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Martes, 5 de agosto de 2008

CINE › GUILLERMO DEL TORO HABLA DE SUS INFLUENCIAS ARTíSTICAS Y PARANORMALES

“La belleza del conocimiento humano es que cabe de todo”

El director mexicano, que triunfó con El laberinto del fauno, regresa con Hellboy II y aprovecha para hablar de las fantasías que le dan energía, incluidas experiencias inquietantes, como haber escuchado a un fantasma o haber visto un ovni.

 Por Rafael Ruiz *

Desde Londres

Tras arrasar con El laberinto del fauno (tres Oscar, selección oficial en Cannes) y ganar prestigio como productor con El orfanato, de J.A. Bayona (siete premios Goya de la Academia del Cine Español), el mexicano Guillermo del Toro regresa con Hellboy II, continuación de su trepidante adaptación de este personaje de comic creado por Mike Mignola, la historia de un demonio con debilidades y corazón. El se toma su status, como tantas cosas, con una mezcla de fantasía y sentido del humor, rematada por una media risita: “Hay ese dicho tan mítico que recuerda que es más fácil recuperarse de un fracaso que de un triunfo. Es verdad, infinitamente más fácil... Pues con un triunfo habrá amplias oportunidades para cagarla”.

–¿Qué le atrae de este diablillo?

–De Hellboy me gusta que es un tipo común y corriente, de andar por casa, pero en un trabajo realmente extraordinario. Es un tipo que no tiene idea de lo especial que es su trabajo, que reacciona como cualquier otro profesional, trabaja un poco a regañadientes, no es el superhéroe imbuido del sueño americano, que lucha por la justicia, que no comete errores y es siempre recto. Este es un poco tonto, de muy buen corazón, un poco una bestia noble, que comete errores frecuentemente. Su técnica es poco sofisticada. Me encanta la idea de un tipo así.

–Hellboy I terminaba con una frase lapidaria: “¿Qué hace realmente hombre a un hombre? Las decisiones. No es cómo uno empieza sino cómo termina”. ¿Qué quería decir?

–Como ex católico, me planteé mi fascinación por la idea de dónde está el alma. Y, bueno, creo que el asiento del alma es el libre albedrío. Lo que hace humano al humano es la decisión. Cuando decimos “no tuve otra opción” es una gran mentira, excepto si son circunstancias exclusivamente del mundo físico; si no, creo que siempre hay alguna opción.

–¿Se define usted como ex católico?

–Fui muy católico. Pero la pubertad y las experiencias trágicas que vives en la calle en México te hacen pensar...

–Religión y ciencia marcan tramas en sus películas. ¿Cómo encaja la ciencia en su vida? ¿Le da miedo hasta dónde pueden llegar los avances o le dan seguridad? ¿Lo inquietan o le dan confianza?

–Me dan miedo todos los absolutos. Creo que la belleza del conocimiento humano es que es interdisciplinario, que hay un momento en que la música, las matemáticas, la poesía se mezclan, hay un momento en que las ecuaciones pueden tener una estética poética y la ciencia puede sonar como concepto religioso, sonar como magia. Cuando hay alguien fundamentalista que defiende sólo una bandera, me da un poco de miedo. La belleza del conocimiento humano es que cabe todo. Hay gente que dice que en El laberinto del fauno la fantasía vale más que la realidad; no lo creo. La fantasía es la única herramienta que la niña tiene para entender su realidad. Yo de ninguna manera digo que la imaginación es la fuerza suprema del universo; de la misma manera, la ciencia es fascinante, pero no puede ser un absoluto.

–¿Cree en los fenómenos paranormales?

–Yo sí creo, pero porque los he experimentado alguna vez. Me definiría como un escéptico, pero me han pasado cosas... En su momento, de joven, con un amigo, por una carretera de México, hemos visto lo que creemos muy a ciencia cierta que era un ovni, por cómo se movía, cómo se acercó a nosotros, por el tamaño que tenía, por la forma, cómo se movió de manera no lineal en el cielo, al punto de que estaba lejos y, de repente, en un abrir y cerrar de ojos, a sólo tres kilómetros de nosotros. La forma era la tradicional y aburridísima de dos platos invertidos con luz, uno encima del otro. Lo vimos algunos minutos. Pero es que éramos unos inconscientes; paramos, usamos el claxon, echamos las luces, y aquello de repente se movió. Cuando se acercó, nos cagamos de miedo, nos subimos al auto y aceleramos todo lo que pudimos, volteaba yo hacia atrás y ahí estaba, siguiéndonos. Los dos vimos absolutamente lo mismo.

