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Miércoles, 3 de agosto de 2005

DISCOS › RENEE FLEMING CON BILL FRISELL Y FRED HERSCH

Algunas grandes canciones y la “otra voz” de una soprano

La gran figura de la lírica actual, junto a dos ídolos del jazz, construye versiones memorables de temas populares.

 Por Diego Fischerman

Un género musical, además de una serie de normas estilísticas y una historia particular en la que se inscribe, implica un sistema de valor. Más allá de las pretensiones acerca de la existencia de algún criterio universal de valor, se sabe, lo que es bueno para un lied de Schubert puede ser pésimo para un blues y un excelente artista de flamenco puede hacer bolsa un tango. Louis Armstrong y Dietrich Fischer-Dieskau fueron grandes cantantes, por ejemplo, pero, obviamente, cualquiera de ellos hubiera fracasado sin atenuantes en el territorio del otro. El razonamiento, sin embargo, tiene una falla: hay casos en que no hay género musical en absoluto. O, mejor, en que una determinada conjunción entre intérpretes y repertorio es capaz de crear un género nuevo, con reglas propias. Y eso es lo que pasa en el último y extraordinario disco de la soprano Renée Fleming.
La notable cantante, una de las estrellas máximas de la escena lírica actual, aparece en la tapa del CD, bella y con un gesto que sugiere una cierta introspección. Su vestido deja asomar el comienzo de sus senos. Hasta allí todo en orden. El título del álbum genera la primera inquietud: Haunted Heart, una canción de Howard Dietz y Arthur Schwartz incorporada definitivamente al mundo del jazz. Podría corresponderse con uno de esos proyectos inventados por los sellos discográficos para tratar de conseguirle a un artista un público en algún rincón nuevo. Podría ser un simple artilugio para vender. Podría tratarse de un horrible pastiche, como cuando Plácido Domingo grabó tangos o Dave Brubeck grabó con orquesta. Pero debajo del título aparecen los nombres de los músicos que acompañan a Fleming. Y allí hay otra sorpresa. Se trata del guitarrista Bill Frisell y el pianista Fred Hersch. ¿Ellos se prestarían a algo así? Dicho de otra manera, ¿ellos habrían aceptado tocar en un disco como el que Domingo dedicó a desguazar tangos? La respuesta, claro, es no, y en el disco aparece de dos maneras distintas. La primera, un texto de la propia Fleming, podría ser falsa, aunque no lo es. La segunda no podría ser falsa de ninguna manera: es la música que suena en el disco.
“Este es un proyecto con el que soñé durante mucho tiempo”, comienza Fleming, previsible. Pero lo importante viene a continuación: “No se trata sólo de una exploración en música que me gustó e inspiró a lo largo de mi vida, sino de un viaje personal por un camino abandonado. Con este disco quiero expresar mi amor por un grupo de canciones sumamente bellas y emotivas, independientemente de los rótulos de jazz, pop o clásico, que introducen mi otra voz y un estilo de canto a cuyo rechazo dediqué mi carrera, desde que las circunstancias me llevaron decididamente a la arena clásica”. La travesía, que comienza con “Haunted Heart” y sigue con una versión memorable de “River”, de Joni Mitchell, tiene escalas en la soberbia balada “My One and Only Love”, en una lectura extrañamente melancólica de “In My Life”, de Lennon y McCartney, o en “Cançao de amor”, de Heitor Villa-Lobos, y concluye con “Hard Times Come Again No More”, de Stephen Foster.
Si en todo el disco aparece la idea de cross-over en su mejor sentido posible, en el menos comercial y el más relacionado con descubrir territorios enriquecedores por encima de las fronteras, esta idea se manifiesta de manera particularmente productiva en dos ocasiones en que el camino termina siendo el inverso al planteado por la cantante y es el territorio clásico el que cruza del otro lado. La primera es cuando, para introducir la exquisita “Midnight Sun”, Fred Hersch toca en el piano un pasaje de la ópera Wozzeck de Alban Berg e improvisa sobre él. La segunda es el acompañamiento de Frisell para “Liebst du um Schönheit”, de Gustav Mahler. Hersch y Frisell son dos músicos fantásticos y, tanto cuando tocan juntos como cuando lo hacen por separado, aportan a las canciones siempre un grado de espesor diferente. Sus participaciones no son decorativas, como tampoco lo es Fleming al interpretar estas canciones. Aquí utiliza, en efecto, su otra voz: sin vibrato incorporado a la emisión, con el timbre velado, un fraseo comprometido con las tradiciones de lo que canta y, sobre todo, sin agudos tan exhibicionistas como estridentes. Su voz no es exactamente la de una cantante popular –al fin y al cabo la de Sarah Vaughan tampoco lo era–, pero se aleja con fortuna del modelo cantante lírica condesciende con repertorios menores. Más bien se sitúa en un punto nuevo. En un género que no se corresponde exactamente ni con el jazz ni con la música clásica y que resulta, al contrario de otras mescolanzas, inmensamente productivo de sentido.

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