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Domingo, 13 de junio de 2004

PáGINA 3

La traición de Rita Hayworth

Por Claudio Zeiger

El 2000 no nos encontró ni unidos ni dominados pero sí fascinados: fascinados por el glamour peronista, la Fiesta de los últimos años 40 y la atracción (que no cesa) por los 50. Esas ropas, esos peinados, esos botellones de whisky, esos automóviles atravesando la noche con los faros encendidos bajo una pertinaz llovizna. Esa mezcla clandestina de belleza y sordidez. Sin ánimo de mezclar los tantos, se puede apuntar que por estos días, con el estreno de Ay, Juancito, los espectadores tienen la ocasión de subirse a la máquina del tiempo y aterrizar en la misma época y clima que viene arrasando diariamente en la TV con Padre Coraje. Más allá de algunas licencias y arrebatos capilares en la melena de Facundo Arana, la telenovela ofrece el enorme placer de ser el único producto de época en la TV actual (y por si fuera poco ya hizo desfilar a Evita y a Gatica por las calles de La Cruz). Ay, Juancito tiene un calado mayor, por cierto, que Padre Coraje pero sin embargo comparten un irrefrenable impulso hacia los mitos populares y los climas de época. Héctor Olivera, su director, ya había señalado los dos antecedentes de su película que cuenta con guión del propio Olivera y José Pablo Feinmann: Gatica de Leonardo Favio y Eva Perón de Juan Carlos Desanzo. Esos dos films, efectivamente, trazaban destinos de ascensos y caídas en los 50, tiempos del General. Podría agregarse un libro clave del año pasado: gran parte de la eficacia de La lengua del malón de Guillermo Saccomanno tiene que ver con haber logrado un cocktail de política, sexo y literatura bajo la forma de un melodrama de época (los 50, nuevamente).
La película de Olivera es llamativa desde la elección del personaje: elude el gran relato peronista para caminar por un atajo llamado Juan Duarte. Juancito, el hermano descarriado de Eva Perón, fue un detalle pintoresco del gobierno. La suya fue una historia impactante por haber estado en el centro sin haber sido central. Juan Duarte fue un muchacho peronista caído en desgracia. Parece que era simpático y muy querible, un tarambana entregado al placer que sólo sobrevivió nueve meses a Evita, su sostén. Pero si nos apartamos un poco del rigor de los hechos reales Ay, Juancito nos descubre algo a veces dado por obvio pero en verdad poco explorado: había un glamour y una nocturnidad notables. Había divas y estrellitas casi tanto como peronistas y “contreras”. Estaban las noches del teatro de revistas y la posnoche del cabaret. En los pliegues de lo que se dio en llamar la “fiesta peronista” –aquel período de bonanza colectiva con aguinaldo y crecimiento sostenido– se movería como pez en el agua Juan Duarte. A pesar de estar literalmente en el despacho del poder (Juan Duarte fue el secretario privado de Perón), la película lo muestra en los márgenes de ese Gran Espacio ocupado por los enormes retratos de Perón y Evita. Ay, Juancito cuenta la historia de un antihéroe destinado a caernos muy bien. Personaje pequeño con estatura trágica, tiene un efecto saludablemente antimoralista: a pesar de haber sido un corrupto (los negociados de la carne en los que se enreda sin entender muy bien en qué se metía) estaremos de su lado. Juan Duarte fue un arquetipo nacional –el tarambana, el galán vividor, el playboy– y Ay, Juancito, sobre todo en los tramos finales, logra dar en el centro de su peculiar conflicto. Juancito fue un producto residual del peronismo que encuentra su redención en la locura y el amor desgarrado por su hermana.
Hay una fecha interesante. En la primera página de Boquitas pintadas de Manuel Puig, muere de tuberculosis Juan Carlos Etchepare. Es el 18 de abril de 1947. Juan Carlos era el galán pueblerino, de quienes todos dirían: “No deja títere con cabeza”. Pero se muere a los 29 años, en la alborada de la Fiesta. Donde termina su historia empieza la de Juancito, que lo sobrevivirá unos cinco años. Si Juancito se hubiera quedado en Junín habría sido Juan Carlos Etchepare. Pero de la mano de Evita llega a las luces del centro, del glamour y del poder. Es el típico viaje de la periferia al centro, al corazón del peligro. En el film, como a Etchepare, a Juan Duarte (Adrián Navarro) se lo disputan entre varias mujeres. Inés Estévez y Leticia Brédice interpretan a las dos más famosas en la historiade Juancito: Elina Colomer y Fanny Navarro. Hubo muchas más, pero ellas dos parecieron encarnar otra de las antinomias de una época signada por la polarización absoluta. Navarro lo quería militante, Varón con mayúsculas, una Evita Macho. La Colomer lo acepta como lo que es: un chico. Cuando Evita muere, Juancito llora a los gritos, destruido. Ahí estará ella para consolarlo. Cuando queda acorralado después de que Perón le suelta la mano, ella le ofrece escapar del país. Si la primera parte del film es casi una comedia de época, después de la muerte de Evita muta al melodrama. Otra vez los 50, enfermedad y fatalidad: Juan Duarte bien lejos del paraíso.
Ay, Juancito nos revela que Juan Duarte amaba el cine (además de a nueve de cada diez estrellas) y que presidió el primer Fondo de Fomento Cinematográfico. Quizá, ver tantas películas y querer vivir en la ilusión, sea realmente lo peligroso. Pobre Juancito: sobrevivió a Boquitas pintadas pero quedó perdido en La traición de Rita Hayworth: se la creyó.
Las fiestas se pagan y las ilusiones se rompen, pero hasta el más terrible de los melodramas nos transmite una intensidad que vale la pena vivir. Quizá por eso nunca terminemos de salir de la fascinación de los 50.

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