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Viernes, 4 de septiembre de 2009

LITERATURA › ENTREVISTA A LA ESCRITORA CHILENA CARLA GUELFENBEIN

Crónica del niño que sabía demasiado

En su tercera novela, El resto es silencio, la autora explora los frágiles cimientos de una familia contemporánea acosada por la incomunicación. Guelfenbein adopta la voz de Tommy, de 12 años, un chico obligado a crecer a partir de su aislamiento.

 Por Silvina Friera

La “señorita vocabulario” habla con la urgencia de quien teme que las palabras se desintegren; las agita con una entonación que devora los murmullos del hotel, las combina con el zarandeo de sus extensas pestañas y las empuja por el trampolín de sus piernas de bailarina que almacenan en la memoria muscular la elegancia de la danza clásica. La escritora Carla Guelfenbein protagonizó a los 17 años, involuntariamente, como muchos de sus compatriotas chilenos, una película de terror dirigida por Augusto Pinochet. Se vio obligada a exiliarse en Londres, donde estudió Biología. Allí anduvo con ratones en sus bolsillos y se ganó el mote de miss chilean disaster por sus fallidos experimentos. Allí, también, logró capitalizar literariamente la soledad y el aislamiento. En El resto es silencio (Planeta) explora los frágiles cimientos de una familia contemporánea acosada por la incomunicación. Como ha dicho el “amigo Tolstoi”, citado por uno de los personajes, “las felicidades son todas aburridas; en cambio, los infortunios los hay de mil tipos”. Tommy, un niño de doce años pero con un cuerpo de ocho, afectado por un tipo raro de enfermedad cardíaca llamada izquierdo hipoplásico, graba las conversaciones de los adultos, escondido debajo de una mesa, con la esperanza de rellenar los agujeros negros de su identidad, amputada por las mentiras de su padre, un prestigioso cirujano empeñado en ocultar que su primera mujer se suicidó. Este pater familias construye junto con su segunda mujer, Alma, una ficción que se desmorona. La mascarada de armonía se agrieta a medida que ese niño avanza en la investigación de la vida de su madre y burla el cerco del engaño orquestado por su padre.

Articulada a través de tres voces –la del niño, la del padre y la de su segunda mujer–, Guelfenbein recuerda que la primera imagen que tuvo de esta novela, que le demandó tres años de intensa escritura, fue la de un niño escondido debajo de una mesa que graba las conversaciones de los adultos. “Un escritor debe sumergirse profundamente en los personajes. Me interesa mucho poder brincar de un mundo a otro, de una voz a otra, y no quedarme anquilosada en mi propia voz”, dice la escritora chilena en la entrevista con Página/12. “Cuando apareció la imagen de ese niño, me di cuenta de que tenía una historia para contar. A Tommy lo fui construyendo de mil formas, pero la principal fue encontrarme con la niña que fui. Fue un proceso de introspección en el cual no me propuse rescatar anécdotas, porque no hay nada que le haya ocurrido a Tommy que me haya pasado a mí, pero intenté recuperar sensaciones, miradas.”

–La sensación de ser un bicho raro que tiene Tommy, ¿la pirateó del imaginario de su infancia?

–Sí, totalmente. Mi familia era muy intelectual: mi madre era profesora de Filosofía; mi padre, arquitecto. A mí me fascinaba leer y escribir, me decían la “señorita vocabulario”, burlándose un poco de mí. Sentí esa diferencia, que no era ni buena ni mala, de vivir en un mundo que no es muy diferente del que habita Tommy. No tuve ninguna enfermedad como el personaje; era una niñita común y corriente que corría y saltaba, pero había algo que me separaba del mundo. Este es el sustrato de donde surge mi escritura, ese sentimiento básico de soledad que se hizo mucho más fuerte cuando salí al exilio a los 17 años. Siempre he tenido esa sensación de estar apartada por una membrana muy invisible, aunque no he llegado a estar tan aislada como el personaje de esta novela.

–¿Qué desafío tuvo que afrontar a la hora de escribir desde la voz de un niño que “sabe demasiado”?

–Los niños habitan un mundo vastísimo y calidoscópico, donde no existe el imposible. Muchos lectores me dicen que ese niño es increíble, pero así son los niños hoy. El mundo del niño ha sido siempre vasto, en la Edad Media y ahora que tienen las nuevas tecnologías al alcance de la mano. Lo que nosotros hacemos como adultos es ir cercenando ese mundo para que puedan adaptarse a las sociedades en las que vivimos. Para escribir desde la voz de Tommy me metí en la conciencia de un niño que cree que todo es posible.

