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Martes, 24 de febrero de 2015

CINE › LA CEREMONIA FUE TAN DESLUCIDA QUE LA ALFOMBRA PARECíA DESCOLORIDA

Un mundo entero a la deriva

Con su show, sus speeches, su aire de fiesta de casamiento o de carro del triunfador, la ceremonia anual expresa la construcción imaginaria que Hollywood hace de sí mismo, pero los números de stand-up ya no acidifican el exceso sacarínico.

 Por Horacio Bernades

Todos los años Hollywood pone en escena su canto de sirena, la ceremonia de entrega del Oscar. Otros lo llamarían “relato”. Con su show, sus speeches, su aire de fiesta de casamiento o de carro del triunfador, la ceremonia anual expresa la construcción imaginaria que Hollywood hace de sí mismo, para atraer hacía sí a miles de millones de navegantes, algo así como un mundo entero a la deriva. Cuando todavía existía algo parecido a lo que se llama “la magia del cine”, cuando la máquina todavía producía sueños, el espectador cinéfilo –que trepado a ella viajaba a otros mundos– podía sentirse incluido en una competencia en la que deseaba que algunos ganaran y otros no. El costado frívolo se saciaba con la alfombra roja, el glamour, los modelitos de los modistos top. Los números de stand-up acidificaban todo posible exceso sacarínico y solía haber verdadera incógnita sobre ganadores y perdedores. De todo eso queda la alfombra, que hasta da la impresión de estar descolorida.

Como se usa actualmente antes de ir a la disco, la “previa” del Oscar se hace cada vez más larga. Dos horas de alfombra rojo pálido el domingo pasado, contra tres horas y media de ceremonia. Se llega a ésta con el caballo bastante cansado, y entre la poca alfalfa y el zarandeo previo, a mitad del “show” el pingo echó los bofes y le queda todavía el equi valente de un largometraje por rodar. Son cada vez más los que abandonan antes de tiempo, cosa que antes nadie se permitía. ¿Cómo irse a dormir sin saber quién era el mejor director, cuál la mejor película? Ahora, entre que da más o menos lo mismo y mal que bien ya se sabe con semanas de antelación cómo va a salir todo, los fundamentalistas del aguante se reducen año a año. Todo conspira contra lo llevadero: la extensión, la falta de animación, la cara de trámite de todos los presentes y, en el fondo, el quid de la cuestión: ¿A alguien le generan entusiasmo películas como El código Enigma, La teoría del todo o Selma?

Gran Hotel Budapest juega en otra liga (igualitos a sus personajes, los integrantes de la banda Anderson; empezando por el propio Wes, chocho como un chico porque los miembros de su equipo ganaban premios), Boyhood está fuera de discusión y Birdman y El francotirador dan, al menos, para agarrarse de los pelos (de pelos distintos, pero pelos al fin). Pero, ¿el resto? Ya ni los escandaletes sacuden el árbol. El de este año fue que los blanquísimos miembros de la Academia no nominaron a Ava DuVernay, directora de Selma, y a David Oyelowo, su protagonista. La película narra, como se sabe, el momento en que la población afroamericana se pone de pie en Estados Unidos, reclamando su derecho al voto, en 1965, siendo brutalmente reprimida. La película es poco más que un telefilm, y la actuación de Oyelowo, apenas correcta. ¿Quién dijo que ambos fueron usurpados, quién convirtió en verdad universal e indiscutible que merecían ser nominados?

En síntesis –y no está mal que sea así, al menos es coherente–, en los últimos años la ceremonia se fue poniendo tan poco estimulante como las películas. Para peor, perseguidos por la elefantiásica extensión del show y la preocupante baja del rating, hace unos años los mandamases dieron orden de acortar los números de stand-up, que en su autocorrosividad son como la conciencia crítica de la entrega. Además, claro, de descanso cómico. El domingo hubo algo de lo primero (las alusiones al “olvido” de Selma; el número inicial, en el que Jack Black bajó el falso romanticismo de un hondazo) y poco de lo segundo (la imitación de la mejor escena de Birdman, con el conductor Neil Patrick Harris en calzoncillos).

A propósito de la conducción, no hay nada que hacer: por lo visto, los tiempos de Bob Hope y Billy Crystal ya no volverán. Harris no descendió, claro está, a los niveles de impavidez de James Franco un par de ediciones atrás, pero su estilo hiperastringente –reducido además por las directivas de acortamiento– no ayuda a dinamizar la cosa. Con lo cual todo lo que queda es el trámite como de gestión del DNI, la poca onda de muchos presentadores y las apelaciones de cajón al american dream, que en medio de tanto oropel suenan cada vez más fuera de lugar.

La única que dijo algo que produjera algo fue la gran Patricia Arquette (¡qué consuelo, que semejante actrizaza se fuera contenta a casa!). Como Norma Rae de gala, en el cierre de su speech la rubia llamó a sus compañeras de trabajo a seguir peleando por sus salarios. A diferencia de las declamaciones políticamente correctas que son flor y nata de nueve de cada diez premiados, el de Arquette fue un llamado a la lucha bien concreto, ante un problema bien real: a igual trabajo, las actrices de Hollywood cobran menos que los actores. Tan real y concreto, tan fuera de programa, que provocó el respingo de Mrs. Meryl Streep –reina sin trono de este reino–, que daba la impresión de querer saltar con la bandera al escenario. Lejos de toda demagogia, después de soltar lo suyo la actriz de Boyhood se perdió entre bastidores, sin lágrimas de cocodrilo ni emocionalismos fáciles. Siempre se le notó que era de madera noble.

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¿A alguien le generan entusiasmo películas como El código Enigma, La teoría del todo o Selma?
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