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Sábado, 20 de junio de 2015

LITERATURA › PUBLICARON LA OBRA REUNIDA DE ARTURO CARRERA

“Yo creo que la poesía puede salvar al mundo”

Vigilámbulo es el título de los tres volúmenes que reúnen lo producido por el gran poeta nacido en Coronel Pringles a lo largo de cuarenta años y veinte libros. Carrera reivindica la trascendencia poética: “En la inmediatez de ciertos poemas se alcanza una luz”.

 Por Silvina Friera

El murmullo del poeta encandila la infancia del mundo con el inventario de un prodigio: el cuchicheo de sus tías sicilianas, las niñas-nietas, Olivia y Lucía, el abuelo “afantasmado fauno”, “la pena de nombrar”, “la alegría de visitar/ todo de nuevo”, la inocencia incontrolable, vocecitas que pican el compás de un ritmo... La sorpresa escondida en la sorpresa de cada uno de los poemas: “Soy el puentecito de juncos entre el tiempo/ y el dolor; la ignota lumbre de una exigua luz/ que la memoria involuntaria reclama./ El arte de la poesía vive donde vivimos; donde la vida cuidadosa identifica a los que amo”. Las páginas giran y crujen: “La palabra dispuesta en una cesta/ la primera manzana// No encuentro el color, la línea.// Eso que llamaron lenguaje del arte,/ hundió su risa ronca/ en la de un principiante”. Vigilámbulo (Adriana Hidalgo) es la última joyita de Arturo Carrera que da título a su obra reunida, veinte libros publicados en tres volúmenes –más de 1900 páginas y más de cuarenta años de escritura, desde el primero que publicó, Escrito con un nictógrafo (1972)– con un prólogo extraordinario de Sergio Chejfec, “El estribillo de la experiencia”, y edición al cuidado de Teresa Arijón.

Como se anticipa en el epígrafe, la palabra vigilámbulo viene del filósofo Gilles Deleuze: “sonámbulo que se pasea en estado de vigilia, afectado por un exceso de presencia; en un ‘estado intersticial entre el sueño y la vigilia, entre la vida y la muerte’”. Arturo cuenta a Página/12 que le interesa mucho el tema de la presencia y la ausencia. “Uno empieza a escribir justamente mortificado por la ausencia o seducido por la ausencia. Es a partir de la muerte de mi madre –Angelina Cavallaro– que puse el punto de arranque de mi vocación poética, aunque era muy pequeño. Y después de la muerte de mi padre empecé a escribir con una noción más certera de lo que quería hacer. Ese estado de vigilia lo he trabajado en Escrito con un nictógrafo, una vigilia muy extraña porque se mezclaba con el duelo de un familiar, el último que me quedaba, y ahí estaba puesto ese no querer perder una presencia más y a su vez buscar otras presencias que estaban ligadas a la poesía”. Olivia, una de las pequeñas nietas del poeta, entra al living, “diciendo sin decir, hablando sin hablar”, para citar unos versos de su abuelo. Olivia juega con su abuela –Chiquita Gramajo– a servir el café. “El abuelo está trabajando un poquito y después jugamos”, le dice Arturo. A Olivia le chispean los ojitos por la promesa lúdica.

–¿Por qué nunca se pierde la idea del juego en su poesía?

–Tampoco se pierde la idea de la felicidad. Juan L. Ortiz decía que el poeta es un ser peligroso porque busca la felicidad. Cuando escribí La partera canta y todos los libros que están vinculados al nacimiento de mis hijos, me di cuenta de que me interesaba la relación de la paternidad con los hijos. Me interesa esta remake que se produce cuando sos abuelo. Esa idea de no hablar y el nacimiento del habla me parecen fascinantes, y es el tema de la primera parte de Vigilámbulo.

–¿Cómo empezamos a hablar?

–En nuestro cerebrito llevamos como una especie de torre de Babel. De chiquitos podríamos hablar todas las lenguas que quisiéramos, antes de decidirnos por lo que se llama “lengua materna”. Yo hablé en el dialecto siciliano porque en mi casa en Pringles se hablaba. Pero luego la adopción de la lengua fue el español rioplatense. Y ahí hay un juego muy difícil, muy complejo, de muchas capas.

