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Jueves, 3 de junio de 2010

LITERATURA › A LOS 80 AñOS, MURIó JUAN CARLOS BUSTRIAZO ORTIZ

Adiós al poeta errante de la pampa

Quería llegar al siglo de vida, pero el destino le jugó en contra. Bebedor de cuidado, personalísimo autor de infinidad de neologismos encantadores, Bustriazo Ortiz dejó una obra luminosa y varios inéditos que profundizan el misterio.

 Por Silvina Friera

Adónde vas, poeta nochernícola, de austera sal, de halo melancólico. Cómo suenan estos versos ahora que la muerte le tendió la emboscada final a Juan Carlos Bustriazo Ortiz, el martes por la tarde, en su casa de La Pampa, a los 80 años. No faltarán paisanos que “talvezmente” dirán, para agigantar más su leyenda post mortem, que lo vieron al “Penca”, “Juanllanca”, “Flamenco Bustriz” o el “Piedra Juan” –como lo llamaban sus amigos– alguna que otra madrugada deambulando por ahí con su linterna y el maletín en busca de esa inspiración –esquiva en los últimos tiempos– que decía que le bajaba del cielo y le permitía escribir “sin ningún error ortográfico”. También dirán, claro, que estaba con el mismo vaso de siempre con el que tomaba su vinito. Su record, según confesó, fue siete litros en un día. “Cuando tomo vino tinto, aunque esté solo, digo: ‘¡Yapai peñi!’, que significa ‘¡salud hermano’, en mapuche”, le gustaba contar al más grande poeta pampeano, con seis libros publicados –en los que brilla la oralidad del habla paisana, voces mapuches y criollas, raíces castizas, neologismos y arcaísmos– y más de setenta que aún permanecen inéditos, como para echar más leña al fuego del mito.

“Me gustaría ser recordado como una buena persona. Como un anciano de gran corazón”, decía Bustriazo Ortiz, cuyo anhelo era llegar a los 100 o 101 años. El poeta de los neologismos adictivos –“huesolita”, “azuladiosa”, “nidopájaro”, “ennostalgiado”, “sonorositos”, “briznanoche” y “piedrosita”, entre tantos otros– nació el 3 de diciembre de 1929 en Santa Rosa. “Me contó mamita que me quiso dar la teta y, claro, como yo era sietemesino, no tenía leche ella en las tetas, pobrecita. Había una señora que había tenido un bebé y ella me dio de mamar”, recordaba el poeta. A los 19 años ingresó a la policía como radiotelegrafista y comenzó su peregrinaje por el oeste pampeano. Nacía el mito del trovador errante –nómade en su territorio–, de peña en peña. En esa geografía honda y silenciosa, en esa especie de “desierto ennostalgiado”, se cifra buena parte de una obra original y deslumbrante, de la que se ha conocido, hasta ahora, Elegías de la piedra que canta (1969, reeditada por El suri porfiado), Aura de estilo (1970), Unca bermeja (1984), Los poemas puelches/Quetrales. Cantos del añorante (1991) y Libro del Ghenpín (2004). El resto de sus poemarios, cientos de papeles amarilleados por el tiempo, es un misterio, que ojalá, pronto, se pueda ir clareando con sucesivas ediciones.

“Mi obra poética me la dictó Dios”, subrayaba con una convicción inquebrantable. “Me dictó esa obra poema por poema, y yo escribía a máquina, sin ningún error de ortografía. Recuerdo que a mi finada madre, cuando nací, un anciano le dijo que yo iba a ser poeta. Y se fue. Siempre pensé que él era un anciano poeta. Andaba con un rollo de papeles en sus manos.” Apasionado por la arqueología, anduvo husmeando por los médanos de Santa Rosa en busca de restos indígenas. Recogía piedras –algunas, calculaba, tendrían entre 6000 y 7000 años–, restos de alfarería, puntas de flecha, y acopiaba esos tesoros en su habitación-museo. Su poesía tal vez pueda ser leída como una “arqueología existencial” que comunica desgarrando el lenguaje y recuperando los significados perdidos entre los velos de la literalidad. Pero a la excavación hacia el interior de sí mismo y de esa tierra se añade una tenacidad por crear. “He inventado muchas palabras, sí. Lo hice porque yo quería decir alguna cosa y no podía con las otras palabras existentes. Con el idioma hacía muchas cosas. Huesolita por ejemplo, es de hueso, solita. Delgadita, algo así”, explicaba el poeta.

