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Viernes, 26 de octubre de 2012

CINE

Nunca hubo ni habrá nada igual

La película rescata, para una memoria popular mucho más amplia que la deportiva, “una aventura que ni Julio Verne soñó”, como se dijo de aquel Gran Premio de la América del Sur de 1948.

 Por Pablo Vignone

Un ejercicio de imaginación: una camioneta 4x4 cero kilómetro, con todos los adelantos de la tecnología, carga cinco copias de un largometraje para ser repartidas en capitales de América del Sur: La Paz, Lima, Quito, Bogotá, Caracas, en un esfuerzo sostenido de casi 10 mil kilómetros. ¿Quién se anima a cumplir con el encargo? El largometraje se trata de eso: de un viaje entre Buenos Aires y la capital venezolana, con esas paradas intermedias, pero en 1948, con caminos polvorientos, autos rudimentarios y ¡a ritmo de carrera!

La Caracas, el documental del joven neuquino Andrés Cedrón que se estrenó ayer, concreta un anhelo familiar (el padre del director rumió la idea, y su tío, Juan Carlos “Tata” Cedrón, escribió la música del documental) y rescata, para una memoria popular mucho más amplia que la deportiva, “una aventura que ni Julio Verne soñó”, como solía ejemplificar el genial Alfredo Parga cuando hablaba de aquella Buenos Aires-Caracas, la primera parte del Gran Premio de la América del Sur que, hace casi 65 años, se volvió la Carrera del Siglo. Nunca hubo nada igual.

Con retazos audiovisuales que se fueron hallando aquí y allá, se compone un fresco de época en el que la oralidad del relato corre en paralelo con la emoción de aquellas escasas, preciosas imágenes de la carrera, de la que participaron entonces 138 pilotos: siete peruanos, cinco bolivianos, cuatro chilenos, dos venezolanos, un italiano, un portugués, y el resto argentinos. Un momento crucial en la historia de la Argentina, que claramente intentaba disputarle la hegemonía continental al Brasil, el niño mimado de los Estados Unidos; y en particular, un momento sublime del deporte nacional.

La Caracas discurre en base al segundo tópico, porque la carrera se constituyó en uno de los grandes dramas de la riquísima historia de la actividad deportiva nacional, con el abandono de Oscar Gálvez y la victoria de Domingo Marimón en la última de las 14 etapas de la prueba, a la vista de Caracas; pero en el fondo es una gran alegoría sobre la proyección continental de la Argentina.

No es casual que en este tiempo aflore justamente este relato, compuesto de memorias de hijos y nietos de los corredores (que incluyen al venerable José Froilán González, de flamantes 90 años, acaso el único piloto vivo de aquellos que se animaron a la Caracas), con testimonios deliciosos como el del viejito Luis Tolleruti, el copiloto del coche Nº 60, o el de Ricardo Gálvez, el hijo de Juan y sobrino de Oscar, que aporta una luz reveladora sobre el de-senlace de la prueba.

Luego, el sociólogo Horacio González habla del mito; el historiador Norberto Galasso advierte la convergencia de la participación popular desde lo social hasta lo deportivo. Así, La Caracas sale a flote recuperada como una empresa que supera los límites de la competencia, para transformarse en una metáfora sobre la posibilidad de unir irremediablemente a Sudamérica.

La cita final de Alberto Granado, el amigo del Che Guevara, sobre la auténtica inspiración que la carrera tuvo sobre aquel viaje de motocicleta, cierra el círculo con bandera a cuadros. La Caracas resultó mucho más que una aventura. Fue un sueño que, con la paciencia infinita de los pueblos, lentamente se va cumpliendo.

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La bandera a cuadros cae sobre el Ford de Oscar Gálvez.
 
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