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Martes, 26 de febrero de 2013

CINE › JENNIFER LAWRENCE

A pura verdad

 Por Horacio Bernades

Dos gestos rompieron la monotonía del superensayado y sobreescrito show de la 85º entrega de los Oscar, y los dos fueron de sendas damas. Uno lo aportó la cada día más grande Meryl Streep, cuando dijo que no venía con su vestido sino sobre su vestido, en referencia a que venía pisándoselo. El otro fue, claro, la espectacular caída de otra que pinta para grande y por razones semejantes a las de su fabulosa colega. Jamás se vio nada igual en los ochenta y cinco años de existencia del premio. Olvidada tal vez de que estaba enfundada en tremendo campanario de telas superpuestas, que llegaban hasta el piso, al escuchar “And the winner is... Jennifer Lawrence”, la chica primero puso cara de azorada y luego salió disparada, viniéndose en banda, sobre las escaleras que llevan al escenario y frente a una audiencia estimada en cientos de millones de espectadores.

¡Con qué altura se lo bancó! Cuando todos los presentes en el Dolby Theatre se pusieron de pie para aplaudirla, la rubia comentó, como quien piensa en voz alta, que lo hacían de lástima, por el tropezón que fue caída. Eso es lo que hace grande a Jennifer Lawrence: la modestia (hay que tenerla, para pensar que si tus pares se paran para aplaudirte es por lo ridículo que sos), la falta de distancia entre pensamiento y acción, la continuidad entre cine y vida. Porque, vamos, en el momento en que se eyecta hacia el escenario, la señorita Lawrence se está comportando exactamente igual que su impetuosa viudita temprana de El lado luminoso de la vida, que desde el momento en que conoce a Bradley Cooper lo empieza a correr por todo Boston. No es que lo corre: le sale al cruce, apareciéndose siempre desde fuera de cuadro y poniéndose a la par, forzándolo a hacer jogging juntos, por más que el otro no quiera.

En la crítica de esa película, el firmante conjeturó que tal vez la clave de grandeza de ese film fuera la carga de verdad que transmitía. Ahora acaba de comprobarlo: era verdad, Lawrence era así. No se trata de postular una teoría ingenua de la actuación, según la cual lo ideal sería que los actores hicieran todo el tiempo de sí mismos. Sí de sostener que para que una actuación impresione como verdadera es necesario proyectar en ella algo de sí mismo. En un video que circula desde hace un tiempo por Facebook, al terminar una entrevista Lawrence saluda, se levanta, se va... y se deja un premio sobre la mesa. “Perdón”, dice, sin salir del todo del azoramiento. “Sorry, award”, le pide disculpas después al premio, por habérselo olvidado.

En esa entrevista le hacen la clásica pregunta-chivo sobre quién le diseñó la ropa y tiene que repreguntarle a su asistente, que está detrás de cámara, porque no está muy segura. “Mientras preparás la toma la ves dando vueltas por el set, medio colgada –cuenta David O. Russell, director de El lado luminoso de la vida–. Uno teme que no esté en papel, pero cuando la cámara se enchufa automáticamente.” Se enchufa: lo suyo no es cuestión de grandes obsesiones metódicas, sino de acción-reacción. Respuesta inmediata, piña va-piña viene: por eso sale tan crudo y directo. Sobre todo en El lado luminoso de la vida, que nos parece su mejor actuación. Mejor que en la consagratoria Lazos de sangre, su primera nominación, de tres años atrás. No su primer Oscar, que es lo que este cronista publicó erróneamente la semana pasada: no sólo las actrices cometen tropezones. El primer Oscar de Jennifer Lawrence es éste, que tal vez se haya dejado olvidado en el Governor’s Ball.

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