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Jueves, 15 de junio de 2006

CINE › “EL LATIDO DE MI CORAZON”, NOTABLE FILM DE JACQUES AUDIARD

El largo camino del pianista matón

En su cuarto largometraje, el cineasta francés logró una obra a la vez rara y fascinante, plena de matices visuales.

 Por Horacio Bernades

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EL LATIDO DE MI CORAZON
De battre mon coeur s’est arrêté, Francia, 2005.


Dirección: Jacques Audiard.

Guión: J. Audiard y Tonino Benacquista, basado en Fingers, de James Toback.

Fotografía: Stéphane Fontaine.

Música: Alexandre Desplat.

Intérpretes: Romain Duris, Niels Arestrup, Lin-Dam Pham, Aure Atika, Emanuelle Devos, Jonathan Zaccaï y Gilles Cohen.

Había una vez un muchacho que hacía de matón durante el día y aspiraba a concertista de piano por las noches. Como toda fábula, El latido de mi corazón obliga al espectador a aceptar la premisa básica, a riesgo de quedarse afuera para siempre si no lo hace. Quien se ponga a considerar racionalmente la posibilidad de que un mafioso se haya casado con una pianista clásica, y que hayan tenido un hijo que heredó un poco de ambos, en iguales dosis, posiblemente descubra que El latido de mi corazón jamás sonará para él. Si, en cambio, se toma ese punto de partida como lo que es –una mera conjetura, una hipótesis, un supongamos qué pasaría si...–, se estará ingresando a una de las películas más raras, más fascinantes que se hayan visto en bastante tiempo. Pura magia de la puesta en escena, convertir una hipótesis en blanco y negro en una gama de tonalidades vasta, imprevisible, casi inabarcable.

Raro es que el cine francés haya encarado la remake de un original estadounidense, y más raro aún es el original elegido. Para su cuarto opus como realizador, el también guionista Jacques Audiard eligió adaptar Fingers (1978), ópera prima, bastante poco vista, del tampoco muy conocido James Toback, en la que un joven Harvey Keitel hacía de pianista-matón. Dos de las películas anteriores de Audiard (su debut de 1994, Regarde les hommes tomber, y Lee mis labios, de 2001) ponían a personajes comunes en situación criminal. Es lo que vuelve a suceder en El latido de mi corazón, donde no resulta fácil precisar si el protagonista es un muchacho como cualquier otro o un matoncito de cuidado. A esa fusión improbable apunta Audiard, como lo había hecho con el vendedor de Regarde les hommes..., involucrado en un crimen, o con la empleada sordomuda y el ladrón de Lee mis labios. El resultado es seguramente su más consumada película hasta la fecha, la que más claramente lo coloca como un talento singular. Uno de esos para quienes forma y contenido son la misma cosa. Así parece haberlo reconocido la Academia del cine francés, que le otorgó a De battre mon coeur s’est arrêté (tal el título original, tomado de una canción de Jacques Dutronc) nada menos que ocho premios César, equivalente del Oscar para el cine de su país.

El apriete inmobiliario es la especialidad de Tom (Romain Duris, la estrella más ascendente del cine francés) y su par de socios. Con tal de asustar a inquilinos morosos son capaces de entrar furtivamente a un edificio, en medio de la noche, y soltar media docena de ratas. Todo ello, por encargo de Robert, papá de Tom (como un oso viejo y desprolijo luce el veterano Niels Arestrup, recordado por El futuro es mujer y Encuentro con Venus). En la primera secuencia, uno de los “socios” de Tom le cuenta sus desventuras con su padre, que empieza a chochear, y unas escenas más tarde Robert le pide a su hijo consejo amoroso, a propósito de su nueva novia (Emanuelle Devos, protagonista de Lee mis labios). El espectador no dejará de asociar una escena con otra y, sin embargo, poco más tarde comenzará a descubrir hasta qué punto Tom es esclavo de su padre. Típico del estilo Audiard, que en lugar de reforzar sentidos tiende a contraponerlos, diluirlos o dispersarlos, apelando para ello a diálogos incompletos o tomados por la mitad, ruptura de la continuidad entre escenas y personajes que en fracciones de segundo pueden pasar de la quietud a la explosión, del sometimiento a la rebelión, de la amenaza al desvalimiento.

¿Alguien puede adivinar acaso, antes de que Tom se cruce por casualidad con el que fue manager de su madre, que de chico el muchacho pintaba para virtuoso? ¿Puede concebirse que a partir de ese momento alterne la pura testosterona con la suave relajación que la “Toccata en Mi Menor” de Bach exige? ¿Cómo suponer que su seguimiento de un mafioso ruso terminará con sexo casual en un baño público? ¿Y qué de sus largas discusiones con la profesora de piano recién llegada de China, que lo único que sabe decir en francés es oui o non? El arte de la fuga es el que Tom parece haberpracticado, en relación con su pasado, hasta el momento en que recordó a su madre muerta. Un consumado arte de la fuga es también el que cultiva Audiard en su puesta en escena, sumando a la cámara en mano los cortes de montaje y los saltos de raccord, la fragmentación del espacio, la pérdida de referencias visuales y la interrupción del flujo narrativo. Nada hay de gratuito en todo ello, nada más lejos del virtuosismo vacío o el manierismo narcisista. A lo que se apunta es hacer del pathos de Tom el de la película misma, y es así como ésta se vuelve tan nerviosa, violenta y fracturada como sólo una mente dividida puede serlo. Una mente que duda entre la ley del padre y la de la madre.

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El latido... ganó en su país ocho premios César, equivalentes franceses del Oscar.
 
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