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Lunes, 26 de julio de 2004

FúTBOL › OPINION

Sigamos jugando así

Por Pablo Vignone

Si esto que pasó no le hubiera ocurrido a la Selección Argentina, habríamos podido subrayar una vez más lo lindo que es el fútbol, lo emocionante que resulta, lo fantástico que es ver un partido definirse de una manera tan cambiante.
Pero le sucedió a la Selección Argentina y entonces suena a mal chiste. Aunque los observadores imparciales puedan sostenerlo con el mismo énfasis, un inobjetable pudor impide reconsiderarlo aquí.
El equipo nacional vivió en carne propia esa cuota de injusticia que suele ser propia de este deporte, que no se da –por ejemplo– en el básquetbol, donde el que mejor juega es, seguramente, el que gana.
A juzgar por lo que pudimos ver por las pantallas de TV, la Argentina dispuso de ocasiones de gol en proporción de 3 a 1 respecto de su rival, mereció sin duda ganar el partido en el tiempo reglamentario, y lo estaba logrando hasta la desafortunada jugada del segundo minuto de descuento.
Y lo estaba consiguiendo porque –a diferencia de Brasil y a pesar de algún cambio inicial sobre cuya oportunidad puede discutirse, pero que en modo alguno tiene un gramo de responsabilidad sobre el resultado global– la Argentina fue el único equipo que en esta Copa América supo reunir dos valores que en fútbol de hoy suelen estar divorciados.
Victoria y protagonismo.
Le sucedió durante casi toda la Copa, a excepción del partido contra México y ayer. La Selección eligió un planteo que parece haber pasado de moda, a caballo de la voluntad imperante en el fútbol actual, esa que pone todas las fichas en el tapete verde donde dice “no perder” antes que tirarlas a ganador. Bielsa y los jugadores, o al revés, o como fuere, prefirieron siempre asumir el protagonismo de los partidos como señal de tránsito hacia el arco rival.
Aunque se le cerraran los espacios hacia el gol, aunque la victoria resultara más sufrida, aunque tardara en concretarse.
Casi siempre se le dio. Especialmente contra Ecuador y, sobre todo, contra Colombia. Consciente de la carga de un prestigio histórico que defender (ése que, en palabras del Coco Basile, había que defender “hasta en los amistosos”) y dotado con una convicción fabulosa en un medio calculado y calculador, que cada tanto lo incita a jugar como, por ejemplo, jugó Brasil ayer, regalando la pelota y el terreno para jugar agazapado a la espera de un contragolpe salvador.
Por supuesto, los brasileños celebran este título sin importarles que el equipo haya ganado semifinal y final por penales. Eso es anecdótico. Allá Brasil, que insiste con Carlos Parreira como entrenador, un “ganador” que prefiere desandar otro camino para sacar resultados.
La caída de ayer no puede poner en tela de juicio la actuación del equipo, su actitud y sus premisas para pararse en el campo. No puede utilizarse para desatar una cuenta regresiva, ni computarse como punto de inflexión. Aunque el hincha común ya no tolere más la derrota.
Jugando como jugó en Perú, aunque parezca mentira, la Selección siempre tendrá más chances de ganar.
¿No habrá sido que pagamos, en ese minuto fatal del descuento, la factura divina por aquel pelotazo de Rensenbrink en el palo? ¿O fue por la genial travesura turinesa de Caniggia?

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