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Martes, 23 de octubre de 2007

PLASTICA › “DESCUBRIMIENTO DE LA ABSTRACCION”, EN FRANKFURT

Visionarios de lo abstracto

Una muestra deslumbrante de William Turner, Victor Hugo y Gustave Moreau rastrea el arte abstracto en 1850.

 Por Fabian Lebenglik
desde Frankfurt

¿Cuándo comenzó la abstracción? No se trata de una pregunta retórica ni de un concurso. La galería Schirn de esta ciudad, una de las instituciones artísticas más prestigiosas y de propuestas más avanzadas en el panorama internacional de las artes visuales, presenta en estos días, y hasta el 6 de enero, una impresionante exposición –El descubrimiento de la abstracción– en la que propone corregir, con evidencias contundentes, la fecha de nacimiento del abstraccionismo que hasta ahora postulaban los historiadores del arte.

Lo usual es repetir que hacia el año 1912 nace la pintura abstracta. Tal punto de partida gira en torno del grupo liderado por Kandinsky, “El Jinete Azul”, y del almanaque homónimo, publicado en 1912, en el que se daba cuenta del lirismo abstracto y espiritualista del grupo, integrado también por Franz Marc, August Macke y Paul Klee, entre otros. El grupo (que había hecho su exposición-manifiesto entre diciembre de 1911 y enero de 1912) abominaba del realismo, postulaba el arte como artificio, sostenía el gesto antimimético frente a la realidad y se mostraba saturado de la tecnología y el maquinismo porque proponía ver las cosas “desde adentro”. En ese momento, Kandinsky publica su libro De lo espiritual en el arte. El capitalismo en quiebra de la época de preguerra había llevado a los miembros de “El Jinete Azul” a discutir acerca del capital simbólico y los bienes no materiales. Partían del modelo de la música, con categorías como “melodía”, “sinfonía”, “armonía” o “improvisación”, para referirse a la pintura: “Cada arte es una vida propia y tiene su propio lenguaje. Cada arte es un imperio para sí”, dice Kandinsky en uno de los artículos del célebre almanaque. “La relación del arte con el lenguaje articulado es nula”, escribe por su parte Arnold Schönberg en otro artículo del almanaque. Se trata de otra lógica y de otras reglas, que no se guían por correspondencias externas sino por relaciones internas de los elementos compositivos. El camino hacia la más completa y consciente abstracción resultaba inevitable. Contra la exterioridad como referencia de las artes, el grupo prefiere la interioridad. Y el único modo posible de expresión que muestra las cosas “desde adentro” era, según ellos, el arte abstracto. La Primera Guerra Mundial termina con “El Jinete Azul”. Mientras Klee repetía, lapidario, que “cuanto más terrible es el mundo, más abstracto es el arte”, los jóvenes pintores Macke y Marc morían en el frente de combate; Kandinsky se va a Rusia; otros se exilian y con el tiempo aquel lúcido almanaque se convertiría en un manifiesto artístico fundacional para el abstraccionismo.

El deslumbrante recorrido que propone esta exposición –curada por Raphael Rosenberg–, a través de las obras de William Turner, Victor Hugo y Gustave Moreau, coloca al espectador ante dos tradiciones: la primera, la fascinación de los artistas por las manchas y las imágenes casuales; la segunda, la reflexión sobre los efectos de las líneas, el color y la composición en pintura. Aquí se demuestra que el logro de los artistas de 1911/12 no fue exactamente la “invención” del abstraccionismo sino más precisamente su explicitación, con lo cual lograron situar definitivamente a la abstracción en el mapa del arte.

Aquel manifiesto explícito tiene antecedentes notorios –en cuanto a los resultados y propuestas visuales– en estos tres grandes visionarios: Turner (1775-1851), Hugo (1802-1885) y Moreau (1826-1898), que muchas décadas antes, hacia mediados del siglo XIX, anticiparon lo que luego sería la tradición del arte no figurativo. Vale señalar que cualquier atisbo de obra no figurativa fue ácidamente criticada y motivo de burla por parte de la sociedad de mediados del XIX, porque la abstracción era, sencillamente, inconcebible.

