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Domingo, 3 de abril de 2005

UN FRAGMENTO DE LA MISTERIOSA LLAMA DE LA REINA LOANA

Gragnola, el anarquista

por Umberto Eco

Gragnola y yo hablábamos de todo. Le comentaba mis lecturas y él discutía con furor.

–Verne –decía– es mejor que Salgari, porque es científico. Es más verdadero Cyrus Smith, que fabrica nitroglicerina, que ese Sandokán que se abre el pecho en canal con las uñas sólo porque anda chocho tras una tonta de quince años.

–¿No te gusta Sandokán? –le preguntaba.

–A mí me parece un poco fascista.

Le conté que había leído el Corazón de De Amicis, y me dijo que lo tirara a la basura porque De Amicis era un fascista (...)

Como en el Nouvissimo Melzi había leído la entrada Hegel (“Sabio filós. al. de la escuela panteísta”), le pregunté quién era el tal Hegel.

–Hegel no era un panteísta, tu Melzi es un ignorante. Si acaso, el panteísta era Giordano Bruno. Un panteísta dice que Dios está por doquier, incluso en esa cagarruta de mosca que ves ahí. Imagínate qué satisfacción; estar por todos sitios es como no estar en ninguno. Bueno, pues para Hegel no era Dios sino que era el Estado el que tenía que estar en todos sitios, luego era un fascista.

–¿Pero no vivió hace más de cien años?

–¿Y qué importa? También Juana de Arco, una fascista de tomo y lomo. Los fascistas han existido siempre. Desde los tiempos... desde los tiempos de Dios. Sin ir más lejos, Dios. Un fascista.

–¿Pero tú no eras un ateo, que dice que Dios no existe?

–¿Quién lo ha dicho?, ¿el padre Cognasso, que está más en la inopia que un besugo? Yo creo que Dios existe, desgraciadamente. Sólo que es un fascista.

–¿Y por qué va a ser Dios un fascista?

–Oye, eres demasiado joven para que pueda hacerte un discurso de teología. Empecemos por lo que sabes. Recítame los diez mandamientos, ya que en el Oratorio te los tienes que aprender de memoria.

Se los recitaba.

–Bien –decía–, ahora presta atención. Entre estos diez mandamientos hay cuatro, fíjate, no más de cuatro, que aconsejan cosas buenas, aunque también ésos, en fin, luego volveremos sobre ellos. No matarás, no hurtarás, no levantarás falsos testimonios y no desearás a la mujer ajena. Este último es un mandamiento para hombres que saben qué es el honor; por un lado, no les pongas los cuernos a tus amigos y, por el otro, intenta mantener en pie a la familia, y eso puedo asumirlo; es verdad que la anarquía quiere eliminar también a la familia, pero no podemos conseguirlo todo de una sola vez. En cuanto a los otros tres, de acuerdo, es lo mínimo que te aconseja también el sentido común. Que, bien pensando y juzgando, mentiras las decimos todos, a veces con buenas intenciones, pero matar no, no hay que matar nunca.

–¿Luego?

–Veamos los demás mandamientos. Yo soy el Señor tu Dios. Esto no es un mandamiento, si no, serían once. Es el prólogo. Pero es un prólogo que te tima. Intenta entenderlo: a Moisés se le aparece un tío, qué digo, ni siquiera se le aparece, se oye su voz y quién sabe de dónde sale, y luego Moisés va a contarles a los suyos que los mandamientos hay que obedecerlos porque proceden de Dios. ¿Y quién dice que proceden de Dios? Esa voz: “Yo soy el Señor tu Dios”. ¿Y si resulta que no lo era? Imagínate que yo te paro por la carretera y te digo que soy un carabinero de paisano y que me tienes que dar diez liras de multa porque por esa carretera no se puede pasar. Tú eres listo y me dices: pues quién me asegura a mí que tú eres un carabinero; a lo mejor eres uno que vive de por culear a la gente. Déjame ver los documentos. En cambio, Dios le demuestra a Moisés que es Dios porque se lo dice, y punto redondo. Todo empieza con un falso testimonio.

–¿Tú crees que no era Dios el que le dio los mandamientos a Moisés?

–No, yo creo que era precisamente Dios. Digo sólo que usó un truco. Siempre lo ha hecho: tienes que creer en la Biblia porque está inspirada por Dios, ¿pero quién dice que esté inspirada por Dios? La Biblia. ¿Entiendes el timo? Bueno, sigamos adelante. El primer mandamiento dice que no tendrás a otro Dios más que a él. Así, ese señor te prohíbe pensar, qué sé yo, en Alá, en Buda o incluso en Venus, que, la verdad, tener como diosa a una tía que está más buena que un pan no está nada mal. Pero quiere decir también que no tienes que creer, qué sé yo, en la filosofía, en la ciencia, y que no debe ocurrírsete que el hombre desciende del mono. Sólo él, nadie más. Ahora presta atención, que todos los demás mandamientos son fascistas, están hechos para obligarte a aceptar la sociedad tal cual es. Acuérdate de santificar las fiestas... ¿qué me dices?

–Bueno, en el fondo manda que vayamos a misa los domingos, ¿qué hay de malo?

