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Lunes, 24 de marzo de 2014

CINE › CARTA A UN PADRE, DE EDGARDO COZARINSKY, EN EL CINéMA DU RéEL

Elegía en busca del tiempo perdido

El escritor y cineasta argentino presentó en el festival de documentales del Centre Georges Pompidou de París su nueva película, una inmersión personal en su pasado familiar, en la que termina descubriendo más de sí mismo que de su propio padre.

 Por Luciano Monteagudo

Desde París

Fundado en 1979 por iniciativa de uno de los grandes nombres del documental francés, Jean Rouch (1917-2004), pionero de la antropología visual y creador de la llamada “etnoficción”, el festival Cinéma du Réel es uno de los más antiguos y reconocidos en su género. Y en tanto sus recursos provienen de la Bibliothèque Publique d’Information, su sede natural ha sido siempre, desde sus inicios, el Centre Georges Pompidou, el famoso “monstruo” de metal y acrílico en el área de Beaubourg de la capital francesa.

En el transcurso del tiempo, el festival fue acompañando los distintos cambios que transformaron al documental en uno de los campos más diversos y fértiles del cine contemporáneo, y su actual directora, la italiana Maria Bonsanti, que tomó su puesto el año pasado, proveniente del Festival dei Popoli, en Florencia, decidió “seguir dando cuenta de las innovaciones en la escritura del documental” en tanto concibe a la muestra “como un laboratorio del cine del futuro”.

Hacía mucho que el cine argentino no tenía una presencia tan significativa en el Cinéma du Réel como este año, con la estupenda Carta a un padre, el nuevo film de Edgardo Cozarinsky en la Competencia Internacional, que dentro de unos pocos días más se podrá ver también en el Bafici. Es, sin dudas, su mejor film en mucho tiempo, una obra tan personal como conmovedora, que completa una serie de pequeños films íntimos, “de cámara” en palabras de su propio autor, que por pudor se resiste a denominar una trilogía, iniciada primero por Apuntes para una biografía imaginaria (2010) y continuada luego por Nocturnos (2011).

Si aquellos dos primeros títulos de la serie eran esencialmente subjetivos y trabajaban a partir de las afinidades electivas de Cozarinsky –particularment Nocturnos, que bosquejaba una suerte de ficción a partir de una banda sonora compuesta por “una puesta en conversación” de citas de poetas tan diversos como Novalis, Alejandra Pizarnik y Alfredo Le Pera–, Carta a un padre en cambio es personal en la medida en que el autor se interroga sobre sus orígenes y sobre su propio padre, una figura tan enigmática y elusiva al comienzo como hacia el final del film.

Nacido en Entre Ríos de un típico matrimonio de “gauchos judíos” (como denominó a esos colonos Alberto Gerchunoff), el padre de Cozarinsky no siguió el destino de sus familiares, que se quedaron trabajando la tierra natal o viajaron a la capital para convertirse en profesionales. En una decisión seguramente insólita para un hijo de inmigrantes judíos, en 1919, apenas cumplida la mayoría de edad, se inscribió en la Armada Argentina. “¿Por qué? ¿Quería viajar, conocer mundo?” Esa es la primera pregunta que se hace el realizador y para la cual nunca llega a tener una respuesta. “Cuando se lo pude haber preguntado, esas cuestiones no me interesaban: él murió cuando yo tenía 20 años”, se lamenta desde una quebrada voz en off Cozarinsky, que sale al encuentro de la infancia del padre, en pleno campo, en su pueblo entrerriano natal, donde el director –un ave esencialmente nocturna y urbana– confiesa nunca haber estado antes.

Si hay una película de su propia obra con la que Carta a un padre tiene más puntos de contacto es BoulevardS du crépuscule (1992). Allí Cozarinsky, como un detective privado, salía en busca de las pistas de dos actores franceses muertos en el olvido en su exilio argentino, Robert Le Vigan y Maria Falconetti, la legendaria protagonista de La pasión de Juana de Arco (1928), de Carl Theodor Dreyer. La investigación terminaba volviéndose un poco como un espejo, que reflejaba su propio exilio en sentido inverso, cuando Cozarinsky decidió radicarse en París. Y en Boulevards du crépuscule ya estaba esa reflexión que ahora no puede sino reaparecer en Carta a un padre: “En su búsqueda, el detective siempre termina por descubrir algo de sí mismo”.

De su padre, reencuentra fotos de sus viajes por el mundo, descoloridas tarjetas postales y recuerdos insólitos, como ese cuchillo ritual japonés para el seppuku (suicidio), que trajo de su paso por el puerto de Yokohama en 1940, donde la Segunda Guerra Mundial obligó a los marinos argentinos a hacer más prolongada su estancia. La guerra es un tópico obligado: como descubre el director en algún mensaje del padre hacia la madre, en Argentina también se temía el triunfo de los nazis. Y unas impresionantes fotos del Luna Park porteño colmado por un acto de masas de geométricas filas envueltas en banderas con esváticas no hacen sino confirmarlo. “Esto fue en 1938, unos meses antes de que yo naciera”, apunta apenas el director.

Suerte de novela familiar, un poco como la que ya había desarrollado en Pour Memoire - Les Klarsfeld, une famille dans l’Histoire (1985), Carta a un padre tiene sin embargo un marcado tono lírico, no sólo por esos poemas que se “cuelan” misteriosamente en los recuerdos y en la investigación de Cozarinsky (de Georges Perec, J. R. Wilcock y Arseni Tarkovski, el padre de Andrei) sino por los melancólicos paisajes y atardeceres de Entre Ríos, magníficamente fotografiados por Lisandro Negromanti. Las tumbas de aquellos primeros colonos, con las inscripciones de las lápidas que van siendo borradas por el inclemente viento del tiempo, le confieren al film un cierto carácter elegíaco.

Un poco también como esa carta de su abuelo Abraham que el cineasta encuentra y lee frente a su tumba, un momento que sorpresiva, inesperadamente recuerda alguna escena de algún western de John Ford. Está fechada en 1919, escrita en un castellano tan sencillo como impecable que Abraham había aprendido en la escuela pública nocturna de su pueblito entrerriano. Y con pudoroso amor y cariño le expresa a su hijo, flamante marino, el orgullo que siente ante su primer viaje por el mundo. Sin necesidad de mencionarlo, viajero empedernido él mismo, se diría que el Cozarinsky escritor y cineasta también se siente depositario de esa carta que él a su vez reenvía desde su nueva película a su propio padre, como si quisiera establecer con él un diálogo que en su momento nunca se permitieron.

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Una foto del padre de Edgardo Cozarinsky durante un viaje a Japón, en 1940.
 
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