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Domingo, 30 de noviembre de 2003

LIBROS

Kafka me dijo

Franz Kafka y Gustav Janouch se conocieron en 1920, cuando el primero tenía 37 años y el segundo 16. Durante cuatro años (los últimos de la vida del autor de La metamorfosis) fueron maestro y discípulo, modelo y aprendiz, tutor y protegido. Los pormenores casi cotidianos de esa singular relación quedaron registrados en Conversaciones con Kafka, un libro accidentado, inapreciable, en el que Janouch hace flamear su Kafka como una bandera de esperanza para la frágil naturaleza humana.

Por Juan Forn

Es la hora de la cena en casa de los Janouch. El pater que preside la mesa informa a su hijo adolescente, Gustav, que desea verlo al día si-guiente en sus oficinas. La ciudad es Praga, el año es 1920. Cuando el joven Gustav se presenta en el Instituto de Seguros contra Accidentes de Trabajo, su padre le dice que la factura de electricidad de la casa ha ascendido en forma desorbitada en los últimos meses, y que ha descubierto que eso se debe a que la luz en la habitación de Gustav permanece encendida toda la noche. “Sé lo que haces allí”, anuncia el padre a continuación. “Me tomé el atrevimiento de revisar tus cajones. Y de mostrar algunas de esas cosas que escribes a un colega, más experto que yo en esos asuntos. No temas, no te he citado para reñirte sino para que conozcas a esa persona.” El padre acompaña al hijo a otra oficina del laberíntico edificio, donde lo presenta a un funcionario alto y delgado, de pelo negro peinado hacia atrás, nariz corva y unos ojos prodigiosamente penetrantes. “Doctor, éste es el joven del cual le hablé”, dice Janouch padre y los deja solos. Franz Kafka tiende la mano al joven Gustav: “Conmigo no debe avergonzarse. A mi casa también llegan facturas de electricidad altísimas”.
La mañana en que se conocieron, Gustav Janouch tenía dieciséis años y Kafka, treinta y siete. Durante los cuatro años siguientes, los últimos que habría de pasar en este mundo, Kafka tomó bajo su tutela a aquel adolescente y pasó largas horas con él, en esa misma oficina y por las calles y cafés de Praga. El joven Janouch anotó devotamente en un cuaderno las cosas que le dijo Kafka a lo largo de esos cuatro años. También lo eligió como único confidente cuando su madre comenzó una avanzada de reclamos que fueron desmoronando a Janouch padre y convirtiendo en un infierno la vida en la residencia familiar. El deterioro del matrimonio Janouch y de la salud del doctor Kafka corrieron por carriles paralelos. El 21 de junio de 1924, Gustav recibió en su refugio del valle del Ohre (donde había decidido pasar en soledad su vigésimo primer cumpleaños) una carta de un amigo con un recorte del Prage Tagblatt: “El escritor Franz Kafka murió el pasado 3 de junio en un sanatorio privado de Kierling, cerca de Viena”, decía en letra pequeña. Tres semanas antes, el 14 de mayo, el padre de Gustav Janouch se había quitado la vida por propia mano. Veintiún días de distancia entre ambas muertes. Y la fatídica coincidencia se le hacía evidente al joven Janouch un día 21. “Y veintiuno eran también los años que yo cumplía, aquella jornada en que se derrumbó el horizonte sentimental y espiritual de mi juventud.” Con esa frase estremecedora Gustav Janouch cerraría, casi medio siglo después, el libro en el que dio testimonio de su particularísima relación con Franz Kafka.