Los tres artistas están aquí representados por 130 obras que quitan el aliento por su riesgo y misterio absolutos, así como por su condición anticipatoria, en el contexto en que ahora se exhiben, más allá de haberse visto algunas de ellas en otras ocasiones. Las obras expuestas –en muchos casos por primera vez aquí– se reparten entre pinturas, acuarelas, bocetos y dibujos. Complementariamente, aquí pueden verse 80 piezas más entre álbumes, pinturas (de otros artistas), libros raros, objetos y documentos que funcionan como marco de esta avanzada abstraccionista. Entre estas piezas complementarias se exhiben pinturas de George Sand (en las que la escritora presionaba hojas pintadas unas con otras y luego las separaba y ponía a secar); monotipos de Edgar Degas y otras experiencias visuales de Justinus Kerner y Wilhelm von Kaulbach, entre otros. También se muestran las imágenes del célebre test que el psicoanalista suizo Hermann Rorschach propuso como método visual de psicodiagnóstico. Tales imágenes publicadas en 1921 –manchas de tinta que el paciente debía dotar libremente de sentido– tienen un notable parecido con muchas de las piezas artísticas exhibidas aquí, que los artistas produjeron a mediados del siglo XIX. Por el clima familiar y visualmente afín, resulta de una lógica curatorial impecable incluir las imágenes de un test psicológico entre estas ficciones paisajísticas. La exposición demuestra el interés de estos tres artistas por las pinturas no figurativas y por el carácter experimental de sus dibujos, pinturas, grabados, bocetos y estudios. Sin embargo, más allá de que aquí se demuestra el experimentalismo de Turner, Hugo y Moreau, muchas de las obras exhibidas no tenían la intención de sus autores de ser mostradas en público, por la tenaz batalla que la sociedad daba contra cualquier imagen no figurativa.

El curador de la muestra investigó los cuantiosos legados de imágenes dejados por estos tres artistas y se encontró con centenares de obras no figurativas: la exposición resume parte de los descubrimientos relevados durante la investigación.

Como se sabe, Turner fue uno de los más grandes paisajistas británicos. Si bien fue un artista absolutamente insertado en la carrera académica (llegó a ser profesor y luego vicepresidente de la Royal Academy of Art de Londres, donde exponía regularmente su trabajo), y por lo tanto jamás produjo su obra desde el margen del sistema, su pintura era sorprendentemente anticonvencional para la época. A medida que avanzaba en su obra, ésta iba volviéndose cada vez más desentendida de los detalles y cada vez más francamente abstracta.

El escritor Victor Hugo fue un notable dibujante autodidacta, que produjo miles de dibujos a lo largo de toda su vida. Hoy se conservan unas 3500 obras que en parte son imágenes realizadas a modo de relevamientos del paisaje durante sus viajes, en parte son bocetos y paisajes románticos imaginarios; y en parte dibujos experimentales en los que probaba técnicas de aplicación del color, incluyendo chorreaduras y salpicaduras que deslizaba sobre el papel para luego dejarlas secar. Tras el redescubrimiento de la obra gráfica de Hugo por parte de André Breton en los años ’30, se llevaron a cabo numerosas exposiciones en las que se dio cuenta de esta faceta asombrosa del escritor y artista.

Como Turner, Moreau también fue un pintor y grabador “académico” en cuanto a su formación e inserción en el medio. Fue profesor de la Escuela de Bellas Artes de París y exponía regularmente su obra en el Salón de París. Fue un artista muy respetado y su obra era tema de estudio y debate. Pero, junto con toda su obra más conocida y aceptada, realizó centenares de abstracciones que son hoy todavía motivo de investigación. Hasta tal punto Moreau estaba lanzado a la experimentación y la búsqueda de un nuevo lenguaje visual que, en contra de la costumbre de todos sus colegas, y como detalle demostrativo de su voluntad de descubrimiento, guardaba sus paletas usadas (las telas que utilizaba para mezclar los colores y embeber el pincel de pintura). Se encontraron centenares de éstas en su legado artístico.

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Victor Hugo: Ruinas de un acueducto, c. 1850.
 
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