Durante muchos años, Bustriazo Ortiz fue corrector y linotipista en el diario La Arena, donde forjó madrugadas inolvidables junto a creadores fundamentales de la cultura pampeana, como Julio Domínguez, Delfor Sombra y Edgar Morisoli, entre otros. Animó peñas emblemáticas como el “Temple del diablo”, donde se hizo famoso su personalísimo vaso para beber vino –con una costra tinta en su borde–, que se convirtió en una virtual extensión de su cuerpo. Muchos músicos, rendidos ante sus poemas, le pusieron melodías a esos textos que devinieron en clásicos del cancionero folclórico de la provincia. En esas noches endiabladas se fue gestando el gran bebedor que hasta podía dar cátedra. “Hubo una época que tomaba tanto, pero tanto, unos siete litros de alcohol por día, pero no me hacía mal nada. Después perdí esa facultad y cuando quise beber mucho me agarré una curda terrible. Dicen que yo tenía una técnica para no emborracharme, que al tomar vino lo ‘masticaba’ para que las papilas gustativas no se impregnaran con el alcohol. Eso dicen, pero yo no estoy seguro de eso”, comentaba el poeta, acaso intentando bajar los decibeles de un “mito maldito” que la oralidad sacaba de cauce. Mito que, más allá de lo anecdótico, también se podría rastrear en sus versos, “era mi vino como un pozo”, del tercer poema de Elegías de las piedras que canta, libro de fines de los años ’70, donde ya creaba un sistema poético que ha sido definido como “pampeano-surrealista, folclórico-universal”.

El juglar, el archimítico, el hacedor maniático, parafraseando sus versos, pagó con la salud los “excesos” alcohólicos. Cuando el cuerpo tiró la toalla, entró en un mutismo, prolongado durante cinco años, el tiempo que duró su internación en el hospital psiquiátrico pampeano Lucio Molas. “Cuando estuve internado en psiquiatría, la querida, entre comillas, doctora Rivarola Latini, con remedios, o qué sé yo con qué, me robó la inspiración, me destruyó la inspiración y ya no pude escribir más”, se quejaba hace unos años el poeta que coqueteó con la muerte cuando intentó cortarse las muñecas. Hechicero que tenía el poder de la piedra y el presagio, el caudal extraño y poderoso de su lenguaje, su acentuación y ritmos, tiene un magnetismo que apabulla: “Y aquí estoy yo, pensoso y descendiente,/junto a esta luz meralda que se mece,/ el juan azul, el carlos marilloso,/espiando aquí, dentrocullá, qué tonto./ Quién me dirá qué-buscas-en-lo-huyente?-,/la-cepa-o-ya-la-borra-de-tu-gente?/ Aquí estoy yo, racimo alabancioso./ Fantasmas, fantasmas menos, duermen/”.

“Soy un perfeccionista, quiero hacer las cosas bien”, afirmaba Bustriazo Ortiz. “Y todo lo que haga quiero hacerlo lo mejor que pueda. Nunca dije que fuera talentoso, siempre fui modesto, nunca fui un agrandado. Lo demás me lo decía la gente, pero yo nunca me lo creí. Siempre fui modesto y respetuoso. Cuando la gente me decía cosas, yo me preguntaba ¿será así? Eso sí: siempre soñé ganar el Premio Nobel de Literatura. ¡Creo que todavía estoy a tiempo!”

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“Me gustaría ser recordado como una buena persona. Como un anciano de gran corazón.”
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