La historia de ese libro y la del propio Janouch desde aquel día de 1924 son igualmente impresionantes. Para Janouch, como para toda Europa, las dos décadas siguientes fueron “un prolongado alejamiento de todas las posibilidades de evolución de una personalidad íntima”: la caída de Weimar, el advenimiento del nazismo, la guerra. Aunque Janouch combatió en la Resistencia, al volver de la clandestinidad fue sometido por el nuevo régimen a quince meses de “prisión preventiva” en la siniestra cárcel de Pankrác. Los siguientes veinte años no habrían de ser mucho mejores: “Fui perseguido sin ninguna base legal, viví en carne propia la inicua brutalidad de ese mundo que aparentaba estar racionalmente organizado”.
Gustav Janouch vivió todos esos años en un mundo sombríamente calcado del que Kafka había retratado en sus ficciones. Aunque sólo hubiera accedido a una ínfima parte de esa obra: al salir de la prisión de Pankrác, Janouch sólo conocía (y atesoraba) las poquísimas piezas que Kafka había publicado en vida. La edición póstuma de aquella obra monumental encarada por Max Brod desde Palestina (desoyendo famosamente el expreso pedido que le había hecho Kafka antes de morir) le era por completo desconocida. Si bien el acercamiento inicial se había debido a motivos literarios, Janouch no veía a Kafka como un escritor excepcional, sino como “la envoltura que protegía mi yo más profundo”, “el ídolo de carne y hueso de una religión privada muy personal”, “el anunciador de una responsabilidad ética consecuente para con todos los seres vivos”, alguien en quien “ardía la llama crepitante de la nostalgia omniabarcadora de Dios y de la verdad propia de los más grandes profetas judíos a pesar de su existencia aparentemente rutinaria como funcionario”, una presencia íntima que le había dado nuevas fuerzas precisamente cuando Janouch se había sentido “hundido hasta el cuello en las mareas del miedo y la desesperación”.
Con el fin de la Segunda Guerra comenzaron a aparecer por Praga extranjeros de todas partes, tan devotos de la obra de Kafka como Janouch del Kafka hombre. Muchos de ellos eran devotos profesionales (es decir, académicos). El número aumentaba en la misma proporción en que se reducía el de aquellos que lo habían conocido y frecuentado en vida. Al salir de prisión, Janouch decidió entregar a su amiga Jana Vachovec aquel cuaderno en el que había transcripto sus conversaciones con Kafka para que lo mecanografiara (“Yo me encontraba física y anímicamente exhausto después de la cárcel”). La Vachovec decidió por su cuenta enviar el original (titulado por el propio Janouch Kafka me dijo) a Max Brod, en Tel Aviv. La respuesta de Brod demoró dos años en llegar a Praga, pero levantó el maltrecho ánimo de Janouch: “Es un libro revelador y significativo cuya publicación apoyaré plenamente”. Durante ese tiempo, sin embargo, Janouch se encontró muchas veces callándose frente a un visitante extranjero, “cuando su mirada me decía silenciosa pero inequívocamente que lo que yo acababa de decir sobre Kafka era absurdo”. Otros dos años habrían de pasar desde la carta de Brod hasta que un ejemplar impreso por la editorial Fischer de Munich llegara a manos de Janouch, en 1951. El título había sido reemplazado por Conversaciones con Kafka (en directa alusión a las Conversaciones con Goethe de Eckerman), y en la versión impresa brillaba por su ausencia una parte considerable del texto original.
Janouch lo tomó como una mutilación. Todo conspiraba para impedirle dar testimonio del poder visionario y la santidad ejemplar que representaban Kafka para él. Janouch se hundió en la desesperanza: “Yo era un testigo importante que había fallado. No cabía culpar a las circunstancias externas, fruto de la sociedad y del Estado, sino al propio demonismo interior de las personas y de las cosas”. Para entonces había perdido contacto con Jana Vachovec y no pudo encontrar entre sus papeles los originales de los fragmentos faltantes. Para entonces, también, era en Praga el único de quienes habían frecuentado a Kafka que había sobrevivido. A pesar de las demandas que lo asediaban, se negó a “fantasear con el fin de ofrecer exquisiteces anecdóticas” a los voraces kafkianos que acudían a él.
Su situación empeoraría aún más: en menos de un año, su esposa murió luego de una penosa enfermedad y su hija perdió la vida en un accidente. Janouch ni siquiera pudo pagar los gastos de ambos entierros: sus únicos ingresos, fruto de un trabajo de casi dos años de traducciones que le había dado de favor una amiga en una editorial, se desvanecieron en el aire cuando la editora se suicidó y la persona que la reemplazó se negó a respetar el acuerdo verbal original. Janouch se derrumbó física y psíquicamente. Comenzó a perder la memoria, hasta entonces prodigiosa. “Veía ante mí una sola perspectiva: la muerte”. Se encerró en su habitación de la calle Narodny para dejar en orden sus papeles y ceder lo poco que tenía de valor a los amigos que le quedaban. Su plan era suicidarse allí mismo una vez que hubiera concluido su inventario. Pero al vaciar una valija de cartón que acumulaba polvo y telarañas encima de un ropero, encontró, entre un sinfín de viejísimas partituras, el cuaderno con sus anotaciones manuscritas sobre Kafka. Y, adentro, dobladas en dos, un puñado de hojas mecanografiadas: los pasajes omitidos del libro Conversaciones con Kafka. Brod nunca los había recibido. Jana Vachovec los había traspapelado en el apuro y envió el texto a Brod sin incluirlos.

