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Viernes, 8 de octubre de 2004

LITERATURA

La magia existe

Liliana Bodoc comenzó a escribir La saga de los Confines –compuesta por tres volúmenes, Los días del Venado, Los días de la Sombra y el recientemente aparecido, Los días del Fuego– hace ocho años, sin pensar siquiera en publicar. Pero logró construir un universo particular y emocionante en el que la épica se despega del maniqueísmo y se ancla, por primera vez, en América, la de los pobres, los oscuros. Además creó personajes femeninos, sexuados y llenos de matices, que hacen un aporte único al género, en cualquier idioma que se lea.

 Por Mariana Enriquez

Liliana Bodoc creció en un barrio cercano a una fábrica de cemento. Cuando tenía cuatro años, su familia se mudó de Santa Fe a Mendoza, y pasó su infancia en un vecindario fabril enclavado en un paisaje agreste, rocoso, polvoriento, el verdadero desierto que es Mendoza cuando la tierra no recibe el alivio del riego. Y cree que, por muchos motivos, allí nació su relación cercana con lo mágico, un concepto que ella se niega a relacionar con algo que no existe. “Cuando digo magia ya existe; es un concepto tan viejo como el hombre. Y lo mágico tiene la función del horizonte, que se corre para ir más lejos. El relámpago fue algo mágico, hasta que el hombre lo entendió. Y siempre va a ver cosas que no podamos entender. De lo contrario, el mundo sería horrible.”
Cuando era niña, Liliana Bodoc imaginaba que aquella sombra que la acechaba desde la ventana era algo sobrenatural. Y, de alguna manera, esa creencia permaneció, porque no tenía a nadie que le demostrara lo contrario. “Perdí a mi madre cuando era muy chica, y como cualquier niña sola tenía tendencia a ver otras cosas en los pequeños detalles extraños de la realidad. Me faltaba ese alguien que explicara. Pero mi relación con lo mágico también puede haber sido la respuesta a un papá maravilloso, marxista y ateo a rajatabla. Mi papá dice: ‘No es que yo no crea en Dios. Sé que no existe’. Es duro el tipo. Entonces, yo creo en Dios. Un poco de rebeldía. Además, no es cosa menor perder a la madre. Es una marca que no se sacude así nomás. Uno crece con la idea de que no tiene alguien que te perdone cualquier cosa, y eso hay que procesarlo. El cariño de los demás hay que ganárselo, el de tu vieja no. A ella le hubiera gustado sin siquiera procesarlo La saga de los Confines”.

