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Lunes, 7 de enero de 2013

LITERATURA › CARLOS RíOS Y CUADERNO DE PRIPYAT, SU SEGUNDA NOVELA

“Durante años nos han educado en el olvido”

El escritor acompaña el itinerario de Malofienko, el hombre que vuelve al lugar donde nació, una ciudad devastada por el accidente nuclear de Chernobyl. Un protagonista con espíritu ruso (o ucraniano), que tiene “melancolía, tragedia y cierta violencia contenida”.

 Por Silvina Friera

Las partículas radiactivas de un mundo en ruinas, como suele decirse, desgarran. En el rostro de Malofienko, el hombre que vuelve al lugar donde nació, una ciudad fantasma devastada por el accidente nuclear de Chernobyl en abril de 1986, se enciende la decepción de quien imagina un regreso a toda orquesta. Tenía apenas meses cuando perdió a toda su familia. El propósito de ese viaje es hacer un documental, una reconstrucción acaso improbable en un ámbito donde las “capas incontables de saqueos transformaron la habitación –donde su madre lo escuchó gritar por primera vez– en un espacio simbólico”. En este itinerario imprevisible, emergen dos guías conectados con la rapiña y el tráfico de objetos varios, y una seguidilla de entrevistas y testimonios, como el de Oksana, poeta y “traductora de epitafios”, que acaso encuentra en una cita de Clarice Lispector la medida exacta de la despedida: “No sabré franquear el umbral de la muerte y dar el primer paso en la ausencia de mí...”. En Cuaderno de Pripyat (Entropía), segunda novela de Carlos Ríos, las versiones de poetas y niños ucranianos se acumulan y ensamblan en la tentativa de “abrir un mundo en otro mundo”.

El calor del mediodía provoca que lo que está fuera del radar inmediato de la mirada parezca más lejano todavía. Como si el exceso de luz anulara la vista panorámica. Hace cuatro años que Ríos decidió regresar, luego de vivir ocho años en Puebla (México). Apenas llegó publicó su primera novela, Manigua. Poco tiempo después empezó a dar talleres literarios en cárceles de la provincia de Buenos Aires. La historia de Cuaderno de Pripyat –cuenta en la entrevista con Páginal12– estaba “armada en mi cabeza”. Y sin embargo, hubo un trabajo de campo: miró muchos videos y fotos para dejarse llevar por esas imágenes en las que abunda la desolación post Chernobyl. “No me interesaba escribir una novela realista, aunque cada nombre tiene una referencia en algún jugador de fútbol, un escritor, un arquitecto, una actriz. Me interesaba que los nombres ucranianos fuesen como una caja de resonancia. Si uno va a buscar el origen de esos sonidos, a veces se va a encontrar con que tienen un poco que ver con la novela. Pero otras, no”, subraya el narrador y poeta.

–En uno de los testimonios que aparece en la novela se plantea que nunca se puede volver, que el intento de regresar geográficamente en realidad esconde la intención de volver a un tiempo, lo que es imposible. ¿Malofienko escribe para volver al tiempo porque sólo la literatura le permite esta empresa?

–Ahí se instala una paradoja, porque Malofienko vuelve a un lugar del que supuestamente se fue siendo un bebé. ¿Qué memoria podría tener de un lugar donde solamente nació y no tuvo una infancia y no tiene un recuerdo sensorial? Cuando vuelve bajo la excusa de generar un documental, tiene que reinventar su vida. Tiene que reinventar una biografía pero en un espacio clausurado, vacío, obturado desde 1986 hasta la fecha por el desastre nuclear, por la explosión del reactor número cuatro. Tenés razón: es una tarea imposible volver, pero Malofienko sabe que tal vez no logre refutar la posibilidad de generarse una biografía. Y por eso lo intenta. Trabaja desde la creencia de que tiene que construir una biografía con lo que encuentra a su paso, con los restos de lo que sea.

–Esos restos, como se los llama en un momento en la novela, son de “mampostería verbal”, ¿no?

–Sí, son marcas, heridas, cicatrices que quedan en el territorio de una lengua. Malofienko indaga esa tensión que se produce en el momento en que uno piensa que se está comunicando con alguien pero la comunicación se interrumpe.

–Como poeta, Oksana dice que reivindica el lugar del “no integrado”. En esta perspectiva está implícita la creencia de que si no se integra puede observar mejor. ¿Le interesa, cuando escribe, adoptar esta posición del “no integrado”?

–Desde la perspectiva de Malofienko, hablar desde el lugar del “no integrado” es pedir que le hagan un lugar. El va a ese espacio desarticulado, donde cada cosa ya no es lo mismo sino algo diferente, porque busca la integración. Del otro lado de la moneda, el artista siempre está buscando desmarcarse. En ese sentido, coincido con lo que dice Oksana. Creo que la única forma de poder decir algo sobre la realidad inmediata es generar un sistema de desmarcaciones, que puede ser familiar, social, artístico... Mi sistema de desmarcaciones ha ido variando. En esta novela hay una tercera persona que narra la historia de Malofienko, mientras que en Manigua había una primera persona que estaba alternando con una tercera, pero el sujeto protagonista era el que contaba la historia. En cambio acá hay un narrador que instala la duda sobre un sujeto que posiblemente se llamaría Malofienko.

–Uno de los vasos comunicantes entre ambas novelas podría ser la cuestión de la familia. Malofienko es un huérfano que dice que si la familia está, molesta, y si ha dejado de existir, también molesta. Qué paradoja, ¿no?

–La falta de familia activa una búsqueda que permite establecer filiaciones. No sé si el deseo es encontrar finalmente una familia o hacer ese recorrido para crear filiaciones, que no necesariamente tiene que ser con personas; puede estar mediada por la cultura, por la música, por el ojo de una cámara. Lo que hace la familia, cuando está presente, todo eso es lo que tiene que hacer Malofienko al no tenerla. El tema de la familia se trabaja de maneras distintas en mis novelas. En Manigua queda la voz autorizada de un padre diciendo “vamos para allá”, pero en esta novela la ausencia es total. Malofienko, además, tiene una doble orfandad, esa orfandad de la cultura que lo ha dejado sin techo, a la intemperie; es un tipo que para sobrevivir tiene que granjearse una historia familiar y una cultura.

–¿Logra granjearse una cultura?

–Creo que queda en suspenso, porque importa más el recorrido que el resultado. En un momento se da cuenta de que haber hecho ese recorrido le permite sobrevivir. Ahora que lo pienso, tal vez termina más o menos parecido a Manigua..., en el sentido de que Apolon (en Manigua) decía que no iba solo, sino que estaban sus hermanos de aire que le pedían que continuara caminando. Algo así, ya ni me acuerdo (risas). Y acá también hay una especie de congregación mental de personajes que son los que ha ido entrevistando o con los que se ha ido cruzando o los que fue imaginando en sus cuadernos, personajes que tienen una biografía fuera de la novela, que existen, como Oksana, que es una poeta ucraniana. Todo ese grupo tiene un encuentro en la cabeza de Malofienko; serían sus “hermanos” que le permiten continuar.

–¿En qué lengua habla Malofienko? No parece pertenecer al mundo lingüístico de lo “ucraniano”, ¿no? Y más que hablar, escribe.

–No lo sé y no me interesaba definirlo en el territorio de la novela. Pero tiene un lenguaje hecho de muchas lenguas; tiene muchos registros y correspondencias con el español que se habla en Argentina, en México, incluso con alguna cadencia del portugués. A veces parece que habla una especie de lengua que estuviese fraguada en los medios de comunicación. Malofienko se las va arreglando de acuerdo con el interlocutor que le toca. Y tenés razón: no habla tanto; está escuchando o escribiendo.

–¿Tiene algo de eso que suele llamarse “espíritu ruso”?

–Sí, creo que tiene cierta melancolía, cierta tragedia y cierta violencia contenida.

—”Olvida para recordar” es una frase-idea que aparece hacia el final del recorrido. ¿Qué es lo que olvida Malofienko: el intento de escribir su biografía, el intento de construirse una identidad alternativa?

–En el caso de Malofienko, el “olvida para recordar” implica qué cosas debería olvidar para que aparezcan otros recuerdos que no aparecerían si no olvida ciertas cosas de su vida. Sabemos la importancia que tiene como sociedad tener una memoria histórica. Durante años nos han educado en el olvido; como sociedad tuvimos que revertir ese proceso. Me parece que gran parte de la política argentina hoy se resuelve en qué cosas debemos levantar y no olvidar nunca, qué cosas hay que recordar para no olvidar.

Cada gesto demanda ser leído con un significado nuevo. Ahora que da talleres literarios en la Unidad Penal N° 1 de La Plata cuatro veces por semana, algunos le preguntan si esa experiencia es motivadora, “como si la cárcel fuese un escenario productor de historias para llevar al territorio de la ficción”. No es este aspecto el que más le interesa a Ríos. “El objetivo más importante del taller es que los internos logren mejorar su expresión oral y escrita. Y que ensanchen el territorio de las palabras para tener un margen mayor –explica–. La mayoría ha tenido una experiencia traumática con la educación. Cuando han decidido o no dejar de concurrir a la escuela, no hubo nadie desde la familia, el barrio o la misma escuela que les dijera que la escuela es su lugar, que no se fueran. El taller interviene recuperando esos hilos que quedaron sueltos, atrayéndolos en la experiencia de la lectura y escritura.”

–¿Qué estrategias o anzuelos utiliza?

–El año pasado, con uno de los grupos con que estoy trabajando, empezamos a armar un diccionario. No es un diccionario de términos tumberos, es un diccionario con palabras que pueden surgir y que no entienden de algún poema que leemos, o de un artículo de un diario. La consigna siempre es la misma: cómo le explico a alguien que no sabe lo que es un perro qué es un perro. Contrariamente a cualquier diccionario que podamos usar de la lengua española, que es un diccionario que sustrae la experiencia en función de dar una definición lo más desprovista de la experiencia para que la pueda usar cualquier persona; el diccionario que están armando los internos es el diccionario de la experiencia.

–¿Escriben mucho?

–En el taller todos escriben, salvo que un día no tengan ganas. La escritura domina la escena: hay que escribir, hablar sobre lo que se escribe. Y leer. Entramos por una canción de León Gieco o un poema de Fabián Casas, o un cuento clásico de terror. Las entradas son muy diversas. A veces hay un acento más literario y otras más confesional, en el sentido de cómo contar la experiencia. Quizá cuesta mucho pensar en términos ficcionales. Se trata de una población que no ha leído mucha literatura. Quizá lo más “literario” que tienen a mano es la Biblia. Pero cuando detectan que la representación del mundo puede hacerse de otra manera, empiezan a utilizar esos recursos de representación para entrar en lo profundo de una experiencia. Y ahí es donde la literatura se activa y profundiza.

–¿La experiencia de dar estos talleres impactó de alguna manera en su escritura?

–Cuando entrás a trabajar en una cárcel, le ponés caras al encierro. Hasta ese entonces, no había ingresado a una cárcel. No tenía caras. Y cuando salgo, pienso en los que quedaron adentro, que tienen la libertad restringida y no pueden entrar y salir como yo. Aunque para entrar tengo que despojarme de mi documento, de mi celular, atravesar cuatro o cinco candados para poder trabajar en el taller con los alumnos. En la escritura va empezando a aparecer algo de esta experiencia, sin que me lo proponga. Acabo de terminar un libro de poemas, Unidad de traslado, donde el tema carcelario aparece muy mezclado con el sistema literario, como un sistema cerrado, un campo que funciona con sus propias reglas. No hay forma de dar talleres en una cárcel si no te interesa qué hacer con un sujeto que perdió la subjetividad y la capacidad de tener una vida...

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Carlos Ríos volvió a la Argentina después de haber vivido durante ocho años en Puebla, México.
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