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Jueves, 19 de julio de 2007

LITERATURA › ENTREVISTA A CRISTIAN RODRIGUEZ

Astillas del horror

Escritor y psicoanalista, acaba de publicar Madrugada negra, Premio Biblioteca Nacional de Novela. Allí aborda de un modo poco convencional el rol del represor en la última dictadura militar.

 Por Silvina Friera

Miguel Arribeño, prisionero de su memoria, es un fantasma que se desplaza por la ciudad. Expulsado de todo afecto, puede verse a sí mismo irrumpiendo en una habitación miserable y oscura, gritando con un volumen ahogado y distante, “si hablás te boleteamos, gil, ya te tenemos junado”, quemando con cigarrillos el abdomen, la espalda, el cuello o la lengua de sus víctimas. Alcohólico que comenzó a beber atraído por la idea de alcanzar una cosmovisión que lo aplacara temporariamente, sueña con bolsas de arpillera y “trastocados cuerpos cayendo atados sobre la masa negra de petróleo del río huidizo”, piensa que siempre estuvo en la segunda línea, que se “trataba de recibir órdenes y ejecutarlas, aunque en el Olimpo nosotros ya recibíamos los huesos gastados y les terminábamos de sacar lustre”. Entre el alcohol, las drogas y los preparativos de un robo, vive aterrado; en el pasado, durante las sesiones de tortura, podía tirar de los testículos hinchados, morados y sangrantes de sus víctimas mientras decía: “Mierda, no sos nadie. No existís. Yo soy Dios”. En Madrugada negra (Adriana Hidalgo), Premio Biblioteca Nacional de Novela, el escritor y psicoanalista Cristian Rodríguez se ocupa de la figura del represor en breves e intensos capítulos, narrados en tercera persona, que enlazan y alternan el pasado con el presente de Arribeño.

Rodríguez cuenta que para narrar el horror, la política de la crueldad, decidió ubicarse en el lugar insoportable del torturador. “La literatura es asumir nuevos riesgos, entonces opté por instalarme en el lugar más difícil, el que más me paralizaba. Y tuve que construir recursos lingüísticos específicos para poder contar esta historia”, explica el escritor y psicoanalista en la entrevista con Página/12. “Utilicé el barroco como una modalidad porque quería extremar esa riqueza que tiene la lengua. La experiencia del terrorismo de Estado es también la experiencia del espejo roto, astillado. Por eso aparece este montaje tan particular: la narración deliberadamente no avanza y se detiene en una exacerbación de la imagen –plantea–. En cuanto a los recursos gramaticales, usé la perífrasis, las aliteraciones, la deconstrucción de la conjugación verbal y el uso del infinitivo. Son voces como la de los Ellos en El Eternauta, de Oesterheld, que en el plano del verbo no tienen sujeto, porque es el modo impersonal en que está construido el lenguaje castrense. La orden proviene de ningún lugar, la acción no se sostiene en ningún lugar, funciona automáticamente.”

El escritor Luis Gusmán, uno de los miembros del jurado, señala en la contratapa de Madrugada negra que “en esta novela se combinan la belleza y el horror con un delicado equilibrio. A través de una voz lírica, potente, y de un estilo absolutamente personal que no rehúye lo poético aun para las escenas más crudas, la historia nos va sumergiendo de manera inexorable en un mundo donde los sicarios de la última dictadura militar ejecutan sus crímenes”. Rodríguez aclara que su experiencia clínica y la literatura van por carriles independientes. “Si hubiera estado muy contaminado por las lecturas psicoanalíticas, no hubiera podido escribir esta novela”, admite.

–¿A qué tipos de referentes apeló para trabajar la figura del represor?

–El referente directo es el Nunca más. Entre los diez y los diecisiete años viví el Estado terrorista, que no solamente está ligado al paradigma de los desaparecidos o de los centros clandestinos de detención. Hay una continuidad construida alrededor del Estado terrorista, un mecanismo, un dispositivo de exterminio que es mucho más abarcador. Nuestras subjetividades están labradas de elementos cotidianos vinculados con los modos represivos sobre los ciudadanos, sobre el lazo y la estructura social. Pero también El Eternauta, de Oesterheld, es una referencia, un trabajo premonitorio con elementos simbólicos que me parecen muy precisos para pensar la problemática del horror, como la invasión de los Ellos; incluso hay una operación lingüística particular que es ese modo impersonal de narrar. Si tuviera que encontrar una relación de referencia muy fuerte, sería con los escritores alcohólicos como Malcolm Lowry o Fitzgerald, por la relación con la sustancia que tenían, porque escribieron obras en llamas y trataron la literatura como una sustancia que intoxica. Quizá en Madrugada negra intenté trabajar el texto como una sustancia.

–¿Por qué decidió ubicar al represor en el Olimpo?

–Es curioso, ¿no?, una de las calles del Olimpo es Ramón Falcón y ya sabemos quién fue Ramón Falcón, es el antecedente directo del represor y de cómo se va gestando una modalidad del exterminio. Es un sitio geográfico que está ligado a mis experiencias infantiles, porque ahí mismo, en esa manzana con una construcción bastante impactante, se escuchaban las voces. Después cada quien tiene la responsabilidad de reconstruir, al menos en el plano social, una versión. Es extraordinario el nivel de condensación que hay en el Olimpo, la referencia griega, ese lugar excelso, de capricho, pero excelso. En los testimonios del Nunca más muchos cuentan que los represores se creían dioses. Arribeño se encarga de robar historias, de arrasar con la historia cada vez que entra a la sala de tortura. Sólo tiene consistencia cuando tortura, después es un desecho social, un detritus.

–¿Por qué cuesta tanto abordar a la figura del represor?

–Pavlovsky hizo una de las críticas más sutiles a la figura del represor. Potestad es un acercamiento literario de una fuerza descomunal sobre la figura del represor. Es el modo más sutil de desenmascararlos. Pero todavía hay instancias que no hemos transitado. No han sido juzgados literalmente, y aun nuestra cotidianidad está construida en base a la propaganda represiva, encarnada en el decir de la gente, como la teoría de los dos demonios, el concepto peyorativo de la guerrilla o el “algo habrán hecho”, esa sospecha ilimitada y paranoica que es el modo más eficaz de producir la censura en lo social. Si uno sigue la historia argentina de los últimos años, lo que percibe es un fenómeno de retracción de lo público: cercar las plazas públicas es una operación represiva que tiene consenso social. Primero hay que deconstruir las operatorias de lo cotidiano para avanzar sobre la figura del represor y desenmascararla.

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Rodríguez narró la crueldad desde el lugar del torturador.
 
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