–Para complicar más el asunto también está la cuestión de cuál es la primera palabra que se dice, que no siempre es “mamá” o “papá”.

–Es cierto, en mi caso la primera palabra fue un insulto en dialecto siciliano. Durante mucho tiempo mis abuelos lucharon contra un médico que, según ellos, mal curó a mi madre, que murió de meningitis cuando yo tenía 17 meses. Un día ese médico vino a casa a verlos a mis abuelos y yo lo insulté. Le dije en dialecto siciliano algo así como “huevos peludos”, un insulto sexual... Mirá el efecto que produjo que ese médico se retiró de mi casa y no volvió nunca más. Entonces quedó esa anécdota. Mirá lo que me hacés contar (risas).

–Algo que llama la atención al leer su poesía reunida es que el poeta aparece como un ser en estado de vacilación. Un poema, a modo de ejemplo, está en “Las cuatro estaciones”: “Quizá la poesía sea eso: el registro de otros pasos,/ aquí, en Estación Vacía./ O el de una vacilación como la mía,/ ahora”. ¿Por qué aparece esta vacilación?

–Podemos citar a un gran poeta, Paul Valéry, que decía que la poesía es la vacilación entre el sonido y el sentido. Yo creo que en mi poesía está la idea de que el ritmo pese a veces sobre el sentido y el sentido sobre el ritmo. O sea que hay como esa doble constante. Me parece muy bueno que lo hayas captado. Y también hay una búsqueda de matiz entre sonido y sentido. Más que nunca creo que en mi obra se aplica esa definición de Valéry, esa vacilación entre sonido y sentido.

–¿Cómo trabaja la irrupción de las voces en el poema?

–A veces puede ser una cita que transcribo, pero casi siempre son voces que escucho o cosas que se pegan y que quedan registradas en mis libretitas y después se incorporan al poema. Todo esto de las voces empezó con mi libro El vespertillo de las parcas, donde empecé a tener como alucinaciones simples de voces que escuchaba de mi abuela materna contándome anécdotas y cosas de su infancia en Sicilia. Después surgieron las filastrocches, las canciones y trabalenguas de la infancia. Y pensé que esas voces debían incorporarse al poema en dialecto y me volví loco porque sólo tenía un diccionario de dialecto que tenía mi abuelo. Otras las consulté, les escribí a mis familiares en Sicilia y me mandaron algunas formas de cómo debía escribirlas. Cuando estuve en Sicilia la primera vez, les conté de las canciones que cantaba la abuela y ellas ya se las habían olvidado. Mis tías más viejitas no las registraban.

–¿Todo lo que escucha y anota puede entrar en un poema?

–No, no todo. Depende mucho de cómo se va desarrollando el poema; las voces entran respetando el fluido rítmico, que eso es lo que más atiendo, los espacios versiculares, el ritmo. Tengo una idea del ritmo que es que los intervalos no sean iguales, que sean diferentes. Hay variación y vacilación.

–Una decisión acertada de la edición de su poesía reunida es ir al revés de la cronología: del último libro al primero. Sirve para contrarrestar la idea de evolución y progreso, ¿no?

–No sólo eso, sino también la idea de que cuando somos jóvenes somos más vanguardistas. Me doy cuenta de que los jóvenes buscan mucho Escrito con un nictógrafo. Fue idea de Chejfec, él dice que la obra reunida plantea una relación problemática con la cronología... No sé si somos más vanguardistas cuando somos jóvenes; pero por los esfuerzos estilísticos que se propone, el poeta que recién empieza es como un pintor que empieza a pintar: tiene toda la paleta, todos los estilos, todos los colores. A medida que va pasando el tiempo, sucede lo que dice Henri Michaux: “Adormecido el torbellino, queda la joya”. Después de todo ese tumulto o queda la joya o no queda nada (risas). Me parece que se van aquietando las aguas, no por senectud, sino por un movimiento de trabajo del estilo mismo. Escribir un poema es una toma de decisión: dónde corto, qué hago, si hago intervenir estos diálogos o estas voces; hay todo un sistema de decisiones. Yo sentí un gran vacío de sentido con la aparición de la poesía reunida, como si no hubiera escrito nada, como si lo anterior no hubiese existido. Lo que veo es el libro por venir, un pequeño librito que uno ve brillar en la oscuridad o en el horizonte.

