radar

Domingo, 2 de febrero de 2003

NOTA DE TAPA

APANTALLADOS

¿Tiene algún valor especial el calor en las películas de Hollywood? ¿Qué diferencia hay entre los detectives que transpiran y los que no? ¿Es lo mismo el calor en el desierto que en la selva? ¿Qué relación hay entre calor y calentura? ¿Por qué la represión es fría? ¿Cuándo se utiliza el calor como instrumento de tortura? ¿Cambió el cine con el aire acondicionado? José Pablo Feinmann transpira la camiseta tratando de responder éstas y otras cuestiones.

 Por José Pablo Feinmann

El calor en el cine policial
El calor es una de las claves para diferenciar la policial negra de la policial de enigma. Es totalmente coherente y surge de las reglas de cada uno de los géneros, o modalidades del género (el policial). Responde también a clichés largamente elaborados por la civilización occidental. Lo racional –que define a la policial clásica– se identifica con lo frío. Una mente lógica, deductiva, es una mente serena, no perturbada por las pasiones. El detective clásico (que es una creación positivista basada en el mito de la Ciencia) es misógino. Para él, una mujer es sólo un dato más del problema a resolver; en todo caso, un dato con polleras, pero sólo eso. Holmes es hijo de la sociedad victoriana y esta sociedad expresa la etapa fuertemente productivista del capitalismo: el sexo es cosa del hogar y sólo se relaciona con la reproducción. El retroceso en la liberalidad sexual que impone el siglo XIX sobre el XVIII tiene que ver con el auge del capitalismo industrial. Cada época histórica fabrica el personaje que habrá de expresarla. El productivismo del capitalismo industrial dio luz a la reina Victoria, que, a su vez, entregó su nombre a esa época.
Aquí ya es hora de convocar a Foucault, que es, por decirlo de algún modo, el referente obligado de estos temas. La represión del capitalismo productivista se une al desarrollo de las ciencias humanas y el conocimiento del hombre se une a la capacidad de dominarlo; a esto, Foucault le llama biopoder. La represión es fría. Se basa en la cientificidad del conocimiento de los hombres, establece prisiones y manicomios, lugares en los que no entra el sol. De este modo, esta época (la victoriana) impulsa un desarrollo industrial, de enorme pujanza productiva, que requiere hábitos productivos o, si se quiere, reproductivos. Las mujeres en la casa. La casa es el hogar. En el hogar se refugia el sexo. El sexo se pone al servicio de la institución familiar. Esto rige para todas las clases sociales. Y esto ha sido dictado por una interpretación científica de la sociedad. Que dice que el orden capitalista burgués es el mejor, es el único y en él se expresa la racionalidad de la ciencia que lo consagra. ¿Cómo no habrían de ser científicos los detectives de la burguesía? De aquí el enorme escándalo que implica la figura del faenador de prostitutas de Whitechapell, Jack el Destripador. Acaso su celebridad se deba a su maestría para matar y salir de escena, para ser el más célebre y el más impune de los asesinos seriales. Pero su estridencia histórica (su verdadero escándalo) radica en el desorden que introdujo en el Orden Victoriano, en haber comprometido lo irracional con el mundo de la armonía social científica del biopoder. Había desquiciados (al menos uno, Jack) y, peor aún, había prostitutas en la sociedad de los hogares armónicos. Había mujeres que ejercían el sexo no para la reproducción sino para el placer. Había mujeres que daban calor a los hombres (los calentaban) no por acompañarlos en un camino inevitable destinado a traer nuevos productores de mercancías al mundo sino para calentarlos solamente, nada más, para darles calor, ardor, sexo no reproductivo, en suma: placer. ¿Cómo no habría esa sociedad de abominar de Jack? Esa faceta vergonzosa debía ser ocultada. Los hombres no debían saber lo que sabían aquéllos que iban a desatinar las camas de las prostitutas: que el sexo era goce, placer no mercantilista, ardor no reproductivo, desafío y pecado.
De esta forma, la policial inglesa es hija del frío, dado que es hija de la Ciencia, de la represión, de la productividad, de la reclusión del sexo en el hogar, del capitalismo industrial, de la fábrica y no del burdel. (Todo esto ya corre por mi cuenta. Olviden a Foucault.) Holmes, paradigma genial, utiliza su inteligencia para subsanar los desajustes de un ordenperfecto. Si recurre a la morfina –algo que podría delatar, en él, alguna alteración espiritual– es sólo para activar su inteligencia. Poirot habla constantemente de las “pequeñas células grises”. Philo Vance recurre a su cultura para resolver los asesinatos que lo desafían. Por ejemplo: a la egiptología en El crimen del escarabajo. Una vez descubierto el culpable, todos lo entregan a esa perfecta cifra de la sociedad represiva burguesa: la policía, que habrá de vigilar y castigar; otra vez Foucault y era inevitable que así fuera. Nadie como él ha llevado a primer plano las relaciones entre razón, ciencia, poder y represión. La ciencia conoce al hombre, pero lo conoce para dominarlo. He aquí el mundo del biopoder que es el poder de la sociedad capitalista. A su servicio está el detective de genio, que es hijo del frío.
Tomemos (para ir ya al cine) dos ejemplos extremos, dos obras perfectas que ilustrarán cuanto vengo diciendo. Asesinato en el Expreso de Oriente (Murder on the Orient Express, 1974, Sidney Lumet) se basa en la célebre novela de Agatha Christie, novelista prolífica, detestada por sus pares (ni le pregunten a Patricia Highsmith qué opina de ella, ni aun a P.D. James) y por los lectores intelectuales, quienes desde el frío de otra racionalidad, el materialismo histórico, aman el calor de la policial negra porque ese calor cuestiona la sociedad capitalista; pero me adelanto. Estamos con la Sra. Christie y su Orient Express, corren los años treinta y este lujoso tren se ha detenido a causa de... un derrumbe de nieve. En ese ámbito cerrado –cerrado por el frío– se ha producido un crimen: un poderoso empresario norteamericano, durante la noche, ha recibido doce puñaladas en su camarote. En el tren, desde luego, viaja Hércules Poirot. Ya está todo: el tren detenido por la nieve, un crimen, sospechosos varios y un detective dispuesto a solucionar el problema. Es eso que suele llamarse un whodunit, un quién lo hizo. ¿Quién mató a Richard Widmark, que, coherentemente, hace al villano? Todos los sospechosos tienen una característica compartida: son famosas estrellas de cine. Son Sean Connery, Vanessa Redgrave, Ingrid Bergman, