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Lunes, 27 de enero de 2003

FúTBOL › EL DESTINO EXTRAÑO DE LOS QUE JUEGAN A OTRA COSA

El raro mundo de los ARQUEROS

La insólita historia de un “goalkeeper” inglés perdido en la niebla ejemplifica las peripecias a las que están expuestos los jugadores que la agarran con la mano, se visten distinto y se alegran cuando muchos sufren.

Por Ricardo Plazaola

El día no era uno más en Inglaterra, pero nadie lo sabía en el pequeño estadio: como todos los sábados, la pelota iba y venía a pesar del barro, el árbitro estaba en su puesto y los jugadores en los suyos, y uno de los pocos hinchas que había ido esa tarde fría a la cancha escuchaba con su portátil la BBC y se enteraba de los nuevos aprestos para atacar en Irak. Estaba incluso –liviana– la niebla, que en Inglaterra surge en cualquier momento de cualquiera de los cuatro mares.
Fue la niebla, sin embargo, la que cambió la tarde: de pronto, comenzó a espesarse de tal manera que el arquero de este lado no veía el otro arco. De a poco, el arquero dejó de ver a su similar del rival, que se había parado casi fuera del área. Luego perdió de vista al línea que marcaba de aquel lado, y se le borró el puntero derecho propio y el jugador contrario que le hacía marca personal.
La niebla se hizo tan espesa que de pronto al arquero se le escondió, como detrás de un telón, todo lo que quedara más allá de mitad de campo, zona a la que entraban la pelota y los jugadores después de maniobras con cierta lógica, pero de la que salían por cualquier lado, azarosamente, sorprendiéndolo a él y al líbero, que con buen criterio se había retrasado un par de pasos.
El arquero intuía que su equipo estaba atacando cuando veía más o menos quieta la espalda de su líbero, y tomaba precauciones defensivas cuando aparecían en su mínima visual un par de caras amigas y algunas de las otras.
Así estuvo, con los ojos casi tapiados por ese algodón, hasta que en algún momento ni siquiera pudo seguir viendo al último hombre de su defensa. Según declaró esa noche a un cronista de la BBC, comenzó a preocuparse cuando la ausencia del líbero se prolongó. Pensó que, si había intentado un ataque sorpresivo –sobre todo porque nadie lo vería– ya era tiempo de que recuperara sus posiciones en retaguardia. La demora le hizo pensar que el líbero, si no estaba participando de una ofensiva sostenida de su equipo sobre el arco contrario, podía estar expulsado o lesionado, incluso de gravedad, y él sin enterarse.
El paso del tiempo –creyó que había pasado media hora, después le contaron que habían sido sólo diez minutos– lo llevó de la preocupación a la bronca: ¿dónde estaban sus compañeros? Cada segundo que pasaba era la posibilidad de que una pelota lo sorprendiera, y no supo qué hacer, salvo retroceder hasta la línea del arco y clavar los ojos en el algodón, que se hizo tan espeso que ni los palos veía.
Consideró entonces que era el momento de irse: si le hacían un gol, el referí no se iba a enterar. Hizo un par de pasos hacia la línea del área, pero se detuvo atemorizado: la cancha era un monstruo enorme y vacío. Por suerte, en ese oportuno momento escuchó una voz conocida: “¿Dónde está ese fucking goalkeeper?”, le preguntaba el utilero al masajista. Lo estaban buscando desde que, ya en el vestuario y con el partido suspendido, sus compañeros se dieron cuenta de que se lo habían olvidado en el área chica.
Esto que ocurrió realmente en Inglaterra, es algo que sólo le puede pasar a los arqueros. Ellos tienen una evidente predisposición a episodios anormales porque, dicho con todo respeto, no son normales como pueden serlo el resto de los jugadores. No porque los transforme el arco: ellos eligen ese puesto y así, un día, quedan a contramano de todos.
El arquero es otra cosa. Está siempre a nuestras espaldas, y cuando más nos divertimos –atacando– es el que menos participa de nuestros placeres. Es el que menos abrazos recibe, es el que menos recompensas se lleva: si jugamos bien, ni la toca; y si jugamos mal, lo sufre más. Cuanto más cerca estamos de él, peor la pasamos.
Está únicamente para impedir. Está para alegrar al rival defeccionando. Sin él no somos nada, pero con él nada es suficiente. Del gol en contra todo nuestro sistema defensivo es responsable, pero se lo cargamos a su cuenta. Es parte fundamental de nuestro equipo, pero no juega a lo quejugamos nosotros, juega a otra cosa (juega a atajar). Nosotros nunca utilizamos las manos salvo para el saque lateral, él sólo utiliza los pies para alejar la pelota de su arco. Si el nueve nuestro gambetea al arquero de ellos en su área es un genio, si nuestro arquero gambetea al nueve de ellos en el área nuestra es un maldito irresponsable.
Cuando lo embocan, fue porque se equivocó o porque no hizo lo suficiente, y si no lo puteamos es porque le perdonamos la vida. De vez en cuando, si se manda una jugada heroica, recibe una palmada. Pero cuando hacemos un gol, en el festejo está más solo que el árbitro.
Si ganamos, el goleador es el héroe del equipo y el ídolo del club, del barrio o del país, y el arquero es una pieza más del equipo. Pero el arquero responsable de una derrota, en cambio, se tiene que meter bajo la cama: sus hijos lloran a escondidas y sufren en el colegio, su mujer lo palmea con lástima, algunos vecinos se ríen a sus espaldas, y hasta es conveniente que esconda el auto para que no se lo rayen. Usa gorra, guantes, a veces pantalón largo, una camiseta distinta de todas y tiene un entrenamiento especial.
El arquero tiene el mundo dado vuelta: disfruta del momento y del espacio cuando sólo ve espaldas, se preocupa cuando sólo hay rostros, empalidece cuando sólo ve ojos, se quiere morir cuando sólo ve piolines.
De adelante le pueden llegar nada más que peligros. Y atrás del arco ruge un monstruo experto en lanzamiento de objetos duros y certeros.
En la Argentina, el más expuesto es el arquero de la B: el alambrado no es tan alto ni tan sólido, el foso insalvable no existe, y el número de policías nunca es suficiente. En cambio, el arquero de la A tiene mayor protección, y el de la C tiene menos enemigos, y hasta es posible un cuerpo a cuerpo. En la B, en cambio, se combinan la ansiedad por el ascenso, por el descenso, un número suficiente de hinchas para meter miedo y la cifra menor de agentes del orden.
La C es más familiar: el arquero ya conoce a los miembros de la hinchada rival y hasta el orden de las puteadas: primero la madre, después la hermana, y luego los hábitos sexuales. Raros, los arqueros: a pesar de todo, siguen firmes bajo los tres palos.

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