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Domingo, 13 de abril de 2008

NOTA DE TAPA

Novelas de dos mundos

 Por Juan Forn

Una novela real
Minae Mizumura

Traducida del japonés por Mónica Kogiso
Adriana Hidalgo Editora,
Buenos Aires, 2008,
607 páginas

En 1898 un veinteañero ignoto llamado Futabatei Shimei cambió por sí solo el criterio de traducción literaria en Japón e inauguró la literatura moderna de su país. Educado en una escuela bilingüe de Nagasaki donde todas las materias se dictaban en ruso, con profesores rusos, Shimei pensaba, como muchos jóvenes de su época, que eso le serviría para conocer mejor la mentalidad del enemigo. En cambio descubrió la literatura rusa, y fue un amor fulminante, que terminó de sellarse el día en que Shimei se sentó a traducir un cuento de Turgueniev respetando a rajatabla el original y con esa traducción demostró a sus compatriotas cómo podía sonar, cómo sonaba realmente la literatura rusa en japonés.

Desde que Japón había abierto sus fronteras al mundo, treinta años antes, venía produciéndose en la isla un acelerado proceso de fascinación con todo lo occidental. La avidez por comprender a Occidente era en realidad afán de por fin ser parte del mundo real, luego de siglos de insularidad. Pero aquel mundo era tan diferente que a veces resultaba incomprensible para un japonés. Por eso tenían enorme popularidad las honkaku shosetsu: esas versiones en japonés de las grandes novelas decimonónicas europeas (desde Balzac, Dickens y Tolstoi a los Dumas y las Brontë) cuyas peripecias y personajes eran “japonizados” por los traductores para que al lector nipón le fueran más comprensibles (a veces también se las resumía e incluso se les cambiaba el final). La minuciosa, maníaca, ferviente manera de traducir a Turgueniev de Futabatei Shimei permitió por primera vez al lector nipón experimentar cabalmente el estilo, la pluma de los escritores occidentales, cosa que abriría el diálogo entre la tradición japonesa y europea de hacer literatura, cosa que daría como resultado el nacimiento de la literatura japonesa moderna.

En lo sucesivo, las simpáticas honkaku shosetsu quedarían relegadas, pero no serían del todo descartadas: con el tiempo se convirtieron en el objeto perfecto con el cual iniciar en la práctica de la lectura a los niños –y en especial a las niñas– de Japón. A propósito, honkaku shosetsu significa literalmente novelas ortodoxas, novelas como dios manda.

Lo cierto es que las honkaku shosetsu eran un objeto de otra época en el Japón de posguerra. El culto a Occidente había cambiado mucho con la ocupación del general McArthur. Para los japoneses cuyas nacientes empresas comenzaban a abrir filiales en el extranjero valía mucho más ser enviado a Estados Unidos que a Europa. Pasar de las carencias del Japón de posguerra a la Norteamérica de Eisenhower y Doris Day era como tocar el cielo con las manos. Y eso fue lo que sintió la familia de Minae Mizumura (padre, madre, hermana mayor y la pequeña Minae) al entrar en el coqueto chalecito en Long Island que les había elegido la empresa.

Corrección: eso sintieron todos los miembros de la familia Mizumura menos Minae. “Yo sentía como si hubiese sido arrojada a ese mundo, y con la obstinación de los adolescentes le cerré mi corazón y me dispuse a dejar que los años pasaran”. En lugar de celebrar su nueva vida, en lugar de aplicarse a estudiar inglés, como su hermana mayor, su padre y hasta su madre, Minae se refugió en la pequeña biblioteca de honkaku shosetsu perteneciente a la infancia de su madre, que providencialmente había llegado desde Japón entre el equipaje de la familia. Minae devoró uno por uno los libros del estante, y volvió a leer desde el primero cuando terminó el último, y mientras tanto elegía materias como plástica o francés en la escuela, para hablar el mínimo inglés posible, y mientras tanto su japonés fue alimentándose secretamente de la límpida y atemporal prosa de aquellas novelas, además de absorber distraídamente el lenguaje mucho más desflecado y coloquial de las visitas que se hacían presentes cada fin de semana en casa de los Mizumura y procedían a alcahuetear con los dueños de casa acerca de cada uno de los integrantes de la pequeña comunidad nipona de Long Island.

En una de esas veladas dominicales oyó Minae por primera vez el nombre de Taro Azuma, un muchacho japonés apenas tres años mayor que ella, huérfano de guerra, llegado a América como chofer particular de un magnate con inversiones en Tokio, que al poco tiempo de arribar se quedó sin trabajo y sólo logró entrar en el escalafón más bajo de la empresa donde trabajaba el padre de Minae gracias a los buenos oficios de éste. El padre de Minae en cierta manera adoptó al joven, lo llevó varias veces a su casa a cenar, le dio hasta los libros de inglés que había usado su propia familia para aprender el idioma y se sintió traicionado el día en que el pujante Taro Azuma decidió sin el menor escrúpulo dejar la firma ante una mejor oferta laboral de una empresa norteamericana.