El último fuego
Bodoc le puso punto final a La saga de los Confines, su extraordinaria trilogía de fantasía épica, hace apenas tres meses. “La terminé sobre el pucho, y honradamente mi primera sensación fue de alivio. Lo terminé, me dio la vida y la salud. Cumplí. Después, uno empieza a sentir un vacío, cierta desazón, porque hay un compromiso conmigo misma de cerrar este ciclo, no extenderlo en apéndices ni nada. Hay una melancolía. Los voy a extrañar.”
El primer libro de La saga de los Confines, Los días del Venado, comienza con los preparativos para una guerra en las Tierras Fértiles, amenazadas por el Odio Eterno, hijo de la Muerte que viene a invadirlos desde las Tierras Antiguas, del otro lado del Mar. Misáianes, apoyado por una casta de magos autócratas, manda sus ejércitos hacia las Tierras Fértiles, donde, entre otros, conviven los husihuilkes que viven de una economía horizontal, anárquica, los Señores del Sol, con su estructura de castas y nobleza, y los zitzahay, en cuya capital habitan los Supremos Astrónomos, aristócratas de la sabiduría. En el primer gran enfrentamiento, triunfan las Tierras Fértiles, pero la guerra continúa en Los días de la Sombra: Misáianes, lejos de estar derrotado, lanza una segunda ofensiva contra las Tierras Fértiles, que llega con su madre, la Muerte, como líder. “Al aliarse con el Odio –explica Bodoc– ha perdido su sentido, su función natural que es procurar al mantenimiento de la vida. La apuesta de las Tierras Fértiles es a que la Muerte vuelva a encontrarse con su esencia, que es el polo opuesto a la vida, para que entre ambas el mundo siga.” En el final, Los días del Fuego, la Muerte apaciguada vuelve a su rol, mientras se desata la última batalla en dos planos: el de las Tierras Fértiles y el de las Tierras Antiguas, donde se agita la resistencia clandestina a Misáianes. El cierre, más circular que abierto, podría dar pie a una continuación, pero Bodoc se niega a seguir. “No quiero estirar, exigirle más a algo que puede agotarse. Quiero pensar y escribir otras cosas.”
Cualquier resumen sobre la trilogía es injusto, porque es una narración con muchas capas de significado, con demasiados personajes entrañables, deuna imaginación desbordada, un estilo poético y anafórico, y una emoción palpable. Bodoc nunca se centra en los conflictos de la guerra y la política, e introduce el universo de lo privado de una forma casi irreverente para un género tan duro. Con cada libro se aleja más y más del maniqueísmo, y aparecen las ambigüedades: el mundo de las Tierras Fértiles tiene sus conflictos particulares, sus enfrentamientos entre economías y cosmovisiones diferentes (los anárquicos husihuilkes y los monárquicos Señores del Sol). No existe la restauración de la paz mediante la llegada de un Nuevo Orden encarnado en un Rey; no hay discursos tranquilizadores, y la tensión permanece. El Mal no contamina la totalidad de las Tierras Antiguas, donde bulle la resistencia. En el nuevo mundo después de la guerra aparecen micropoderes, en una diseminación donde nadie es el más importante; no hay un escenario de hegemonía.
A estos niveles de complejidad se suman las mujeres, siempre ignoradas en la épica, o relegadas a símbolos de paciencia y domesticación. Aunque esta mirada es importante para Bodoc –en algún sentido, el género se lo exige–, aparecen personajes como Acila, una política consumada, feroz, impiadosa; la princesa Nanahuatli, que cruza el continente detrás de su amor y no va a la guerra sólo porque no se lo permiten; la joven husihuilke Wilkilén, que introduce la ternura y la sensualidad. La mujeres de La saga de los confines son una de las contribuciones más importantes de Bodoc a la renovación del género, no ya sólo en lengua castellana. Y a esto se suma una galería de personajes inolvidables: los guerreros Dulkancellin y Thungür, el valiente artista Cucub, los chamanes (Kupuka, el Padrecito del Paso, el Masticador).
Y, quizá más importante que todo lo anterior, la relectura del género –especialmente del texto fundacional, El Señor de los Anillos de J.R.R. Tolkien– que introduce Bodoc es ideológica: la suya es una épica americana, de los derrotados, los de piel oscura, los pobres; lejos de la mitología del norte de Europa, se basa en la literatura y la cosmovisión de los pueblos precolombinos, desde el imaginario hasta el lenguaje narrativo. Sólo eso, la originalidad del enfoque, resulta valioso; si a eso se le suma la potencia del texto, tanto en su estructura como en su emotividad, se puede decir que estamos frente a una obra importantísima en el género, y en la literatura argentina en general.

