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Viernes, 12 de abril de 2002

VINCULOS

Las convivencias forzadas de la crisis

La psicoanalista Haydée Toronchik trató en muy poco tiempo varios casos que hablan de la actualidad argentina: parejas con hijos que, apretadas por el desempleo, deben volver a vivir con sus padres. El trance no es emocionalmente gratis ni fácil, pero hay maneras de pilotearlo como para pagar la menor cantidad de costos posible.

 Por Sandra Russo

La psicoanalista Haydée Toronchik está sorprendida, casi apabullada por la seguidilla de casos que la crisis le trajo hasta su consultorio de Palermo: en tres meses recibió a seis parejas, de diversas edades, que por la fuerza bruta de las circunstancias conocidas debían abandonar sus casas y mudarse, o bien a la casa en la que uno de sus miembros había vivido de soltero, o bien, en un caso en el que trató a una pareja de adultos mayores, a la de uno de sus hijos. En todos los casos, dice Toronchik, la caída en picada y el horizonte de una mudanza forzada, con todos los sentimientos de humillación y fracaso que produce, hizo que al menos uno de los miembros de esas familias, niño o adulto, presentara síntomas físicos. Los más comunes fueron migrañas o alergias. Cada familia es un mundo y en cada uno de esos pequeños mundos debió internarse la psicoanalista para ayudar a quienes de un lado y del otro, tanto mudándose como recibiendo a los mudados, estaban viviendo ese trance como lo que es: un pasaje penoso a una situación que ninguno de ellos hubiese elegido, algo que se impone y contra lo que todos se rebelaban. Así y todo, algunas claves en el tratamiento grupal de esas familias le permitieron sacar conclusiones que tal vez puedan ser útiles a otros.
“Primero llegó una pareja poco armónica, con muchas discusiones, mucha tensión entre ellos. Tenían dos hijos, de siete y nueve años, que habían empezado a tener problemas escolares. El marido trabajaba hacía años como cuentapropista, tenía una fotocopiadora. Desde que se casaron, vivían en un departamento alquilado. También era alquilado el local de la fotocopiadora. Vienen a consultarme, porque él había llegado a la conclusión de que no podían seguir pagando el alquiler ni de la fotocopiadora ni del departamento. No tenían recursos. En la primera entrevista, con mucha angustia, él plantea la situación. Ella se pone furiosa. Está muy tensa, no quiere hablar del tema. Desde hace un mes ella ha vuelto a tener una alergia de piel que no tenía desde niña. Está toda brotada. Cuando yo le pregunto, ante su furia, si ella ve otra alternativa que la que ofrece el marido, que es ir a vivir a la casa de los padres de ella, dice que no. El marido la acusa de portarse como ‘una nena caprichosa’. Los padres de ella están dispuestos a recibirlos, incluso en el negocio del padre de ella el marido puede poner la fotocopiadora. Pero ella dice que no quiere saber nada, y también dice que se siente ‘muy humillada’. Después salió a la luz una antigua rivalidad entre ella y su hermana, que está en una buena situación económica. Los padres de ella son gente razonable. Los cité y vinieron aquí, y dijeron comprender el mal momento que está pasando su hija. El tema que debimos trabajar en este caso, en función de esta mujer, fue cómo recuperar el orgullo personal, en qué cosas uno basa su orgullo. Poco a poco, entre la pareja y los padres de ella, fuimos hablando y aclarando el panorama: sí había cosas que ella había dejado de hacer, cosas baratas o gratuitas, como cursos de pintura, por ejemplo, que ahora, mudándose a lo de sus padres, podía retomar. Yo les pedí a todos que hicieran por escrito un contrato lo más detallado posible sobre la futura convivencia: cuanto más amplio ese contrato, mejor. Qué día iba a salir el matrimonio mayor, qué día la pareja joven, quién iba a cocinar, qué días, quién se iba a ocupar de la limpieza, quién decidía el menú, cómo se repartirían los gastos, en fin, todo lo más claro posible. Los veo un mes después; ya están mudados. Todavía están tensos, pero se sienten mejor”.
Toronchik reflexiona sobre este tipo de mudanzas de clase media, vividas como un fracaso por gente que se siente acorralada mucho más allá del tema bancario. El pasaje de la familia ampliada a la familia nuclear fue tan sólido, “que ahora si tenés veinticinco años y vivís con tus padres te miran raro”. Es casi imposible pasar por eso sin una sensación de derrota. En estos casos de caída social, los hombres, dice la psicoanalista, experimentan un sufrimiento enorme por no poder seguir funcionando como proveedores familiares para su esposa y sus hijos, mientras las mujeres suelen sufrir porque se sienten responsables no del estado económico de la familia, sino del estado emocional: si su familia no es feliz, se echan la culpa. Estas situaciones, además, traen la mayoría de las veces regresiones de sentimientos o conflictos que en la adolescencia no se resolvieron. Eso fue muy visible en el siguiente de los casos.
