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Domingo, 19 de enero de 2003

PáGINA 3

Vil metal

POR MARTIN HOPENHAYN

Quiero plantear un conjunto sencillo de criterios para moverse en el mundo del dinero. Criterios que pueden, tal vez, tener sentido para miembros de una clase media universal que no está condenada a luchar por salir de la miseria o la pobreza, que no quiere caer ni en la alienación ni en la privación excesivas, que reflexiona sobre el sentido de la propia vida, y que no forma parte del círculo de los grandes acumuladores y manipuladores del dinero.
Tomar el dinero como instrumento y no como fin. Esto implica no proponerse metas de acumulación de dinero que no respondan a la prefiguración de objetos y acciones que realmente anhelamos. Convertir los instrumentos en fines es replicar la jaula de hierro que Max Weber diagnosticó para la modernidad: primacía de la razón formal sobre la razón sustancial. Si buscamos más dinero del que requerimos para satisfacer nuestros anhelos, pronto ese excedente de dinero que producimos irá fabricando en nosotros nuevos anhelos para favorecer su circulación. No por malicia o voluntad de manipularnos sino porque ésa es la esencia del dinero. Allí nos arriesgamos a caer en la tiranía de los medios sobre los fines. Si hacemos del dinero el fin, estaremos privilegiando en nuestra vida la cantidad sobre la calidad, lo abstracto sobre lo concreto, el cálculo sobre el goce. De esta vida nos vamos como llegamos, y el atesoramiento sin fin sólo despertará sentimientos y emociones que nos harán menos felices: la codicia, la envidia, la avaricia, la ansiedad, la manía y sed de poder.
Tener presente la insustancialidad intrínseca del dinero. La conciencia respecto de la vaciedad fundamental del dinero puede ser un buen antídoto para no fetichizarlo o mitificarlo. Se trata de desarrollar el arte de manejar el vacío sin sucumbir a su seducción. No porque la seducción sea reprochable sino porque tras esa seducción sólo hay... más vacío. No por nada el dinero exacerba cierto sentimiento de vaciedad. No significa que el dinero sea intrínsecamente perverso sino que transmite su vaciedad esencial a quien lo manipula como si fuera sustancial. Por lo mismo, cuanto más olvidamos la insustancialidad del dinero más hacemos carne en nosotros esa vaciedad, al atesorar o usar el dinero como si tuviese consistencia propia.
Nunca olvidar que el dinero no es parte de la naturaleza que nos determina sino una convención/construcción histórica. Esto es obvio en la reflexión, pero en la vida cotidiana operamos como si el dinero fuese parte de un orden natural. Hacer del dinero una segunda naturaleza, ante la cual devenimos sus criaturas, es perder lo mejor que hemos logrado de la secularización moderna: la autonomía de espíritu y la libertad respecto de otras postraciones. Cuanto mejor mantenemos una relación externa con el dinero, y cuanto más tenemos presente su carácter de invención, convención y artificio histórico, más soberano nuestro vínculo con él y menos sucumbimos a su poder de racionalización. El dinero nos sirve, por cierto, para optimizar nuestros intercambios; pero si lo tomamos como naturaleza o como razón, nos sometemos a ser operados por él, formalizados y disciplinados por el dinero. Tal vez un buen contrapeso sea religarnos con más fuerza a la naturaleza, re-estetizar el entorno, salir a caminar por los bosques, trepar montes o hundir los pies en la arena. Cualquier cosa que nos retrotraiga a la naturaleza real y a sus cualidades, frente a la cual el dinero denote instantáneamente su carácter convencional y construido.
No imprimir sentido a las cosas en función de su valor en dinero. Esta prescripción puede parecer también obvia, pero lo cierto es que el intercambio en dinero, que constituye una de nuestras prácticas sociales básicas y cotidianas, invita a sustituir sentido por valor, y luego valor por precio. Recordemos que el dinero es “una nada convertible en cualquier cosa”, y como medio de cambio ordena el mundo en función de las posibles metamorfosis de esa nada en objetos. Por otro lado, tanto el humanismo como el existencialismo modernos nos sugieren que el ser humano se defineimprimiendo sentido a su entorno, vale decir, que el sujeto no es nada en sí mismo y se hace sujeto al vincularse intencionalmente con el mundo y tornarlo significativo. El ejercicio de devenir-sujeto es análogo al del uso del dinero, y confundirlos es fácil: dos vacíos que se colman proyectándose hacia el mundo. Por lo mismo es importante diferenciar sentido de valor, y valor de precio. Pero no es fácil, dado que es más cómodo vivir orientado por la sustitución del sentido por el valor de cambio y luego por el precio; confunde menos que la búsqueda de sentido, nos hace comparables y conmensurables, y así nos alivia de los misterios insondables de la existencia. No obstante, como reductor de sentido a precio, y de deseo a valor de cambio, el dinero es el límite que impide la trascendencia, la traba al encuentro con el otro, el rastrillo que borra la singularidad del sentido.
No inmolar nuestro tiempo en el fuego abrasador del dinero. La vida –al menos la de esta clase media universal– suele ponernos en la encrucijada entre más dinero o más tiempo disponible para nosotros. Tanto porque hacer dinero consume tiempo, como también porque el crédito hipoteca nuestro tiempo futuro. Solemos valorar más el tiempo que el dinero al comienzo y al final de nuestra vida productiva, pero no en su trayectoria. Y lamentablemente en esa trayectoria se van nuestros mejores años. Creemos dominar la relación tiempo-dinero, pero por lo general es el dinero el que racionaliza nuestra relación con el tiempo. Y esta racionalización del tiempo implica suprimir su ritmo natural en nosotros, o nuestro propio ritmo. En el camino se impone exógenamente un sentido del tiempo que equivocadamente redefinimos como propio. Y llegado el punto en que queremos revertirlo, descubrimos que las pausas nos impacientan y el tiempo libre se nos hace anárquico. Para recuperar el tiempo perdido habrá que empezar por recobrar el tempo perdido.

Fragmento de El mundo del dinero de Martín Hopenhayn, que el Grupo Editorial Norma distribuye en estos días en Buenos Aires.

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