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Lunes, 14 de julio de 2014

LITERATURA

Textual

Hasta 1882 mi vida perteneció a otro hombre. Como yo, también se llamaba Xavier Durand, vivía en esta misma casa, tenía la misma altura, los mismos ojos verdes y el cabello abundante y rojizo. Pero él pintaba de pie esos grandes cuadros audaces que hoy se disputan los marchands de París. Sin duda mi confesor encontrará los datos biográficos de ese Durand que fui en las páginas de cualquier enciclopedia. Por ejemplo: “Durand, Xavier (1845), artista sudamericano, de ascendencia francesa, nació y vivió en Buenos Aires, pero fue en París donde se inició en la pintura como discípulo de Jean Dubois e integró brevemente el movimiento impresionista. El estrecho contacto con las corrientes artísticas más importantes de su tiempo (alternaba su residencia americana con largas estadías en Europa), influyó en la obra de Durand, apartándola de la tradición costumbrista local e imprimiéndole un original manejo de la luz y el color. En 1882, ya en la cumbre de su éxito”.

¿Te escandaliza, amigo del futuro, que el texto calle las cosas que verdaderamente narran la historia de un hombre? Porque aunque me dedicaran algo más que esas pobres líneas de recuerdo, no hallarías un comentario sobre el patio, no te mostrarían la casa del Temple, como la ven mis ojos, y hasta Germinal se corrompería en la belleza inmunda de unas tablas, como la mariposa atravesada por el alfiler. A mí me tiene sin cuidado.

* Fragmento de Abisinia, páginas 24-25.

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