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Miércoles, 6 de enero de 2010

MUSICA › OPINIóN

La cresta de la ola

 Por Carlos Rodríguez

En los sesenta, con la mayoría de mis amigos, nuestras preferencias musicales se orientaban hacia Los Beatles, Los Rolling (para los de mi generación no eran los Stones) o Aretha Franklin, entre tantos otros. La excepción, entre los amigos, era Miguel Angel Aguilera. El moría por Sandro, Julio Sosa y José Larralde. Un marciano. Lo recuerdo tratando de imitar los movimientos pélvicos de El Gitano. Yo trabajé, en esos años, primero como cadete en Editorial Julio Korn y luego como redactor en la revista Canal TV, en su segunda etapa en Editorial Atlántida. No me gustaba la música que hacía Sandro, pero me caía bien, sobre todo a partir de dos únicos encuentros personales que tuve con él.

El primero fue en la recepción de CBS, cuando yo era cadete de publicidad y había ido a llevar unos “originales” de avisos. La recepcionista, una linda chica, siempre jugaba conmigo. Ella me conocía desde hacía tiempo y le gustaba acariciarme el pelo, darme besos en la mejilla, pero nunca iba más allá. Se divertía hablándome siempre en diminutivo. Y me hacía sentir diminuto. Cierta vez, apareció Sandro. La mina se quedó muda, como yo con ella. El Gitano le dijo tres boludeces y la piba, que se llamaba Andrea, se derritió y se quedó muda. Sandro, en cierto modo, fue mi vengador de aquella “pérfida” calienta braguetas.

La segunda vez que lo vi a Sandro fue en un cóctel-conferencia de prensa que ofreció para presentar uno de sus discos, hacia fines de los sesenta. No recuerdo cuál y no tiene ninguna importancia. Eramos unos veinte periodistas. En esos tiempos no había, en el periodismo de espectáculos, buchones al estilo de Jorge Rial. Nadie ventilaba las intimidades de las “estrellas”, salvo, aunque tibiamente, la Tía Valentina.

En un momento de la reunión con la prensa, Sandro pidió una guitarra para cantar uno de sus “nuevos temas”. Mentía. Hizo sonar una melodía pegadiza y de moda entonces, escrita por otro cantante de fama fugaz. La letra era de Sandro, pero nunca la grabó. Era imposible. Relataba una historia de amor clandestino entre una modelo por entonces famosa y otro cantautor –casado– que también estaba en la cresta de la ola. Todo el mundo conocía el romance “secreto”, pero nadie hablaba de él en los medios. La música elegida por Sandro tenía un estribillo que terminaba en “Sucundum-Sucundum”. Cada vez que lo repetía, con su mano derecha hacía un movimiento rotundo, que remitía al coito. Aludía, claro, a la parejita en cuestión.

Tengo apenas dos temas cantados por Sandro: “Música de Rock-and-roll”, incorporado a una antología del rock argentino, y “Mi amigo”, una canción que aparece en un disco de León Gieco. Lo recuerdo con afecto por su carisma, su simpatía y su perfil anticareta.

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