Los años pasan. Taro Azuma logra tener su propia empresa, la primera de las que habrán de conformar su imperio. Mientras tanto, el padre de Minae muere, la madre se vuelve a casar y la hermana termina la universidad. Ambas han adoptado el american way of life y se quedan a vivir en Estados Unidos, mientras que Minae regresa a Japón, cursa la carrera de letras, se dedica a enseñar y a escribir. Enseña en la universidad, publica una novela, empieza a escribir otra, se traba. Recibe de tanto en tanto invitaciones para enseñar un cuatrimestre en alguna universidad norteamericana. En esos viajes ve a su hermana y llegan a sus oídos comentarios sobre el ascenso continuo y la soltería impenitente de ese muchacho tan atractivo y misterioso que supo trabajar para su padre antes de empezar su meteórica carrera en el mundo de los negocios.

Los años pasan. Y, un día, Taro Azuma desaparece. Primero no se comenta otra cosa y luego se va olvidando de a poco la noticia en la comunidad nipona en territorio estadounidense. Minae está dando un modesto seminario de literatura japonesa en una universidad californiana, cuando un muchacho japonés la intercepta antes de clase y le pregunta si es cierto que ella conoció a Taro Azuma cuando era joven. Ese muchacho que ha llegado por mero azar y descarte hasta ella, ese muchacho que ha conocido al Taro Azuma que nadie más en América conoce, y que fue uno de los últimos en verlo en Japón antes de su desaparición, ese muchacho que conoce todos los secretos de Taro Azuma menos uno (el menos importante de todos: su paradero) y que necesita contarle a alguien todo lo que sabe, es como si le dijera a esa estricta y metódica señora de mediana edad en que se ha convertido la antaño obstinada adolescente Minae Mizumura: ¿querés que te dé lo que estuviste buscando ávidamente todos estos años?

Así encuentra Minae Mizumura el libro de su vida: en el relato que le hace ese muchacho, unido a sus propios recuerdos de Taro Azuma y de Long Island en los años ’60, y del Japón de su primera infancia y del que se encontró a su regreso de Norteamérica (el Japón de la Burbuja Económica y el del fin de los años de pujanza). Y por debajo de todo, dictándole en secreto cómo contar esa historia están aquellas honkaku shosetsu de su infancia, esas novelas leídas una y otra vez que conformaron la secreta identidad de Minae Mizumura, la piedra angular de su decisión de no quedarse en América sino volver a Japón, y escribir, escribir en japonés, escribir en ese japonés de otra época, de otro mundo, absorbido de las honkaku shosetsu de su infancia, una novela de verdad, una verdadera novela, una novela como dios (el dios de la literatura) manda.

Mizumura le puso de título a su novela Honkaku shosetsu, textualmente. El libro tuvo sus lectores iniciales en el reducido circuito académico literario japonés, como había ocurrido con la obra anterior de Mizumura, pero esta vez su camino no se detuvo allí: pasó esa primera frontera y siguió circulando de mano en mano, ganó un premio de prestigio y reconocimiento como el Yomiuri, se reimprimió y reimprimió, comenzó a ser traducida. El mes pasado llegó a nuestro idioma (con el título Una novela real). Leopoldo Brizuela, que había conocido a Mizumura en el Programa Fullbright de Iowa, y Oliverio Coelho, que la conoció en Japón a instancias de Brizuela, convencieron a Adriana Hidalgo de publicar este novelón de seiscientas páginas y le hicieron hace unas semanas un hermoso reportaje a Mizumura en adn, en el que terminaban preguntándole su opinión de Haruki Murakami. Con su respuesta, la Mizumura espantó a muchos de los lectores argentinos que podría –que debería– tener su novela. Dijo: “Tengo entendido que todas las traducciones de Murakami se basan en la versión inglesa, que está muy editada y acortada respecto del original. Supongo que su editor inglés ha hecho un excelente trabajo, porque no conozco ningún intelectual japonés que se tome en serio los libros de Murakami”.

También Murakami ha fijado su posición sobre los intelectuales japoneses. En el prólogo de su último libro de cuentos, Sauce ciego, mujer dormida, dice que el relato “Conitos” “revela en forma de fábula, como podrán ver fácilmente los lectores, mis impresiones del establishment literario japonés, al que nunca pude integrarme”.

Hasta el final de su vida, Kawabata se negó a editar en forma de libro su folletín de juventud La pandilla de Asakusa. También planeaba quemar el manuscrito de Lo bello y lo triste antes de morir. Conozco lectores argentinos de Kawabata que, en cuanto se enteraron de eso, les dejaron de gustar de golpe aquellos dos libros maravillosos. Privarse de Mizumura por la opinión que emitió sobre Murakami (o descalificar a Murakami por esa boutade de la Mizumura) sería igual de desafortunado.