–Al final de uno de los poemas de “Fastos” aparece una voz entre comillas que afirma: “La inocencia/ es el arma que nos queda”. Uno de los temas que aparecen en su poesía es el de la inocencia como alegría...

–Sí. Esa frase pertenece a Soren Kierkegaard. Es la inocencia como felicidad, la dicha de no querer o no poder hacer el mal. La inocencia es no dañar, ¿no? Creo mucho en la dicha en la poesía o, como dice Yves Bonnefoy, en la tarea de esperanza que es la poesía. Yo creo que la poesía puede salvar al mundo, que en la inmediatez de ciertos poemas se alcanza una luz. Por eso la idea de infancia no es la infancia personal, sino la infancia del mundo, cuando uno descubre que hay en el universo que te rodea pura literatura, en el sentido de que todos son vocablos y letras para descifrar. Cuando los antiguos vieron el mundo como un alfabeto, creo que estaban tratando con algo que era muy cierto. Yo creo que el poeta busca achicar la brecha entre el origen y lo actual.

–Qué misión complicada, es una tarea condenada al fracaso...

–Sí, en el epílogo a Vigilámbulo, Ovidio García Valdés plantea que el artista sabe, en un solo movimiento, que triunfa en la medida que fracasa.

–¿Qué lecturas fueron formadoras en términos de abrir la oreja y la mirada?

–La oreja me la abrió mucho César Vallejo; con César Aira leíamos Trilce con fervor, aunque al principio no entendíamos nada. También un pintor, José Triano, un viejito y gran amigo del pueblo. Yo empecé haciendo una práctica en la pintura por esto de que mi madre era una pintora naïve. Y Triano me dio a leer a Oliverio Girondo. Pero creo que el poeta que más me motivó fue Juan L. Ortiz. Vladimir Holan fue un descubrimiento extraordinario. Guillermo Kuitca me dio a leer a Holan. Mi primera vocación fue ser pintor. Pinté hasta los 18 años, pero después dejé. Incluso hice una exposición en Pringles, muy motivado por Triano. Se me había dado por la pintura cubista; en ese momento me fascinaba Emilio Petorutti.

–¿Conserva los cuadros de su madre?

–De ella quedaron unas obras extraordinarias, pero otras fueron pintadas por mí encima (risas). Mi abuela me los daba para que usara las telas. O sea que se arruinaron...

–Además fue titiritero, ¿no?

–Sí, cuando tenía 12 años daba títeres en un orfanato y con mucho éxito. Fue muy hermosa esa experiencia porque tenía una vocación muy grande por ese mundo y conocí a Javier Villafañe cuando estuvo en Coronel Pringles. Entonces fui a verlo y él se dio cuenta de que estaba fascinado y me enseñó a hacer los distintos telones, cómo tenía que abrir el telón con una musiquita –muy despacito para crear un clima de misterio–, cómo tenía que mover el brazo y el guante para que diera la sensación de que el títere caminara y no sacarlo por abajo, salvo al diablo y a los fantasmas. Y después pasaron por Pringles otros titiriteros, los hermanos Di Mauro (Eduardo y Héctor). Fui un privilegiado de ver esas cosas en mi pueblo. Buscábamos el arte para no entristecernos porque Pringles era un pueblito muy triste por momentos. Mi padre se fue a trabajar al campo y yo me quedé con mis abuelitos y fue duro tener dos padres tan viejitos... Yo era el títere que hice reír a los abuelitos. Y tuve que soltarme de todo ese mundo.

–Hay un poema de Vigilámbulo en el que aparece el deseo de la poesía a los 7 años. ¿Ahí empezó todo?

–A veces miento, pero eso es verdadero (risas). El deseo de la poesía siempre es comunicación con el otro. Como la definió Georges Bataille, la poesía es lo cotidiano perdiéndose en lo extraño.

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Carrera suscribe la definición que hizo Georges Bataille de la poesía: “Es lo cotidiano perdiéndose en lo extraño”.
Imagen: Rafael Yohai
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