–¿Y no se habían excedido con el tequila o los peyotes?

–La gente cree que uno porque hace esto es un crédulo total. Yo no, yo me defino como un escéptico convencido. Sé que tiene que existir una explicación profundamente aburrida y científica para todo esto. Yo vi un ovni. Eso es así. Y no habíamos bebido absolutamente nada. Sí, sé que he visto cosas raras... También oí un fantasma cuando era yo chiquilín. Tenía unos 12 años y oí la voz de un tío muerto, un hermano de mi madre, lo oí suspirar. Cuando éramos chicos vimos a mi madre desdoblarse astralmente. Son cosas muy bizarras, que vienen de vivir en México, yo creo. Otra cosa que presencié, experimenté, comprobé en su momento, fue que la niña de mi primera película, Cronos, podía ver a través de las manos, con los ojos vendados; podía ver a través de las paredes. Ella me dijo que lo hacía, y yo, siendo un escéptico, cogí y le hice una prueba absolutamente brutal. Yo vivía en Guadalajara, ella en el DF. Quedé en que la siguiente vez que nos viéramos para una sesión de trabajo yo traería algo que ella procedería a leer con las manos. En Guadalajara tenía revistas de mil novecientos treinta y tantos, de una revista que se llamaba Cuentos Asombrosos, metí un número en un portafolios, lo cerré, puse la combinación, estaba en Guadalajara, viajé en el avión; nadie, ni mi mujer, ni mi madre, ni nadie, supo qué revista había metido, llegué a la oficina, vendé a la niña, me fui a la oficina de al lado, cerré la puerta, cerré las ventanas, bajé las persianas, golpeé en la pared, la niña puso sus manos al otro lado, en la pared de la otra oficina, saqué la revista, no había nadie en la oficina conmigo, devolví la revista al portafolio, volví a poner la combinación, pasé a la habitación de al lado... Y la niña me dijo exactamente cuál era la portada.

–No se sabe mucho de usted. Está casado, tiene dos hijas, de 6 y 12 años. Pero, ¿dónde vive?

–Vivía en Austin (Estados Unidos) hasta hace poco. Pero en los últimos cuatro años no he vivido en un solo lugar fijo. Estuve en Madrid dos años, cerca del Retiro. Pero el último año y medio, en Budapest. Ahora me voy tres años o cuatro a Nueva Zelanda para hacer El Hobbit. Tengo ganas de hacer el libro de Tolkien, que me quedaba muy cercano al corazón cuando tenía 11 años. También he vivido en Los Angeles; y en Praga, donde rodamos Hellboy.

–¿Y no le gustaría asentarse?

–Me encantaría. Pero creo que es difícil porque el género que me gusta requiere recursos técnicos y económicos que me obligan a moverme. Cuando veo a Almodóvar o a Alex de la Iglesia, que tienen el lujo de rodar y volver a casa esa noche, siento envidia. Pero no puedo descansar entre película y película; siempre que termino una, ya trato de encadenarla con la siguiente. Porque entre Cronos y Mimic, y entre Mimic y El espinazo del diablo pasaron cuatro y cuatro años...

–¿Y su familia va de un lado para otro con usted?

–Viajan conmigo. Sabemos perfectamente que, si no viajamos juntos, es absolutamente letal. Las niñas están en crecimiento. Si las dejas de ver un mes, cambian enormemente. Después de El laberinto... asumimos completamente que somos una familia de cirqueros.

–¿Y México? ¿Dónde queda en sus viajes y en su corazón? ¿Va mucho?

–Cuando puedo. Desde el secuestro de mi padre, menos. Estuvo secuestrado 72 días. Porque existe el lamentable error de creer que los directores ganamos un porcentaje importante de nuestras películas, que lamentablemente no es verdad. Me gustaría que lo fuera para tener, por ejemplo, un puto apartamento en París. Pero existe ese mito, y es un mito muy peligroso. Voy con cuidado, menos de lo que quisiera. La realidad es que si yo no tuviera hijos, iría más. Con las niñas, tengo un compromiso de existencia mucho más fuerte.

