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Viernes, 17 de febrero de 2012

CINE › SE ESTRENO EN BERLIN LA EXTRAORDINARIA TABU, DE MIGUEL GOMES

Otro amor condenado por el destino

La nueva película del gran director portugués es una larga, emotiva evocación, que prescinde de diálogos pero no de palabras.

 Por Luciano Monteagudo

Desde Berlín

Si había alguna duda acerca del cambio de rumbo que el año pasado insinuó la competencia de la Berlinale, esta nueva edición no hace sino confirmarlo. Hay más búsqueda, más riesgo y más sorpresas en la programación de estos días de las que hubo en todo el último lustro junto. Hasta el propio Dieter Kosslick, director general del festival, debió reconocer que el concurso de este año se parece más al Forum del Cine Joven que al programa oficial de la Berlinale, que solía ser más previsible y conservador. Y si hubiera que elegir una sola película de esta competencia para marcar y simbolizar esa diferencia es Tabú, la nueva, extraordinaria película del gran director portugués Miguel Gomes.

Como en Aquel querido mes de agosto, su film inmediatamente anterior, estrenado en la Argentina después de haber ganado el premio a la mejor película en el Bafici 2009, lo primero que impresiona de Tabú es su libertad. El nuevo film de Gomes está filmado íntegramente en blanco y negro, no tiene casi diálogos y su título remite de manera inequívoca al célebre clásico de 1931 del alemán Friedrich Wilhelm Murnau. Pero nada más lejos de la intención del director portugués que un mero homenaje o una reconstrucción del estilo del cine mudo. En todo caso, en un film esencialmente fantasmático como es este nuevo Tabú, el espíritu del film de Murnau –su espectro, se diría– está aquí de forma muy poderosa.

El tema, claro, es el mismo: el amor prohibido, exaltado por una naturaleza exuberante, pero condenado por el destino. Sin embargo, el orden y el contexto son completamente otros, nuevos, distintos. Después de un prólogo extraño y misterioso, rodado en Africa, que funciona a la manera de la obertura en una ópera, insinuando las líneas que luego desarrollará la película, la primera parte de Tabú comienza en Lisboa hoy en día. Allí, la cincuentona Pilar (Teresa Madruga, una de las actrices más reconocidas del cine portugués) vive sola y dedica su tiempo a ayudar a los demás, particularmente a una vecina octogenaria, Aurora (¿Sunrise? ¿Otra alusión a Murnau?). A veces Pilar tiene que ir a rescatar a Aurora al Casino de Estoril, cuando ésta se queda sin plata o sin su medicación. Este primer segmento se titula “Paraíso perdido”, porque en su grisor remite al tramo principal del film, un “Paraíso” que surgirá de recuerdos que ni siquiera son de Aurora, sino del hombre al que esa anciana alguna vez amó y que será el encargado de narrar esa pasión maldita.

Rodado en esa textura del recuerdo que aporta la vieja película en 16mm (hoy en vías de extinción), el corazón del film es una larga, emotiva evocación, que prescinde de diálogos pero no de palabras. Hay tanta belleza y melancolía en la voz en off de ese hombre como en las imágenes de Gomes y su fotógrafo Rui Poças, que registran la vida alegre y despreocupada de un grupo de lisboetas de la alta sociedad al pie de un imaginario monte Tabú, en plena decadencia del colonialismo portugués en Africa.

Que ese amor sincero pero condenado entre Aurora –una mujer por entonces no sólo casada sino también embarazada– y un seductor y bon vivant moldeado a imagen y semejanza de Errol Flynn esté narrado con verdad y esplendor no le impide a Gomes la posibilidad de matizar la tragedia con delicadas ráfagas de humor, que refieren a un mundo pretérito. “Es una película sobre todo lo que se extingue: una anciana que muere, una sociedad en extinción y una época que sólo existe en la memoria de aquellos que la vivieron”, explicó Gomes aquí. “Por eso quise conectar todo esto con un cine extinto.” Nada más vivo, sin embargo, que su bella Tabú.

Aunque lejos del altísimo nivel del film portugués, la Berlinale también se jugó una carta brava con la inclusión en competencia de Postcards from the Zoo, la primera película de Indonesia que llega a la competencia oficial. Dirigida por Edwin (ése al menos es su nom de guerre), autor de la inclasificable Blind Pig Who Wants to Fly, vista en el Bafici 2009, estas postales del zoológico de Yakarta en principio hacen honor a su título. Con una delicadeza y una sensibilidad hacia la naturaleza que es fácil asociar con el cine del tailandés Apichatpong Weerasethakul, la primera mitad del film de Edwin va describiendo ese mundo dentro del mundo que es un zoo, con sus animales exóticos pero también con esos otros ejemplares raros que son los hombres y mujeres que están del lado de afuera de la jaula.

Una de ellas es Lana, abandonada de niña en el zoo y criada allí dentro por los cuidadores, que la protegen de la hostilidad del mundo exterior, como si ella –que sabe todo sobre jirafas e hipopótamos– fuera una especie delicada a la que hay que cuidar especialmente. Cuando al fin salga a la calle, sin embargo, se encontrará con que será capaz de sobrevivir sin tener que sacrificar necesariamente su inocencia.

Naïf quizás en extremo, el film de Edwin es un caso testigo de cómo un cineasta potencialmente valioso, que fue capaz de hacer una ópera prima desigual pero provocativa y sorprendente, ya en su segundo largo termina domesticado como un animal de zoológico. Sus domadores, en este caso, parecen los fondos internacionales de ayuda (y los tuvo todos, desde el Hubert Bals hasta la Cinefondation de Cannes), pero sobre todo el Sundance Institute, que da la impresión de haber dejado la marca de sus garras en el guión, donde aparecen desde un mago disfrazado de cowboy hasta un prostíbulo enmascarado como amable casa de masajes. Hubiera sido mejor que Lana –y con ella la película toda– nunca hubiera salido de los límites estrechos pero más promisorios del zoológico.

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