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Jueves, 28 de junio de 2012

SIMON REYNOLDS CRONICA LA RETROMANíA

“Todavía hay un futuro allá afuera... creo”

A la vez que expresa que “puede que en el pasado la música tuviese una conexión mayor con el mundo real”, y arriesga que “ya no se necesitan canciones de protesta”, el gran analista contemporáneo del pop se preocupa por la sobreexplotación del pasado y la moda retro en la cultura juvenil.

 Por Federico Lisica

En un pasaje de Retromanía (Caja Negra), Simon Reynolds narra el recorrido por un museo dedicado al rock inglés. El crítico ya está en la tienda de regalos, no ha visto alguna sala sobre lo que vendrá, cuando advierte una foto de Johnny Rotten colgada con alfileres. Y en su cabeza resuena la frase final de God Save the Queen. La quejosa, compleja y vitalista “No Future” –sugiere Reynolds– se volvió explícita para la actualidad musical. Si en su anterior libro, el fundamental Después del rock, el periodista examinaba géneros inconclusos (el post punk y la psicodelia, por ejemplo), ahora sentencia que el reciclado ha cooptado a la maquinaria pop y a quienes la consumen. Para demostrarlo, bucea hechos y artistas puntuales (de reuniones de grupos a LCD Soundsystem) y analiza tendencias (el compartir discos en la web, la obsesión por las listas “lo mejor de...”, el pastiche sonoro y audiovisual como norma), mientras se sustenta con teóricos de aquí y allá (de Marx a Derrida), se pregunta –y provoca– por la innovación. “La retromanía no es lo único que está pasando, pero va a quedarse con nosotros un buen tiempo”, le asegura al NO el autor de una obra que aún sueña con la modernidad.

–En tu hipótesis, señalás que si bien lo retrospectivo no es nuevo en la música, se acrecentó en el último tiempo. ¿Hubo algún hecho que catalizó tu investigación?

–Fueron varios. Comenzó en los ‘90, cuando celebré el drum & bass, el jungle y la electrónica. Ya entonces veía al brit pop como el enemigo: me generaba preocupación esa atención por lo retro. Pero hubo tres cosas que me intrigaron justo antes de escribir, cerca de 2007. La primera fue el disco Love bajo el rótulo de Los Beatles, cuando George Martin y su hijo editaron esa especie de mashups de sus temas. Los Beatles son como una banda sagrada, pero ya no importaba que ellos no estuviesen implicados. La otra fue la idea de “Don’t Look Back”, una serie de shows del disco más célebre de un artista. No se trata de una reunión sino de recrear un momento y objeto singular al punto de fetichizarlo. Esto se extendió de forma muy rápida: ya lo hicieron Van Morrison con Astral Weeks y Sonic Youth con Daydream Nation. Y la última, por supuesto, fue YouTube. Cuando apareció, parecía que iba a ser un enorme archivo de videos, pero se volvió otra cosa, mucho más profunda.

–¿La música vuelta puro entretenimiento para quien la consume?

–Definitivamente hay algo más juguetón y menos respetuoso en lo retro. Puede que en el pasado la música tuviese una conexión mayor con el mundo real. Hubo un quiebre en su mecanismo, un tipo de desorden extraño. Si analizás las últimas marchas callejeras en el primer mundo, el movimiento “Ocupar Wall Street” por ejemplo, la música ya no sirve de banda de sonido. No han aparecido los Sex Pistols o el Bob Dylan de esta era. No hay canciones de protesta o raperos agitando. El punto es que ya no se necesitan canciones así.

–¿Las tecnologías digitales suplantan esa urgencia? Decís que “el iPod es lo más importante que le pasó a la música en la primera década del siglo”. ¿El medio es el mensaje de nuevo?

–Las tecnologías siempre influyeron. La radio... la rockola fue muy significativa, las bandejas para los DJs también. Pero con aquellos aparatos te perdías en la música. El iPod te da la posibilidad de usar los tracks. El mensaje es que podés controlar la música. Ya se hacía con los casetes y los CDs, pero el iPod te da más uso y espacio. Va acorde con que la música ya no funciona como demarcador de identidad. En un iPod podés tener la música que te gusta, pero también la que odiás. Nunca sucedió esto de que a la gente le guste todo.

