libros

Domingo, 15 de diciembre de 2002

RESEñAS

Preparen los pañuelos

Ni muerto has perdido
tu nombre
Luis Gusmán

Sudamericana
Buenos Aires, 2002
158 págs.

Por Jonathan Rovner
Es sabido que, aunque por momentos no parezca, la Historia es algo fragmentario. Está hecha de documentos que se pierden, monumentos que se deterioran y personas cuya memoria se fragmenta. Es por eso que necesita de la literatura. Porque no solo la memoria, los documentos y los monumentos son permeables al paso del tiempo. De hecho, las personas mismas pueden llegar a quebrarse. Y, se sabe, en la Argentina esa expresión ha cobrado un segundo significado. Es precisamente esa acepción de la palabra “quebrarse”, acuñada por las clases combativas en manos del Estado torturador, la que puede recorrerse en Ni muerto has perdido tu nombre, la nueva novela de Luis Gusmán.
“Un día va a venir Ana Botero y te va a explicar todo.” La frase, que se repite a lo largo de todo el texto, es la que Federico Santoro, hijo de desaparecidos, ha escuchado desde que era chico, de boca de su abuela. Ana Botero, por su parte, hacía veinte años que no escuchaba ese, su propio seudónimo de militancia. El relato arranca por efecto de la miseria. Varelita, un ex torturador que vive de pequeños chantajes a sobrevivientes en los que las heridas del terror todavía no cierran, llama a Ana Botero para decirle que sabe dónde encontrar a su marido desaparecido. La busca, la lleva, finalmente, a Federico Santoro, el hijo de unos amigos militantes, cuya vida le tocó salvar veinte años atrás.
“–¿Y por qué Ana Botero?
“–Iñigo me puso ese nombre por un día, nunca voy a saber por qué se le ocurrió.”
Entonces, razona Federico, nunca voy a saber quién es Ana Botero. Ni ella misma lo sabe. “Ana Botero es un nombre en la vida de un desaparecido.”
Esta novela, en más de un sentido, es una continuación de un proyecto narrativo que se inicia con Villa (ver la entrevista a Luis Gusmán publicada en Radarlibros el 17 de noviembre pasado). No solo establece una continuidad temática, sino que además Ni muerto... utiliza un narrador prácticamente idéntico, que no emite juicios de valor ni toma partido por ninguno de sus personajes. Si Villa era el intento de establecer una visión humanizante y hasta, por momentos, compasiva, del colaboracionismo, Ni muerto... aplica el mismo dispositivo pero, esta vez, sobre una víctima que sobrevivió delatando o, si se quiere, pagando por ello con la vida de sus compañeros.
Al igual que en la mejor tradición novelística, tanto los juicios de valor como la psicología de los personajes nunca se explicitan, sino que se dejan extrapolar de sus acciones. En la novela de Gusmán, esta idea parece ir un poco más allá. Como si la impronta psicoanalítica le representara una carga de la que deshacerse, Gusmán deja que sea el paisaje quien hable de sus personajes y emita juicios sobre la situación. Tala, el pueblo donde fueron secuestrados y asesinados los padres de Federico, queda a pocos kilómetros de una cantera. Así, es por efecto del viento norte (y no por el de los crímenes pasados) que el aire del lugar se torna prácticamente irrespirable y la gente debe andar cubriéndose la cara con pañuelos.

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