“Vino otra pareja con una historia parecida. Al marido le bajaron la mitad del sueldo y su trabajo peligraba. Tienen una nena de seis años. Todavía tienen unos pequeños ahorros, pero no quieren esperar a haberlo perdido todo. Están pensando en mudarse a la casa de los padres de ella, pero ella dice, cuando vienen a verme, que tiene mucho temor de que su padre y su marido peleen, porque siempre han rivalizado. En esa familia, la madre y ella han sido siempre las contemporizadoras entre el padre y el marido de la hija. Les planteo que hagamos las cosas de otro modo: que esta vez, el padre y el marido arreglen primero sus cuestiones a solas, que se digan todo lo que tengan que decirse, sin la presencia de las mujeres, y que entre ellos dos decidan si es posible o no que la pareja joven se mude a la casa de la pareja mayor. Los hombres se citan en un bar varias veces. La condición es que no cuenten nada a sus mujeres sobre lo que hablan o discuten. Es algo entre ellos. Finalmente, después de peleas y mucho hablar, viene el padre a decir aquí que se siente muy bien, porque esta vez ha podido decir todo lo que piensa, que ha podido controlar su hostilidad él solo, y que cree que van a poder convivir razonablemente bien. Vienen la madre y la hija, y escuchan esto. Instantáneamente ellas dos empiezan una pelea increíble, a los gritos. Yo no podía creer lo que escuchaba. “Vas a dejar todo tirado”, le gritaba la madre. “Me vas a hinchar todo el día”, le gritaba la hija. Les hice notar que estaban discutiendo como una madre de una adolescente y una adolescente. La hija ya es una mujer adulta, pero estaba actuando como una adolescente. Casi automáticamente se dieron cuenta las dos de lo que estaba pasando. Las dos vivían una regresión, estaban instaladas nuevamente en la relación que habían tenido quince años antes”.
En estos casos, no solamente los que deben mudarse experimentan sentimientos encontrados: también los padecen quienes deben recibir en su casa a una familia ya formada. Interrumpir la propia intimidad para ayudar a un hijo en problemas es un tema que debe ser trabajado con la mayor honestidad, aclara Toronchik, pero para eso es necesaria, a veces, la ayuda de un tercero que permita pronunciar palabras a veces impronunciables. Eso se ve en este caso.
“Una pareja joven, con un bebé. A ella no le renovaron el contrato en la universidad y él es escribano: hace meses que no escritura nada. Piensan irse a vivir a la casa de los padres de ella, que es cómoda y tiene espacio, pero ella dice que pese a que sus padres le dicen que sí, ella percibe que lo hacen de mala gana. Cito a los padres de ella y, efectivamente, este matrimonio mayor me dice que adoran a su hija y a su nieto, que también con el yerno se llevan bien, pero que a esta altura de la vida la sola idea de convivir con un bebé les resulta completamente insoportable. Tienen sus ritos, sus horarios, su tranquilidad. Habían hablado con amigos, lo habían hablado mucho entre ellos, pero decían: ¿cómo se le dice a una hija en problemas que uno no desea convivir con ella? Estaban profundamente angustiados. Les dije que pensaran si existía alguna otra posibilidad, pero que era necesario, si no la había, franquear esto, hablarlo. Bueno, lo hablamos con la hija y su marido. La chica primero se puso muy, muy triste, pero después les dijo que los comprendía, porque ella tampoco quería irse a vivir con ellos, ni criar a su bebé delante de su mamá. Una semana después, vinieron los padres: unos amigos de ellos tenían una casa en un country y no la podían mantener, de modo que estaban dispuestos a cederla a cambio de que alguien pagara los servicios. Los padres ofrecieron, entonces, mudarse ellos a la provincia, al country, y dejarle al matrimonio joven la casa familiar de Capital. Este caso tuvo un final bastante afortunado”.
Finalmente, el último caso que trató Toronchik fue a la inversa: “Un matrimonio mayor, de clase media, había decidido achicarse el año pasado para vivir más cómodamente su vejez. Se mudaron a un departamento más chico y la diferencia de dinero fue al banco. Quedó en el corralito. No tienen recursos, no pueden pagar el alquiler ni la prepaga. Tienen dos hijos varones. La reunión entre todos fue terriblemente angustiante, porque nadie puede zafar de sentirse mal. El hijo con la casa más grande va a recibir a sus padres y el otro va a pagar la prepaga. No sé cómo terminará este caso, porque es vivido por todos con muchísimo dolor”, afirma la psicoanalista.
Toronchik afirma que en todos los casos ella intentó poner las prioridades sobre la mesa: lo más importante es que ningún miembro de esa familia pase hambre, o no tenga techo, o tenga frío. Todo lo demás se puede trabajar. “Es importante que todos acepten que nadie quiere dar algo a cambio de nada, y que es más honesto plantearse esas mudanzas como algo transitorio, inevitable a veces, pero manejarlas de modo tal que todos sientan que han ganado algo. Los que llegan y los que reciben.” Gastos compartidos, obligaciones compartidas, momentos de intimidad asegurados por ese contrato en el que Toronchik insiste. “¿Cómo manejar el tema del sexo, por ejemplo? ¡Si es difícil con chicos, imaginate con padres! De modo que aunque no se hable puntualmente de eso, es necesario que cada pareja tenga un día de intimidad, o salidas que les permitan a los más jóvenes estar a solas, pedir casas prestadas, ir a hoteles. Como sea, pero esa intimidad hay que preservarla”, dice. Se trata de acuerdo múltiples, trabajosos, picantes, que trajo la crisis con su oleada terrible. Pero incluso sabiendo todo esto, hay maneras para timonearla lo más piadosamente posible para uno y para los que uno quiere.

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