–¿De qué forma opera la retromanía en el artista, el consumidor y la industria?

–El músico ahora se sumerge en el enorme archivo disponible. Es como una conversación entre lo que hace y el pasado. Creo que en los ‘60 las referencias eran inmediatas, el motown o el blues, por ejemplo, y las bandas las usaban para competir. Era puro presente. El post punk no dejaba de tener una mirada fija en el ahora. En los ‘90, la escena electrónica recurrió al archivo, pero no estableció una conversación como la que vemos ahora. La innovación se ha desacelerado y los músicos parecen más interesados en el pasado. El consumidor, por su lado, ya no va por el camino que tenía establecido; con las herramientas digitales tiene más poder y puede traer el pasado en forma instantánea. Consumidor y músico se han individualizado muchísimo. Y la industria encontró el filón para reciclar absolutamente todo: lo que fue editado y lo que fue descartado. Crearon un mercado que antes no existía: las reediciones, los lanzamientos aniversario, las rarezas, inventaron géneros como punk electrónico DIY...

–Hace poco, Roger Waters se presentó en la Argentina con The Wall y parte del público no aceptó que Pink fuese presentado como un asesino de masas. ¿La retromanía implica una nueva relación entre artista y consumidor?

–Es interesante. Roger Waters ha lanzado muchos discos como solista, pero cada vez ha vendido menos. Sus mayores logros vienen de su juventud, y hay algo lógico en su propuesta. Seguramente querrá hacer cosas nuevas, pero se tiene que volver su propio museo, aunque debe disfrutar de interactuar con su público... y también del dinero. Tampoco culpo al público que gasta mucha plata y quiere revivir exactamente algo puntual. Lo sugerente es que busque una garantía de satisfacción. Lo mismo que con las bandas tributo. Baja el nivel de riesgo. Existe una banda tributo de Genesis que ha logrado la aprobación de los miembros originales, hasta le dieron los visuales de sus shows. Así que tenés el OK, la imaginería, los que ejecutan, la vestimenta, hasta el mismo peinado. Eso podría ser algo nuevo. Una suerte de franquicia con giras por distintas partes del mundo.

–Un término que aparece en tu libro es el de hipster, que paradójicamente surgió en los ‘40 para retratar a gente blanca que amaba el jazz. ¿Por qué hoy está alejado de lo musical?

–En algunos aspectos sigue siendo bastante parecido. Gente blanca de clase media y algo bohemios, algo burgueses. Pero la conexión con la música de los primeros era a través del vivo, la transacción era experimentar la ejecución. No hay que perder de vista los aspectos raciales y sociales, de asimilarse con el otro para ver lo real, pero con estilo. Con el hip-hop también se dio algo así. Ahora el término se volvió global y se basa más en buscar lo distintivo, la diversión de forma intensa y rápida. Estar al tanto de lo último que se escucha en Africa. YouTube tiene mucho que ver. En Estados Unidos también pasa por asimilarse con la clase trabajadora blanca: su cerveza barata, sus sombreros, sus cigarrillos. Es una mezcla: por un lado es snob y por el otro es popular.

–Vampire Weekend, presente en Retromanía, es una banda con una doble referencia: Paul Simon y la música africana. Cuando se apuntó esto, quisieron desligarse de la etiqueta. ¿Por qué para los músicos lo retro es una mala palabra, mientras que sus referencias son cada vez más obvias?

–Hay como una asociación vergonzosa con la nostalgia. Lo superficial también hace lo suyo. De no ir a la sustancia, de quedarse con el envase. De buscar lo más raro porque sí. A la vez creo que la mala connotación del término está cambiando. Hoy se usa mucho el término vintage como una búsqueda más positiva y sofisticada. En Instagram tenés esta herramienta que les da a las fotos actuales el look de antaño. Lo retro hoy es lo cool.

–¿Fue profético que el siglo XXI comenzara con el retro-rock de White Stripes, The Strokes y The Vines?