La épica de los otros
Todas estas consideraciones exceden a Liliana Bodoc, que sólo puede sentir vértigo ante los merecidos elogios. “Estoy tratando, hasta donde se puede, de preservar mi alegría y mi salud mental, que es escasa de por sí. Trato de cuidarme de los ataques de pánico, que ya los he sufrido, y dejo que suceda lo que suceda. Lo que pasa ya es mucho más de lo que esperaba. No quiero empezar a pensar en una proyección internacional, en que me traduzcan... Para mí ya está. Publicar es más de lo que yo soñaba. Ursula K. Le Guin me escribió un mail impresionante, de una generosidad enorme. Casi me hago pis ese día; fue cuando salió Los días de la Sombra, que le hizo llegar nuestra amiga común Diana Bellesi. Ella es un referente, y en la carta se lamentaba porque ya no tiene el tiempo ni la salud para traducir mi libro; asegura que si no lo haría. Eso me conmovió, me apabulló. Fue otro regalo inesperado.”
–¿Cómo empezaste a escribir la saga?
–Fue hace casi ocho años, de una forma absolutamente privada. No tenía planeado nada. Fue sin ningún aspaviento psicológico o emocional, como quien decide una cosa cotidiana. Quise intentar escribir el libro con el que soñaba, la épica de los que sufren, los olvidados, los oscuros, este continente. Mi única relación con la literatura era la de estudiarla y amarla; abandoné la carrera de Letras cuando me faltaban cuatro materias para terminar, y siempre había amado la poesía y a los autores latinoamericanos predecibles, García Márquez, Rulfo... en ese sentido, yo estoy marcada generacionalmente. Empecé a armar un mundo cerrado con un trabajo bibliográfico, sin referencias editoriales, sin saber qué iba ahacer con lo que había escrito. Vine a Buenos Aires, lo dejé en varias editoriales, la mayoría me dijeron que no, hasta que apareció Norma.
–¿Con qué textos trabajaste?
–Mi hija, que es estudiante de antropología, fue la gran proveedora de textos. Usé el Popol Vuh aunque es críptico; pero uno entiende el ritmo, la belleza de las imágenes, la cadencia. Y trabajé mucho con los cronistas de Indias, las leyendas mapuches, la literatura azteca, Mircea Eliade. No es difícil conseguir el material, si se rastrea por la parte de antropología. Sí es mucho menos visible: tiene que ver con que toda la cosmovisión aborigen americana está oculta. Yo conocí una poética de los aztecas que es de una sutileza y una hondura infernales. Tenían una teoría del arte refinadísima, una claridad meridiana. Decían “la vasija es una mentira del barro, pero siendo mentira del barro muestra el verdadero rostro de la tierra, que es ser bella, madre, contenedora”. Ese modo de tergiversar para decir la verdad, el artificio, está muy presente en la filosofía azteca.
–De todos modos no hay una relación directa: los pueblos de La saga de los Confines no son estrictamente los pueblos americanos.
–No. Si bien hubo una referencia y trabajo bibliográfico, trabajé libremente sobre ese referente, no puse a la ficción de rodillas ante la realidad. Hice y deshice como me dio la gana. Lo único categórico es el punto de vista ideológico. Uno tiene que ponerse de un lado. Aunque nada es ni negro ni blanco, en algunos casos hay que decir contundentemente de qué lado se está. Sin embargo, dentro de esos pueblos hay roces. Es lo que uno ve: el pueblo musulmán, dividido, por ejemplo, todas las guerras fraticidas.
–A Tolkien le molestaba que se leyera El Señor de los Anillos como una metáfora de la Segunda Guerra Mundial. ¿Te molesta que La saga de los Confines pueda tener una lectura relacionada con la realidad actual?
–En absoluto. Lo hago conscientemente. Yo trabajo con la fantasía de manera alegórica y metafórica, de la misma manera que Tolkien, Le Guin o Gorodischer en Kalpa Imperial, para referir al mundo del aquí y el ahora; para mí el poder no tiene que estar hegemonizado por nadie, ni siquiera por un rey bueno, como en el caso de El Señor de los Anillos. Recuerdo todo el tiempo nuestras guerras, nuestra hambre, nuestra miseria, nuestro dolor para que las guerras ficcionales tengan carne y verdad. Mis libros no son algo ingenuo. La guerra de guerrillas que se da en la saga, las inmolaciones, los suicidios, no están por casualidad. Hay muchos personajes que se suicidan por una causa, y me hago cargo de que eso referencia directamente el mundo contemporáneo. Mis hermanos tuvieron militancia política de izquierda, y aunque yo miraba de afuera y tenía mis discusiones con ellos, aprendí mucho. Y creo que eso se nota.
–¿Cuánto jugó lo ideológico en la construcción de las mujeres?