Gustav Janouch logró morir en paz en Praga, en 1968, pocos meses después de tener en sus manos la nueva edición, ahora completa, de su libro. A modo de reparación pública para Brod, conservó el título que éste le había puesto, en lugar del que él mismo había elegido. Escribió, además, un nuevo prólogo, dando cuenta del azaroso itinerario del manuscrito y de su propia vida, así como de los injustos reparos que había formulado contra Brod, a quien consideraba cómplice de la conspiración. Y, por último, nos ofreció su Kafka “como una pequeña dosis de esperanza para aquello que se mantiene vivo e indestructible en los frágiles seres humanos, aunque sufran todos los tormentos del miedo y de la desesperación”.
Kafka es una presencia corpórea en el libro de Janouch, aunque nosotros no tengamos dieciséis años y hayamos leído demasiado de Kafka como para verlo con sus ojos. “Hablaba con voz de barítono, vibrante y melodiosa. Era tan articulado que cada palabra sonaba como una piedra. Su modo de hablar se parecía a sus manos: tenía esa clase de fuerza para la cual lo pequeño era lo más difícil.” Podía acompañar una humorada (siempre sobre sí mismo) “de una mueca en la que el asco y el regocijo se combinaban de tal modo que generaban en él una expresión de sátiro”, o “poner a un hombre en ridículo sólo con un par de palabras dichas para sus adentros”. Como, por ejemplo, cuando Janouch le mostró un ejemplar del celebrado Kaspar Hauser de Wassermann y Kafka murmuró como para sí: “Kaspar ha dejado de ser un expósito. Está legitimado; es un contribuyente cuyo lugar en el mundo está registrado, sólo que ahora se llama Jakob Wassermann y es un novelista que posee grandes mansiones y sufre en secreto una indolencia del corazón que le causa remordimientos de conciencia que recicla en forma de prosa bien pagada, y así todo queda en su lugar”.
Hasta la santidad es kafkiana en el Kafka de Janouch: “Un obrero que había perdido una pierna en un accidente de trabajo recibió la visita de un abogado que, sin cobrarle un céntimo, le enmendó la demanda contra el Instituto de Seguros que le permitió al obrero cobrar la indemnización. El doctor Kafka no sólo había enviado y pagado a ese abogado; además preparó él mismo la demanda para asegurar una resolución honrosa al conflicto”. Poco antes le había confesado a Janouch: “Vivimos en una época tan poseída por los demonios que pronto sólo podremos practicar la bondad y la justicia en la más profunda clandestinidad”.
El Kafka de Janouch lamenta que los alemanes le reprocharan tanto su judaísmo a Heine, “cuando en realidad eso era lo que tenía de más típicamente judío: que era un pequeño alemán en conflicto con el judaísmo”. Sostiene que “nada está tan arraigado en el alma como un sentimiento de culpabilidad infundado”, y dice que los judíos “no somos pintores, no sabemos representar estáticamente las cosas, las vemos siempre en movimiento, en transformación; por eso los judíos somos narradores”. Para el Kafka de Janouch, “judíos y alemanes tienen mucho en común: son ambiciosos, eficientes, trabajadores y profundamente odiados por los demás. Ese odio se debe a un motivo religioso. En el caso de los judíos está claro. En el de los alemanes no, porque todavía nadie les ha destruido su templo. Pero ya llegará, cuando se entienda que los alemanes tienen al dios que creó el hierro, y que su templo es el Estado Mayor prusiano”.