–En la novela se desliza una crítica muy fuerte a la educación. ¿Las instituciones educativas son ámbitos donde se domestican las inquietudes?

–Sí, hay una gran crítica a la educación, pero desde la percepción de la diferencia. Este niño es diferente y no es aceptado. Y no solamente no es aceptado, sino que es abusado por su diferencia. A medida que el lector va descubriendo a Tommy, lo va queriendo mucho y se va dando cuenta de la inteligencia y la lucidez del personaje. Bajo la apariencia de un niño taciturno que podría producir rechazo, Tommy se revela como un ser muy bello. No sólo hay que aceptar la diferencia, hay que querer la diferencia.

–La paradoja que plantea en El resto es silencio es que, a pesar de que creemos estar más comunicados, vivimos más aislados y solos. ¿Cómo explica esta incongruencia?

–Creemos que tenemos cierta cantidad de amigos porque en el Facebook nos escriben “jajajá, hola, ¿cómo estás?”. Pero es pura ilusión; nos quedamos tranquilos, convencidos de que estamos comunicados, de que tenemos relaciones con las demás personas, aunque finalmente no hay nada. Las nuevas tecnologías llenan un vacío, pero a nivel de la superficie. Debajo hay un pozo que está completamente vacío.

–¿Qué pasa con las palabras cuando se vive con la ilusión de estar comunicados?

–Mira, si tú me preguntas de qué se trata finalmente la novela, te diría que del silencio y la palabra. Así como el silencio tiene dos caras, las palabras también. Tú puedes usar las palabras para erigir muros tras los cuales te ocultas. Paul Auster explora esta cuestión de las dos caras de la palabra y por eso me interesa tanto su literatura. La otra cara es la palabra real, la que se aleja completamente del cliché para conectarse con el otro. La palabra tiene un símil en el silencio porque, como dice Tommy, hay dos tipos de silencio: el silencio blanco, el que nos acerca; y el silencio negro, que nos aleja y no nos permite llegar al otro. La mentira y el ocultamiento son parte del silencio. Una de las cosas que más me preocupa es construir personajes que no sean estereotipos: el padre malo, lacónico, encerrado en sí mismo. Este es un padre que tiene las mejores intenciones; cree que está haciendo lo mejor al ocultar el suicidio de la madre de Tommy para proteger a su hijo del dolor.

–¿A qué atribuye que el suicidio siga siendo un tema tabú?

–Una familia que no es capaz de otorgarle a un miembro una red protectora que le impida llegar al suicidio se la considera una familia que ha fallado. El padre oculta ese suicidio al punto de que saca de su casa todo lo que pertenecía a su ex mujer porque no quiere recordar el hecho de que no pudo salvarla. Tampoco se trata de echarle la culpa a la familia; estoy hablando de la percepción que se tiene cuando alguien se suicida. Un suicida recurrente, a pesar de que tenga cerca a la familia, finalmente lo logra. Pero la familia se queda, lógicamente, con culpa. Es humano tenerla, a pesar de que hayas hecho todo lo que tenías a tu alcance para evitarlo.

Guelfenbein se calla repentinamente, como si necesitara unos segundos de ese “silencio blanco” para apresar una idea a punto de esfumarse que quiere compartir con su interlocutora. En su novela no hay una versión edulcorada ni aséptica del ecosistema familiar. La escritora desmonta una a una las capas de barniz de una felicidad impostada para la foto del álbum familiar. “Hay una fusión entre la apariencia y el ser; en la medida en que aparentes ser de cierta manera, eres de esa manera. No es solamente un problema que tenga que ver con el otro. No es que abres la puerta de tu casa y pones cara de felicidad para los demás. Tú vives con cara de felicidad dentro de la casa para convencerte de que si te ves de esa manera eres feliz”, subraya la escritora, autora de las novelas El revés del alma y La mujer de mi vida. “Me encanta que la escritura sea un proceso orgánico en el que se va metiendo todo. Para que la novela tenga la textura de la vida, tiene que entrar la vida. Y como soy bien curiosa, mientras escribo se meten muchas cosas. Esto les aporta a mis novelas verosimilitud, un aire de realidad. Las novelas con personajes unidireccionales y maniqueístas no vibran, no laten.”

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Carla Guelfenbein debió exiliarse en Londres, junto a su familia, cuando tenía 17 años.
Imagen: Pablo Piovano
 
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