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Viernes, 20 de agosto de 2004

HOMENAJE

Adiós a Marosa

 Por Marta Dillon

Comeremos de las flores que crecerán de tu espalda, después de este día cualquiera en el que, como haremos cualquiera de nosotros, los que estamos vivos, te fuiste de la constancia de los días y los cafecitos en el Sorocabana. De los jardines en los que eras capaz de encerrarnos entre lianas de palabras, enramados de olores que se desprendían del papel en cualquier momento que un libro de los tuyos se abriera en cualquier parte. Así de huérfanos quedamos los que estamos en el mundo y conocimos el tuyo, aunque parezca un atrevimiento hablarte así, como si la intimidad de tu ventana de bar nos hubiera pertenecido, más aún cuando estás muerta de muerte natural y ya no podrás quejarte con gesto displicente y mirada torcida de tantas aprendices en busca de palabras que morían por tocar un pedacito de tu manto. Y eso que hay quien dice que los poetas nunca mueren, que viven en sus textos. Y en algunos casos puede ser verdad, incluso en éste. Porque en definitiva es fácil decir tu nombre, Marosa, ese nombre que se demora en el paladar, y traer algo de esa presencia que volvía pequeño cualquier escenario y era capaz de convertir a los hurones en amores, las glicinas en tías y las diamelas en vergeles de mariposas negras que seguramente acompañarán tu cortejo. Sin embargo, esta poesía está para ser dicha, dicha en la boca de Marosa Di Giorgio. Y de esa orfandad apenas si nos salva alguna grabación rescatada que afortunadamente guarda la voz de la reina del Sorocabana.
Dicen que te habían robado hace poco. Dicen que ya no querías ver a nadie, maltrecha como estabas por una furia inexplicable que destrozó tu mano, la que escribía. Dicen que las piedras preciosas de tus textos encontrarán otras bocas y que seguirán construyendo universos exuberantes, exóticos, que crecen en volutas y se enredan como enamoradas del muro o aparecen en las sombras como hongos carnosos habitantes de los relatos que alumbrabas así, de improviso, porque una palabra tomaba tu mano y la llevaba al papel antes de que un nuevo impulso se impusiera y te llevara a caminar entre gardenias y alelíes como los que vos decías que había en ese lugar en el que de buenas a primeras te cambió la vida a los cuatro años. ¿Y cómo cambió? Fue una inquietud, dijiste, una ansiedad por relatar lo que los demás no vemos, una alerta constante, algo que nunca duerme. ¿Dormirás ahora? ¿Crecerán flores de la base de tu espalda? ¿Habrá un fruto sobre el que echar sal cuando no quede más que tierra en tu lugar? ¿Habrá poesía?
Marosa Di Giorgio ha muerto. Ya no más los ojos de mirada torva y un maquillaje siempre derrapando más allá de la boca. No más flores rojas sobre el escenario, no más vestidos de pecas rojas y escote de encaje, ni su pelo largo ni sus uñas rojas o azules como azares. No más Marosa. No más muñecas arrebatadas de su inmovilidad para deambular en las noches donde acechan ladrones de corazones en vela ni casorios entre animales fantásticos ni colibríes picoteando en el sexo de señoras ávidas de misales y pedrerías. Quedan 13 libros, es cierto. Queda un eco de su voz en quienes tuvimos la fortuna de escucharla alguna vez y quedamos arrobadas frente a su presencia de duende o sacerdotisa, capaz de organizar las más sencillas ceremonias –el pan a la mañana, el rocío sobre las calas, el beso en la mejilla y hasta la visita al ginecólogo– como fastuosos tedéum para rendirse de rodillas. Adiós, entonces, a Marosa. Aquí nos quedamos, con el alma atravesada.

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