván Thays imaginó a un periodista enviado a la zona más deprimida del Perú, de intrincado acceso.
 
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