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Viernes, 17 de abril de 2015

CULTURA

Textual

La literatura sudafricana es una literatura en cautiverio, como se revela incluso en sus momentos más altos, atravesados como lo están por sentimientos de falta de un hogar y añoranza de una libertad sin nombre. No llega a ser literatura plenamente humana, preocupada de una manera poco natural por el poder y las torsiones del poder, incapaz de pasar de relaciones elementales de contestación, dominio y subyugación al vasto y complejo mundo humano más allá de ellas. Es exactamente la clase de literatura que uno podría esperar que se escribiese en una prisión (...) ¿Cómo salimos de nuestro mundo de fantasmas violentos a un mundo verdaderamente vivo? Este es un enigma que el Don Quijote de Cervantes resuelve para sí mismo con bastante facilidad. Deja atrás el calor, el polvo, la tediosa La Mancha y se adentra en los dominios de las hadas a través de lo que equivale a un acto voluntario de la imaginación. ¿Qué le impide al escritor sudafricano tomar un camino similar, escribir su salida fuera de una situación en la cual su arte, por mejor intencionado que sea (y aquí debemos ser honestos), es demasiado lento, demasiado anticuado, demasiado indirecto, y si tiene un efecto en la vida de la comunidad o en el curso de la historia, esto no es sino superficial y tardío?

Se lo impide lo mismo que a Don Quijote: el poder del mundo en que vive su cuerpo de imponérsele e imponerse en última instancia a su imaginación, que, le guste o no, reside en su cuerpo. La crudeza de la vida en Sudáfrica, la fuerza bruta de sus reclamos, no solo a nivel físico sino también a nivel moral, su insensibilidad y su barbarie, sus apetitos y sus furias, su codicia y sus mentiras, la vuelven tan irresistible como difícil de amar. La historia de Alonso Quijano o de Don Quijote (aunque, agrego, no el sutil y enigmático libro de Cervantes) termina con la capitulación de la imaginación ante la realidad, con un retorno a La Mancha y a la muerte. Tenemos el arte, dijo Nietzsche, para no morir a causa de la verdad. En Sudáfrica, el arte tiene que contener ahora demasiada verdad, verdad a carretadas, verdad que avasalla y hunde cada acto de la imaginación.

* Fragmento del “Discurso de aceptación del Premio Jerusalén” (1987) en Cartas de Navegación (El Hilo de Ariadna), páginas 193 a 195.

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