–¿Cómo ve su país?

–Las superestructuras de México están en un nivel de corrupción que resulta prácticamente imparable. Es un vórtice, y creo que estamos en el centro del vórtice. En tanto que un gobierno favorece a las clases privilegiadas y a los medios de comunicación, puede tener una imagen exterior mejor. Es impresionante; cuando se habla de una crisis social o económica en un país siempre hay una proporción. Pero lo que hay en México ahorita es una descomposición social, exactamente idéntica al proceso de putrefacción de las estructuras sociales. Por ejemplo, lo que sucede en Ciudad Juárez con los asesinatos de mujeres. Hay momentos en que se siente la vida un poco como en el Lejano Oeste. Aunque es verdad que es un país donde hay mucha muerte, porque hay muchísima vida, aunque suene a cliché. Se vive mucho y se muere mucho. Es pura pasión. Pero he descubierto un país aún mucho más apasionado, Brasil. Al lado de Brasil, México es Suiza. Yo creo que todas las grandes estructuras son corruptas y horripilantes, la legal, la Iglesia, la del ejército. A mí me apasiona México y tengo la sensación de que me voy a morir sin contar las historias que tengo de México, pero...

–¿Tiene miedo?

–Lamento, no me arrepentiré, pero lamento que haya películas que me hubiera gustado filmar en México, no las que he hecho sino otras, contar historias. Y creo que no voy a poder, porque mis circunstancias no me lo permiten, no me permiten existir de manera cotidiana en una atmósfera de rodaje donde diariamente se publica a qué hora voy a salir de mi casa, en qué coche voy, a qué hora vuelvo, cosas que están en las hojas de llamado de una película... Sería una imprudencia mayúscula.

–Los niños son muy importantes en sus películas, en las que escribe y dirige, también en las que produce. Además suelen estar bastante solos y sufrir mucho. Ahí está El laberinto del fauno, El espinazo del diablo o El orfanato.

–El semillero de toda la mitología está en la infancia. La mayoría de los mitos se forja en la infancia, si hablas de Borges, de Hitchcock...

–¿En su caso?

–Yo digo en broma que he pasado 36 años tratando de recuperarme de los primeros siete. Siempre pudo ser peor. Me llevaba bien con mis padres, pero estuvieron muy ausentes en mi infancia. Criado en casa de mi abuela, en un instituto jesuita, muy católico, físicamente en riñas todo el tiempo... Cuando eres un rubiecito de clase media en México te la tienes que liar a hostias continuamente, automáticamente tienes que demostrar que no eres un niñato.

–¿Por qué es usted un rubito de ojos azules?

–Mi padre es de un pueblo de México donde hubo bastante alegría por parte de los alemanes e irlandeses, está claro. Mi bisabuelo por parte de madre es irlandés. Hay esa herencia.

–Y la tenía que defender continuamente...

–Sí (ríe). Y estaba el miedo al infierno que te viene con la vertiente mexicana de la educación católica. Toda mi educación fue con los jesuitas. Mi primaria fue de esas de la letra con sangre entra; cada profesor tenía una vara de madera y te podía dar en los nudillos o en las palmas, o directamente en el culo. Había personajes sádicos, totalmente buñuelescos, en esas escuelas. No era escuela mixta sino sólo para niños, y eran escuelas muy violentas. Yo vi niños apuñalarse con los compases o darse en la cabeza con una madera con un clavo, nos rompíamos los dientes, literalmente.

–¿Pero no llegó a estar interno?

–No, pero siempre hubo esa amenaza. El miedo al internado era tremendo; yo me salvé por milagro, porque en algunas asignaturas era muy bueno, en artes, en literatura, historia.

–Por lo menos, supongo que tuvo una buena educación, en cuanto a administración de conocimientos...

–En mi caso, el conocimiento inútil en mi vida ha sido lo más útil: saber quién era Christopher Lee, Peter Cushing, James Whale, Lovecraft.

–Usted ha dicho que los adultos suelen perder la capacidad de imaginación, la fantasía. Está claro que no es su caso.