En cuanto al fragmento traspapelado, que Janouch creyó equivocadamente que Brod había eliminado de la primera edición para ocultar el pasado anarquista de Kafka, vale citar esta confesión que lo resume: “De niño, aunque no tenía experiencia alguna en la lucha, siempre pugnaba por meterme en medio del tumulto más impenetrable para convencer a mis compañeros de que yo no era ningún mimado. Volvía a casa sucio y maltrecho, con la ropa desgarrada y los botones arrancados, y la cocinera me limpiaba las huellas antes de que aparecieran mis padres, mientras me repetía una y otra vez que yo era un ravachol. Eso quedó clavado en mí como la punta quebrada de una aguja que me iba recorriendo el cuerpo, hasta que descubrí que ese sinónimo de pillo de nuestro argot se debía a un anarquista francés llamado Ravaschool. Cuando estudié su vida, y la de Proudhon y Bakunin y Kropotkin, y la de Mühsam y Holistcher y Ramuz, descubrí que, en efecto, yo era uno de ellos y comencé a participar de sus reuniones en la posada Karlin Zum Kanonenkreuz, camufladas como un club de amantes de la mandolina. Intenté como ellos hacer realidad la felicidad del hombre sin contar con la compasión. Pero no pude seguir hombro con hombro junto a ellos. Preferí la compasión de Brod, de Oskar Baum y Felix Weltsch”.
El Kafka de Janouch practica cotidianamente el modesto arte de hacer regalos: “Nunca decía: Le regalo esto. Sólo murmuraba: No es necesario que me lo devuelva”. Mientras tanto, dedica día y noche a “la rebelión más extenuante y desesperada que existe: la rebelión contra mí mismo”. Y cuando su risa desemboca cada vez más frecuentemente en un acceso de tos, y el joven discípulo le pregunta preocupado si tiene temperatura, ofrece la siguiente respuesta: “No es eso. Es que no recibí calor suficiente. Por eso me consumo. De frío”.
Quizá fue por esa razón que, en 1968, cuando Janouch tuvo por fin en sus manos aquel ejemplar de la edición completa de sus Conversaciones con Kafka, lo colocó devotamente en el estante amiantado que había sobre el radiador con forma de acordeón que calentaba su habitación de la calle Narodny, donde ya se alineaban una taza de té azul con vivos dorados, y su plato haciendo juego, los únicos objetos personales que el doctor Kafka dejó en su escritorio del Instituto de Seguros contra Accidentes de Trabajo cuando pidió su retiro, y las primeras y angostas ediciones autografiadas de La condena, La metamorfosis, Un médico rural y En la colonia penitenciaria, los únicos textos que Franz Kafka publicó en vida, los únicos que Gustav Janouch se permitió, hasta el fin de sus días, leer de él.

Las Conversaciones con Kafka fueron traducidas al castellano por Rosa Sala y publicadas por Ediciones Destino. Altamente recomendable también es la rotunda biografía Kafka, de Reiner Stach, recién publicada por Siglo XXI de España e importada a nuestro país por Catálogos.

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