Permítanme explicar por qué. Si hay un libro reciente en la literatura japonesa que tiene lazos subterráneos de hermandad con Una novela real, ese libro es Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, un novelón de seiscientas páginas (como el de Mizumura) que retrata los cambios en la sociedad japonesa de la posguerra para acá (como el de Mizumura), que ganó el Premio Yomiuri (como el de Mizumura) y cuyo autor es Haruki Murakami.

¿Pueden ser tan afines los libros de dos escritores que tienen tan poca empatía el uno por el otro? ¿Pueden tener tan escasa empatía personal los autores de dos libros tan íntimamente afines? No lo sé. Lo que sí sé es que Murakami y Mizumura enfrentaron similar incomprensión y necedad cuando decidieron escribir Crónica del pájaro que da cuerda al mundo y Una novela real. En el caso de Murakami, no sólo decepcionó a sus fans por no limitarse a publicar un Tokio Blues tras otro, sino que irritó a la intelligentzia al osar escribir una novela “en serio” sobre la psique nipona y las consecuencias del culto ciego al Emperador, la derrota en la Segunda Guerra y el boom económico posterior. En el caso de la Mizumura, durante años debió soportar la incredulidad con que muchos de sus amistades y colegas académicos veían su decisión de dónde vivir y qué hacer con su vida: ¿volver al Japón, en lugar de quedarse en Estados Unidos? ¿Escribir en japonés, habiendo tenido la oportunidad de que el inglés fuese su idioma?

Mizumura dice al respecto: “La elección entre el inglés y cualquier otro idioma no representa una elección entre dos idiomas. Representa una elección entre un idioma universal y un idioma local”. Y va más lejos: “Mi propósito quizá parezca megalómano. Escribo en japonés para evitar que el mundo sucumba a la tiranía del inglés”.

El japonés de Mizumura es de una limpidez atemporal (algunos lo adjudican al hecho de que Mizumura haya vivido tanto tiempo fuera de Japón y otros al efecto residual de aquellos honkaku shosetsu devorados en la adolescencia). Sugestivamente, Mizumura usa ese japonés unánimemente elogiado por las críticas de su país para crear un mundo a la manera de las grandes novelas europeas. Usando una en particular como comodín: Cumbres borrascosas de Emily Brontë. Una novela real es –como supo serlo la excelente Ancho mar de los Sargazos de Jean Rhys– un cover, una reescritura de Cumbres borrascosas, sólo que ambientada en Japón: Taro Azuma es Heathcliff, el libro ofrece una poderosa historia de amor y odio. Pero, a la vez, es un artefacto completamente autónomo: un fresco fascinante de las expectativas que había en Japón por reintegrarse al mundo en los años posteriores a la Segunda Guerra (o, para remontarnos más lejos, al comienzo de su vínculo con Occidente en 1868) y cómo la emulación y mimetización con lo occidental “ha uniformado nuestras vidas y nos ha dejado con las manos vacías de sentido y llenas de nuestra propia versión de la sociedad de masas”.

En los 150 años que van desde 1868 hasta hoy, dice Mizumura, Japón “hizo realidad a un altísimo precio su sueño de estar a la par de Occidente, económica y tecnológicamente. Pero también es cierto que logró una sociedad en la que, a diferencia de lo que ocurrió siempre en nuestro pasado, ninguno de sus grupos puede ejercer total hegemonía sobre los otros”.

Ese cambio que ya ha ocurrido en las novelas de Murakami o de Banana Yoshimoto; ese cambio sobre el cual se interrogaban con atronadora delicadeza las novelas de Tanizaki y Kawabata, Mishima y Oé; ese proceso de cambio es el que vemos suceder frente a nuestros ojos a lo largo de la novela de Mizumura.

Retratar una época como si ya hubiese cristalizado, como si su sentido hubiese fraguado por completo, es una característica de las grandes novelas clásicas que se experimenta al leer Una novela real. Sospecho que aún somos muchos los que a veces nos olvidamos de que la segunda mitad del siglo veinte ya es otra época. Mizumura nos lo hace entender de manera magnífica hablándonos de un puñado de mujeres y un hombre en un rincón de Japón.

Vivimos una época en la que, por desgracia, no son frecuentes las novelas como ésta. Eso hace doblemente imperativa la lectura de Una novela real. Minae Mizumura es, para decirlo en una palabra, aquello que le faltaba a la literatura japonesa: una mujer de verdad, una escritora de verdad que escribe novelas de verdad, como las que supieron escribir Tanizaki y Kawabata, Mishima y Oé, y quizá también Haruki Murakami –mal que le pese a la propia Mizumura.

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