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Lunes, 3 de diciembre de 2012

LITERATURA

Textual

Mario se había convertido en entrenador de mi memoria. En las madrugadas me ponía en contacto con historias perdidas. Me miraba con sus irritados ojos de insomne y pedía que repitiera lo que había dicho para cerciorarse de que mis nuevas memorias se fijaran. Yo había olvidado los detalles que olvida un drogadicto, es decir, las escenas vergonzosas que justifican la forma en que te miran los demás. Ir de gira al Bajío puede ser ignominioso, pero yo ignoraba hasta qué punto. Mario me lo recordó. Nos presentamos en León, Silao, Celaya e Irapuato para acabar en La Piedad, que refutaba su nombre oliendo a cerdos a dos kilómetros a la redonda. Tocamos entre agricultores, seminaristas y zapateros deseosos de alucinar con ramalazos de alto volumen. Borré esos escenarios porque a lo largo de esa gira me oriné en los pantalones y cada noche estuve a punto de ahogarme en mi propio vómito.

Eran los momentos bajos de una conducta que en su origen fue admirablemente placentera. Nunca me gustó la mariguana ni el té de tila. Odio los remedios de la lentitud. Amaba la coca. Podía ser feliz al descubrir que en un papel aún quedaba una esquinita con polvo. Sólo de verla sentía una punzante delicia. Luego venían los timbales, la percusión del cosmos, la trepidante seguridad de ser el único sobreviviente de algo atroz. Hablaba y hablaba y hablaba. Era feliz sin necesidad de que me oyeran. Mis latidos eran mis ideas.

* Fragmento de Arrecife (Anagrama)

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