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Domingo, 8 de marzo de 2009

LITERATURA › A DIEZ AÑOS DE LA MUERTE DE ADOLFO BIOY CASARES

En búsqueda de la perfección

Las obsesiones de Bioy llegaron al punto de evitar a toda costa que volvieran a ver la luz sus primeros trabajos. No era necesario: nada podría hacer empalidecer obras como La invención de Morel o su trabajo con Borges.

 Por Silvina Friera

A diez años de la muerte de Adolfo Bioy Casares, Premio Cervantes considerado uno de los mayores escritores argentinos que agitó el avispero del género fantástico con La invención de Morel, las luces y sombras sobre su obra juegan una pulseada en la que se podría proclamar un “empate técnico”, más allá de que no se lo lea con la misma pasión que hace unos años y ahora quizá se perciban hilachas que incomodan, restan en vez de sumar. En 2006, cuando apareció lo que se consideró el acontecimiento literario del año, su Borges, diario de 1600 páginas donde registró las conversaciones que mantuvo con el autor de El aleph, A.B.C. consignó en una entrada de octubre de 1952: “(Borges) me asegura que es indispensable destruir todos los papeles porque el día menos pensado uno desaparece y los amigos le publican esas grietas y esos estigmas”. Pero el benjamín de “Georgie” desoyó el perspicaz consejo, y esos papeles imantan una malicia desmesurada, cuando no un resentimiento consumado, escasamente apto para las vísceras de muchos de sus lectores contemporáneos.

Aquelarre literario

Aunque las ensoñaciones juveniles de este escritor que asumía que fue un “pésimo alumno” eran deportivas –de joven jugó fútbol, rugby y tenis–, como muchos otros escritores, A.B.C. (nacido en una familia acomodada de Buenos Aires el 15 de septiembre de 1914) funda el mito de su escritura en el desamor. La culpa la tuvo una chica que no lo registraba, traspié iniciático en el currículum de un seductor que no dejaba títere con cabeza. El 15 de septiembre de 1982 anotaba en su diario: “Cumplo mi 68 aniversario escribiendo y acostándome con mujeres como siempre. Como hace 54 años por lo menos”. Bajo el fervor de esa temprana adolescencia quiso escribir Corazón de payaso, pero la voluntad no le dio una mano para paliar las angustias que padecía por la indiferencia de esa muchacha. A los catorce años llegó la hora de una historia fantástica y policial, Vanidad o Una aventura terrorífica, definida por el autor como “muy tonta”, sin haber leído libros del género. Supo que debía entrenar, leer y escribir más, aunque los libros que garabateara fueran erráticos.

Pocos escritores se obstinaron tanto en impedir que sus primeros libros, ese embrión de su obra que hasta 1940 calificó como “horrible”, continuaran circulando como Bioy. Mejor arrepentirse a tiempo y erigirse en una suerte de recalcitrante autocensor que estar mascullando toda la vida contra esos arrebatos, o pasos en falso, que podían mancillar el buen nombre que aspiraba a ganarse. De los cinco o seis primeros, algunos publicados en secreto, otros bajo seudónimo, apenas sobreviven sus nombres en prólogos, notas bibliográficas o entrevistas. Prólogo (1929); 17 disparos contra lo porvenir, firmado como Martín Sacastrú (1933); Caos (1934); La Nueva Tormenta, 1935; La estatua casera (1936) y Deseo Final son los textos condenados al olvido en el prólogo a La trama celeste. “No les cabe otra justificación que la puramente autobiográfica de haber constituido una suerte de curso de aprendizaje del autor, a costa, Dios me perdone, de los lectores; de la Trama en adelante no eludiré la responsabilidad”, afirmaba.

El sufrimiento fantástico

La obra de la que Bioy comienza a ser responsable se origina en el sueño y las angustias del hombre y la mujer contemporáneos. Le interesan el problema de la identidad e individualidad de la persona; la invención de maquinarias fantásticas; especular con la muerte o la transustanciación del alma así como con el amor o la vida sensorial de los humanos. Sus cuentos y novelas buscan penetrar en una realidad, si no mágica, más allá de la experiencia cotidiana, pero que resuelva las limitaciones rutinarias de la vida. No era ajeno al tópico de la desdichada. Al contrario, intuía que un novelista o un cuentista es un antropófago que se come a sí mismo. La metempsicosis y la unión de las almas serán obsesiones que abundarán en sus mejores páginas. En el perímetro de su narrativa, A.B.C. recurre al agotamiento de espacios como recurso para hundirse en intuiciones y situaciones que evoquen en el hombre una memoria perdida más allá del sueño, más allá de la vida misma. Aunque abominara de su primera etapa, los méritos de los relatos de Luis Greve, muerto (1937) fueron subrayados por Borges, cuando afirmaba que los cuentos de Bioy “pueden o no agradar, pero su rigor y su lucidez, su premeditación y su arquitectura son indudables”. Enrique Pezzoni encontró en un relato de ese libro, “Los novios en tarjetas postales”, el antecedente directo de La invención de Morel (1940): “Como aquella muchacha enamorada del novio captado en las fotografías, el fugitivo resuelve un modo de unión con la amada inasible”. Aventura del hombre perseguido y solitario que busca la inmortalidad, el aparato de Morel era capaz de filmar las imágenes de la persona, recuperarlas para el campo de percepción de un observador como el náufrago, aunque destruyeran a la persona que registraba. Si conservaba las almas, las condenaba a un círculo infernal de repeticiones e inmovilidad semejante al castigo de Fausto en “Las vísperas de Fausto”, de Historia Prodigiosa (1956), que espera el momento que su alma le será arrancada para huir al pasado y repetir, nuevamente, representar –decía Bioy–, “su vida de soberbia, de perdición y de terrores”.