–Esas bandas fueron una respuesta a la oleada anterior de electrónica. No fue una sorpresa que volviesen las guitarras. Debe reconocerse que eran bandas talentosas, especialmente The Strokes y Jack White. La vuelta del pop electrónico hoy convive con bandas retro. Jack White acaba de sacar un disco solista y tiene un cover de Little Willie John. Es el favorito de todos, y ya no sabés si su sonido es actual o de los ‘60. ¡Su mejor tema tiene más de medio siglo! Y no hay duda de que White es uno de los músicos más trascendentes de la última década. El mayor problema es que todo sea old fashioned (chapado a la antigua). ¿Qué será lo siguiente? Para mí son como el enemigo, aunque me gusten algunas de sus canciones.

–Bueno, en el libro te declarás culpable de ser parte de la retromanía. ¿Qué es lo más molesto y lo mejor del fenómeno?

–Lo peor son estas bandas como Alabama Shakes, The Black Keys o The Cribs, que hacen música en el siglo XXI, pero atascados en el pasado. Para mí es un error que un grupo actual suene como del ‘72. O Adele. A nadie se le ocurriría definirla como artista de la nostalgia, pero no pertenece a su época. Hace música de cincuenta años atrás. El pop siempre miró hacia adelante. Lo mejor: disfruto de YouTube como una máquina del tiempo. Eso y que puede que, incluso, el bagaje de la retromanía nos vuelva más astutos.

–Leyendo el libro, se nota que vas de la angustia al horror, de la reflexión a la fascinación. ¿Qué otra sensación te tomó por asalto?

–Un poco de nostalgia, tristeza y decepción. Sobre el final estaba fascinado con la idea de lo que pasaría con la música, cómo es que hemos terminado en este lugar extraño. Descubrí la hauntología como género, y el llamado hypnagogic pop, que es algo muy intrigante, de claras referencias al pasado, pero que nunca se había escuchado. Creo que es la música de este tiempo; la celebro, me encanta. Es estimulante a todo nivel, incluso al intelectual. Hay gente haciendo cosas muy interesantes, mezclando videos con audio. Ese fue un momento esperanzador. Sin dudas, hubo diferentes emociones. Me hubiese encantado hacer otro capítulo sobre la gente que está manufacturando el futuro. Todavía hay un futuro allá afuera... creo.

–Recientemente entrevistaste a Greil Marcus, quien acaba de editar El basurero de la historia. ¿Qué opina sobre la retromanía?

–No está interesado en ello. De alguna forma, lo que está haciendo es re-trabajar el pasado en una suerte de memorias. Las raíces musicales o el modo de evolución de la música que a él le gusta. Como Bob Dylan, que crea desde el blues y el country. No está a la caza de cosas como la hauntología, no es un adicto como yo al futuro.

–¿Hasta qué punto tu análisis sobre el tema no está cruzado por tu historia personal?

–En el libro hablo sobre ir creciendo, tener hijos. Me han dicho que estoy envejeciendo, que estoy atravesando la crisis de la mediana edad, y puede que así sea. Pero veo lo que escribía a mediados de los ‘80, cuando tenía veintipico, y era mucho más taxativo y negativo de lo que soy ahora. Es más mi personalidad que la edad. Soy un maniático. Y consistente. Si leés lo que escribí sobre la música electrónica en Energy Flash y sobre el post punk en Rip it Up and Start Again, muchos de los valores y miradas sobre el futuro siguen siendo iguales. Es lo que soy y así voy a reaccionar a lo que sigue; en este caso, la retromanía. Puede que la negatividad del libro esté relacionada con la positividad que había en los otros libros. Mi editor los ve como una trilogía, van juntos, son de la misma persona, hay una unidad... hablan tanto del mundo como de mí, claro.

–¿Escuchaste la idea de James McCartney de reunir a los hijos de Los Beatles? ¿Ese sería el pináculo de la retromanía?

–¿En serio? ¡Dios! Tendría material para un capítulo entero de Retromanía. Es tremendo todo lo que sucedió con el fenómeno tras editarse el libro: desde Adele hasta el recital con el holograma de 2Pac. Hay cosas nuevas, pero se demanda también lo viejo. A ver: la retromanía no surgió de la nada, se ha ido construyendo a través de los años. En el libro analizo este proceso desde los ‘60. Es parecido al calentamiento global; con los años es peor, pero ahora se está al tanto de su efecto. Que en los ‘70 preexistiese en algunas formas, no significa que sea lo mismo que en el presente. Internet, sin dudas, afectó todo.

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