–Eso te lo dice el padre Cognasso, que, como todos los curas, no se sabe de la Biblia ni media. ¡Despierta! ¡En una tribu primitiva como la que Moisés se llevaba de paseo por el desierto, esto significa que debes observar los ritos, y los ritos sirven para atar al pueblo, desde los sacrificios humanos hasta las concentraciones del Pelado ante el balcón del Palacio Venecia! ¿Y luego? Honra al padre y a la madre. Calla, no me digas que es justo obedecer a los padres, eso vale para los niños que deben ser guiados. Honrar al padre y a la madre quiere decir respeta las ideas de los ancianos, no te opongas a la tradición, no pretendas cambiar la forma de vida de la tribu. ¿Entiendes? No le cortes la cabeza al rey como Dios manda; es decir, perdón, como deberíamos hacer en el fondo si la cabeza, la nuestra, la tuviéramos bien plantada en los hombros, sobre todo con un rey como el enanejo ese del Saboya, que ha traicionado a su ejército y mandado a sus oficiales a la muerte. Entonces entiendes que incluso el no hurtarás no es ese mandamiento inocente que parece, porque lo que manda es que la propiedad privada no se toca, que es la propiedad de los que se han enriquecido robándotela a ti. Si sólo fuera eso. Faltan aún tres mandamientos. ¿Qué significa no cometerás actos impuros? Los varios padres Cognasso quieren hacerte creer que sirve sólo para impedirte menear lo que te cuelga entre las piernas y, la verdad, ir a marear las tablas de ley por alguna paja pues me parece un derroche. ¿Qué tendría que hacer yo, que soy un fracasado, que esa buena mujer de mi madre no me hizo guapo, por añadidura me he quedado cojo y una mujer que sea una mujer no la he tocado nunca? ¿Y me quieres quitar también este desahogo?

Por aquel entonces yo sabía cómo nacían los niños, pero creo que tenía ideas vagas sobre lo que sucedía antes. De pajas y otros tocamientos había oído hablar a mis compañeros, pero no me atrevía a profundizar. Claro que no quería que Gragnola pensara que me chupaba el dedo. Asentí mudo, con compunción.

–Dios podía decir, qué sé yo, puedes follar, pero sólo para tener niños, sobre todo porque entonces en el mundo eran aún demasiado pocos. Pero los diez mandamientos no lo dicen: por una parte, no debes desear a la mujer de tu amigo, y por otra, no debes cometer actos impuros. En fin, ¿cuándo se folla? Hay que ver, tienes que hacer una ley que le vaya bien a todo el mundo, y mira tú, los romanos, que no eran Dios, cuando hicieron las leyes tal fundamento les pusieron que siguen funcionando aún hoy. ¿Y Dios va y te manda un decálogo que no te dice lo más importante? Tú me dirás: sí, pero la prohibición de los actos impuros prohíbe follar fuera del matrimonio. ¿Estás seguro de que de verdad era así? ¿Qué eran los actos impuros para los judíos? Ellos tenían reglas severísimas, por ejemplo, no podían comer cerdo, y tampoco bueyes sacrificados de una determinada manera y, por lo que me han dicho, ni siquiera boquerones. Entonces los actos impuros son todo lo que el poder ha prohibido. ¿Qué? Todo lo que el poder ha definido como actos impuros. Te los inventas y ya está: el Pelado consideraba impuro hablar mal del fascismo y te mandaba al confinamiento. Era impuro ser soltero, y pagabas el impuesto sobre el celibato. Era impuro agitar una bandera roja, etcétera, etcétera, etcétera. Y ahora lleguemos al último mandamiento, no codiciarás los bienes ajenos. ¿Te has preguntado tú el porqué de este mandamiento, cuando ya estaba no hurtarás? Si tú deseas tener una bicicleta como la de tu amigo, ¿has pecado? No, si no se la robas. El padre Cognasso te dice que ese mandamiento prohíbe la envidia, que sin duda es una cosa fea. Pero hay una envidia mala, esa envidia que, cuando tu amigo tiene una bicicleta y tú no, querrías que se partiera el cuello bajando por una cuesta; y está la envidia buena, cuando deseas también una bicicleta y te pones a trabajar como un loco para podértela comprar, aunque sea de segunda mano, y es la envidia buena la que hace progresar al mundo. Y luego hay otra envidia, que es la envidia de la justicia, la que hace que no te resignes a que alguien lo tenga todo y otros mueran de hambre. Y si sientes esa bella envidia, que es la envidia socialista, te pones en marcha para construir un mundo donde la riqueza esté mejor distribuida. Pero es precisamente esto lo que el mandamiento te prohíbe: no desees más de lo que tienes, respeta el orden de la propiedad. En este mundo hay quienes tienen dos campos de trigo sólo porque los han heredado y hay quienes los labran por un trozo de pan, y el que labra no tiene que desear el campo del amo, si no, el Estado se desmorona y estamos en la revolución. El décimo mandamiento prohíbe la revolución. Así es que, querido chico mío, no mates ni robes a los desharrapados como tú, pero desea todo aquello que los demás te han quitado. Este es el sol del porvenir y por eso nuestros compañeros están allá arriba en el monte, para quitar de en medio al Pelado, que subió al poder pagado por los latifundistas, y, claro, a los teutones de Hitler, que quería conquistar el mundo para que el tal Krupp vendiera más cañones, que mecacho con los pedazos de Bertas que construye. Pero qué entenderás tú de estas cosas, a ti que te han educado haciéndote aprender de memoria juro obedecer las órdenes del Duce...

–No, yo entiendo, aunque no todo.

–Esperemos.

Aquella noche soñé con el Duce.

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