La perfección extrema

Abelardo Castillo condensó en un par de líneas contundentes, donde conjuga elogios y cuestionamientos, el abecé de su lectura de Bioy. “Quiso imitar La isla del doctor Moreau y escribió La invención de Morel, una novela superior a casi cualquiera que haya escrito Wells. El mismo reconoció haber publicado un poco de más. Alguno de sus mejores cuentos –“La trama celeste”, “El atajo”, “En memoria de Paulina”– andan parejos con los más espléndidos de Cortázar. Su mayor defecto era desdeñar a Quiroga, a quien, como Borges, confundía con el mal Kipling. Su mayor virtud, la cortesía. Su error, ya irremediable, es haber escrito un “Diario”. Las tramas matemáticamente concebidas por A.B.C. recuerdan las de un policial donde todo está ajustado con perfección extrema. Borges, consciente de lo abrumadora que puede resultar esa precisión, advertía sobre los peligros inherentes: la novela puede convertirse en algo mecánico. Esa perfección que abomina de las costuras, las puntadas gruesas o, si se quiere, cierta mugre, es un boomerang que consigue el efecto contrario: se torna insufrible, o mejor, insoportable.

Cuando publicó Plan de evasión (1945), una crítica de Ernesto Sabato en Sur auguraba: “Bioy Casares es sentimental y romántico aunque lucha por ocultarlo (y está muy bien); sus novelas se acercarán cada vez más a la condición humana, sus invenciones se mezclarán cada vez más con las miserias y esperanzas de estos pobres seres que viven y sufren en un mundo terrible”. Más allá del vaticinio, la relación entre los únicos premios Cervantes argentinos, según confirmó Bioy, “nunca fue del todo espontánea”. Comenzó a deteriorarse cuando A.B.C. le devolvió El túnel (“Sabato venía dispuesto a recibir elogios”), “un librito plagado de errores de composición, que no podían corregirse y con las páginas garabateadas de elementales correcciones en rojo: de palabras, de sintaxis...”. Aunque decía que escribir le costaba trabajo, publicó mucho: La trama celeste (1948), El sueño de los héroes (1954), Historia prodigiosa (1956), Guirnalda con amores (1959), Diario de la guerra del cerdo (1969), Dormir al sol (1973), Historias de desaforadas (1986), Una muñeca rusa (1991), Un campeón desparejo (1993) y De un mundo a otro (1998), entre otros.

A esta obra hay que añadir la colaboración con Borges, a quien conoció en un almuerzo en la casa de Victoria Ocampo, punto de encuentro de la modernidad artística y literaria. Juntos fundaron, en 1936, la revista Destiempo, en la que se plasmó el anhelo de sustraerse a las modas; tradujeron una serie de antologías temáticas, dos de ellas destinadas a la posteridad: la Antología de la literatura fantástica (1940), en la que participó su mujer, Silvina Ocampo (con quien escribiría el policial Los que aman, odian) y Los mejores cuentos policiales (1943). A Seis problemas para Isidro Parodi (1943), primera novela sobre un extraño holandés, el doctor Praetorius, director de un colegio que aplica métodos “hedonistas”, se sumarían Dos fantasías memorables (1946), la nouvelle Un modelo para la muerte (1946), Los orilleros (1955), Crónicas de Bustos Domecq (1967) y Nuevos cuentos de Bustos Domecq (1977). Cuando pensaba en Bustos Domecq, Borges se refería a un “tercer hombre” con sus propios gustos, fantasías y estilo; aunque sus progenitores le reprochaban su vulgaridad barroca, su humorismo intolerable. Por esa autonomía del personaje, Bioy explicaba el final del dúo: “Creamos este personaje, y mientras lo pudimos gobernar, seguimos con él. Después se tornó ingobernable y dejamos de escribir esas cosas”.

Una sombra ya pronto serás

“El tema de Bioy Casares –analizó el mexicano Octavio Paz–, no es cósmico, sino metafísico; el cuerpo es imaginario y obedecemos a la teoría de un fantasma. El amor es una percepción privilegiada, la más total y lúcida, no sólo de la irrealidad del mundo, sino de la nuestra: corremos tras sombras, pero nosotros también somos sombras.” La felicidad se resquebraja en el fondo de la narrativa de A.B.C.; los personajes, desgarrados, exhiben el inventario de sus miserias. Por ser corajudo en El Sueño de los Héroes, Gauna perderá el amor y la vida. Lucio Bordenave, el inocuo relojero de Dormir al sol, habitará el cuerpo de un perro por su incapacidad para una vida distinta. Los prisioneros de Plan de evasión llegan a un infierno más intenso en su extraña belleza y originalidad que el de un esquizofrénico y sus percepciones. El náufrago de La invención... se conforma con la ilusión del amor pagando el precio de su carne.

A.B.C. señaló que para soportar la historia contemporánea lo mejor era escribirla. “Con la vida tal vez pasa algo así. Si no tuviéramos el consuelo de comentarla, la vida sería más dura. Los comentadores tenemos esa suerte de ocupar nuestro pensamiento, que con la imaginación, la crítica, la ironía y el patetismo nos da siempre otros jardines para pasear y estar tranquilos.” La Legión de Honor, junto al Premio Cervantes, concedido en 1990, fueron las dos mayores distinciones que obtuvo Bioy. En su diario apuntó: “Ayer, cuando leí el telegrama del embajador francés (...), me sentí sorprendido, contento, un tanto conmovido. No parece poco el hecho de que Francia lo haya notado a uno... Es claro que en todos los países del mundo, año tras año, se notan a unos cuantos varones oscuros”.

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Como muchos otros escritores, Adolfo Bioy Casares fundó el mito de su escritura en el desamor.
Imagen: Télam
 
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