–No tanto. Las lecturas ideológicas se pueden hacer después, y creo que son correctas. Pero muchas decisiones pasaron por la escritura. En realidad, si las mujeres son todas iguales, es aburrido. Las nuberas son desfachatadas, eróticas, infieles, Nanahuatli es caprichosa. Vieja Kush es la protectora. Acila es como una Malinche al revés; sabía que tenía que tenerla, pero resignificada. Ella es una estratega, y es una Eva, en algún sentido. Si todas tuvieran el mismo color es un plomo. Sí es consciente que las mujeres tengan sexo, menudo detalle; las mujeres de la épica, que vienen de la tradición de la caballería, suelen tener un lugar asexuado. Creo que la entrada del erotismo es una pequeña contribución al género, que tiene que innovarse para permanecer. Lo sexual no es explícito porque el género me retenía la mano, pero quise que estuviera.
–¿Cómo trabajaste con el chamanismo?
–Quería que los magos fueran laburantes de la magia. Nada les resulta fácil, no tienen una varita mágica que puede cambiar todo. Kupuka se muere trabajando, el Padrecito del Paso se queda sin manos tratando de inventar la pólvora; tienen que entenderse con la tierra tal cual lo hacían loschamanes. Con El Masticador aparece la innegable relación del chamanismo con los alucinógenos como camino de conocimiento. Todo es búsqueda, riesgo, trabajo. El chamanismo fue la medicina de este continente, también su ciencia, y su psicología.
–¿Y cuál es tu mirada sobre el héroe?
–Hay una evolución, que también fue un trabajo sobre lo masculino. Del primer héroe Dulkancellin hasta su hijo Thungür hay un paulatino alejamiento de lo estrictamente genérico, traté de hacerlo conscientemente. Lo más importante fue la distancia con el maniqueísmo: Dulkancellin es muy maniqueo, Thungür no, es un tipo lleno de dudas, de zozobras, decreta la pena de muerte a pesar de él mismo, por ejemplo. Ya no quería un héroe que todo lo sabe; quería alguien que duda.
–Algo notable es que en tus libros no hay ninguna supremacía...
–Me importaba que no la hubiera, por eso se trasladó la resistencia a las Tierras Antiguas. Si dejaba como luchadores sólo a los de las Tierras Fértiles, caía en mi misma trampa. Terminábamos siendo nosotros los buenos: los oscuros, los sureños, los pobres. Y ellos, los rubios, iban a quedar como los malos. Y no quería eso: necesitaba luz en las Tierras Antiguas también. No hay marcas relacionadas con la excelencia espiritual. Me parece peligroso y arriesgado decir que nosotros somos los buenos. Además, no es verdadero. Hay que ser muy cuidadoso con ese tema, y no siempre las cosas son leídas como una quiere. Me pasó algo muy doloroso en Chile, donde la cultura mapuche tiene una presencia importante y el libro anda muy bien. Yo estaba dando una charla y en la primera fila estaba un mapuche que me clavaba los ojos negros mientras hablaba. Me miraba con mucha rabia, tanta que me perturbaba, y me impedía hablar. No entendía por qué me miraba así. Yo entiendo su dolor, de dónde viene, pero esa mirada me quedó como una cosa fulera, era feroz. Deseaba que se enojara, que me hablase, que me diera la posibilidad de decirle algo. Pero él sólo dijo que no hablaba con los wincas. Me trató como un invasor. Yo también tengo muertos parecidos a sus muertos, pero él cerró el diálogo, y fue una situación muy difícil.
–¿Qué es lo más difícil de escribir en fantasía épica desde una sensibilidad femenina?
–Narrar las batallas fue todo un trabajo para mí. En general, nosotras no jugamos con los soldaditos. Tuve que leer, preguntar, ver películas, ver el Discovery Channel hasta cansarme, para empezar a entenderlo desde lo intelectual: el tema técnico de las armas, las distancias, la estrategia. Pero después, el dolor y el miedo de la guerra lo entendemos todos, así como la diferencia entre tener o no una causa para ir a pelear.
–¿Te atacaron por ser mujer y atreverte con un género tradicionalmente escrito por hombres?
–Más bien me han ninguneado. Pero ya mucho menos. La persistencia empieza a hacer que te acepten. Los ataques son muchísimo menos virulentos. Por ejemplo, los tolkenianos me invitaron a un congreso para dar una charla, con todo cariño. Yo respeto mucho a Tolkien, adoro El Señor de los Anillos, pero creo que debe ser resignificado con otras lecturas, iluminarlo con muchas luces; él lo hubiera aceptado, porque era un hombre muy abierto, un estudioso. Además, cada vez hay más mujeres que escriben fantasía. Hay un agotamiento del género y hace falta otra mirada. Trabajar en la épica es ganar un espacio hegemonizado por los hombres. Es otra conquista.

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