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Domingo, 20 de mayo de 2007

En la vida de un pueblo

 Por Sergio Kisielewsky

Cuentos completos
Juan José Manauta
Eduner
470 páginas.

Juan José Manauta, qué duda cabe, es un escritor de talla. Posee un imaginario donde se sirve café a tías imaginarias y el patio siempre tiene un aroma a patio. En viejas casonas de cancel de hierro, en el paso de películas parlantes, en casuarinas y jacarandaes la escritura es vector de belleza que se asemeja a un parto natural.

¿Sobre qué trabaja su escritura? Sobre lo que fluye.

Mundos fantasmales, entrevistos en el sueño. Como si Chejov hablara en Gualeguay. Es la suya una escritura de gran estirpe donde los hombres se eyectan de sí mismos y atraviesan situaciones imprevistas.

Lo abyecto, lo fantasmal, el abismo que toca el escritor lo depura con su guante. Cuentos magistrales como “Tránsito”, “Paula” y por sobre todo “Alejo” van tejiendo un rosal de palabras donde los muertos preguntan sobre artículos de pesca y una mujer va en canoa a encontrarse con el esposo ausente. Si su modo de narrar fuese un ave, Manauta describe su imagen en pleno vuelo: la tiene entre manos. Pero ocurre que son historias humanas y su trayecto es la novedad.

Entonces todo puede ocurrir en un boliche de pueblo. Allí es donde deslumbra “Alejo”, un trabajo descomunal en una maquinaria de precisión. Posee el ritmo, casi, de un escándalo literario. La escena es un bar de ramos generales. Los olores de bebidas puestas ahí hace un siglo y un piso de madera que se hunde es su primera escenografía. Alejo es el hombre que está callado. Bebe en un rincón del boliche. Tres veces se repite la escena de intentar comprar cigarrillos (no es frecuente que algo que se repita tenga efecto). Pero el recurso es más que literario. Posee una articulación entre lo poético, lo cinematográfico y logra que la reiteración se vuelva una necesidad para el lector.

“El río se lo lleva todo”, dice uno de los personajes y comienza una peregrinación por los bares echando a crecer un texto conmovedor en la aridez de un pueblo. Esos hombres que nadan borrachos o que piden ginebra sin hablar, lo dice todo.

Si todo el andamiaje de Cuentos completos va en aumento, en Disparos en la calle el eje toca su propio centro de excelencia. Cambia el tono, cambia la raíz, mutan los personajes y de pronto un joven abogado recibe, por separado, a un hombre y a una mujer. La anécdota terminará fatal.

Pero vaya paradoja, la mano caliente del hombre que narra crea una bocanada de vida. Logra que se tamice la muerte en un juego de palabras donde la acción va y viene. Logra su pausa. Y el derrotero se intuye. Lo que sorprende, lo que turba, en definitiva, es la construcción de un malentendido y su desarrollo perfecto, conciso.

Cuentos Completos es un toque de atención, una llamada a derribar prejuicios (no sólo urbanos), sino a entender el mundo fuera de la ciudad.

Aquí hay soldados que participaron en las guerras de Pavón y Cepeda (“Para él, como para cualquier hombre de su tiempo, comer un caballo era como comerse a sí mismo”). Entonces aparece un espacio nuevo. La crueldad que se narra ocurre al unísono con el amor, en el modo de caminar de una mujer desnuda o la iniciación sexual de un muchacho. Cuando todo parece arreciar en los campos de batalla, el escritor echa mano a nuevos descubrimientos.

Ya desde la década del ’50 Manauta reflejó en su novela Las tierras blancas, la vida de los marginados por la explotación, los seres que aquí se suben a tristes carros polacos y juntan materiales para el trabajo.

La escritura es un pliegue donde la memoria se acosa a sí misma y despeja toda obviedad. Así en el libro Colinas de Octubre nace un poema a Ponciano Alarcón, el jefe de Martín Flaco. El vínculo entre el superior y el soldado adolescente no se interrumpe en ningún momento del libro.

La clave, entonces, es el comportamiento de dos seres solos. Es un recurso potente para que se bucee en lo que significa crecer en el marco de las guerras civiles de 1820 en adelante.

Las sombras de Urquiza y López Jordán están allí para que se mire sólo a esos dos guerreros. En los combates esos hombres serán algo más que el coraje, algo más que lo irrecuperable en esa llanura que los hostiga. Sólo laten la amenaza, el deseo, la tregua que se dan para volver a entreverarse.

Todo queda a salvo en la escritura. Las palabras hilvanadas en Cuentos completos es la arquitectura que sobrevivió a un incendio (“Porque a nosotros ya no nos queda más cera que la que está ardiendo”). Si hay algo que falta nombrar es el riesgo. Decir, por ejemplo, que Cuentos completos es un homenaje, tal vez uno de los mejores de las letras argentinas, a Borges, al que escribió “hay una hora en que la llanura nos quiere decir algo”.

Manauta es el escritor que pone el oído en la tierra y escucha el galope de la sangre.

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