–Yo tengo la misma avidez cultural a los 43 que a los 8 o 9. Aunque todavía tengo ese viejo sueño de crisis de la edad mediana, de querer ir al Tibet, mis intereses varían poco; sigo igualmente interesado en la alquimia, en la mitología escandinava, en la mitología en general, en los troncos comunes de las diversas mitologías. Mi retención de los casos concretos se hace cada vez más vaga, pero la manera en que puedo asimilar y manipular el conocimiento dúctil, las historias e imágenes, es más fluida... Pero yo puedo decir que soy más feliz a los 43 que lo que era de niño. Hay una edad que a mí me pareció jodidísima, que es de los 13 a los 22, que es dificilísima de sacar.

–¿Cómo es su relación con sus hijas?

–Ser padre es bien difícil, pero a los niños hay que tratarlos como embajadores de una civilización más avanzada, en vez de tratarlos como a seres inferiores. Y habría que ver qué tanto nos podemos callar para no amargarles la vida. Y uno lo intenta, pero frecuentemente te descubres hablando como lo hacía tu padre o tu madre. Y cuesta trabajo refrenarse. Creo que hay que observar mucho, aprender mucho y ser amigo de los niños. Creo que ése es el deber del padre, pero fallamos. Espero no llegar nunca al extremo de decir: “¡Mientras estés bajo mi techo, haces lo que yo te digo!”. Sí, te descubres diciendo frases lapidarias de ésas. Ahora yo creo que lo pasamos bien, pero es que tus hijos te empiezan a decir dónde la has cagado cuando pasan de los 20, o los 15. Te empiezan a decir: “Hiciste esto mal, tú siempre me estás”... Y tú: “Joder, no me había dado cuenta”... Aunque mi hija pequeña ya lo hace; cuando está sentada a la mesa, suelta de repente unas verdades horripilantemente fuertes. Tiene seis años y suelta unas cosas que pegan como un martillo en el entrecejo. Y luego dice: “Pero es broma” o “No lo digo en serio...”. Y tú dices: “Bueno, joder, pero lo has soltado ya”.

–¿Usted hizo con sus padres esa confesión-venganza?

–Por supuesto. Yo se lo dije a mis padres. El deber de un hijo es romper con el padre en algún momento, por evolución natural. Y te reencuentras luego. O no. Yo creo que los niños son seres infinitamente más puros, no como inocentes sino puros, en el sentido de sin adulterar.

–¿Qué artistas le gustan?

–Me gusta mucho Goya. Los simbolistas. Me gustan mucho también los académicamente más asentados, como Rembrandt o Velázquez. Encuentro en la pintura figurativa un gran interés, incluso en la vertiente menos prestigiosa, la ilustración. Me gustan mucho los ilustradores. Desde los que no se sabe bien si son ilustradores o pintores, como Edward Hopper, hasta los puros y duros como Arthur Rackham, Howard Pyle... Colecciono libros y mi única extravagancia es coleccionar libros raros, juguetes raros y pinturas originales. Tengo unos 17 mil comics y unos siete mil DVD. Libros andarán por los tres mil. Originales, la última vez que hice el inventario, pasaban de los 250. Dibujos, pinturas, acuarelas.

–Me imagino que todo eso no viaja con usted por el mundo, de Los Angeles a Madrid, de Budapest a Nueva Zelanda...

–No, no, finalmente estoy haciendo un edificio en Los Angeles, una casa donde estará todo puesto, una casa independiente de la casa familiar. Es lo que va a ser mi oficina, estoy terminándola. Es curioso, me encanta y quiero que esté todo muy bien exhibido y limpio, en condiciones. Pero, al mismo tiempo, cuando estábamos rodando El laberinto..., llegó un fuego de esos salvajes en California que estuvo a punto de quemar la casa, y... Sí, he de confesar que sentía alivio. Me decía: por fin podré viajar sin preocuparme de qué le pasa a la colección. Había una liberación enorme en aquel fuego.

* De El País de Madrid. Especial para PáginaI12.

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“Cuando éramos chicos, vimos a mi madre desdoblarse astralmente. Son cosas muy bizarras, que vienen de vivir en México, yo creo”, dice Del Toro.
 
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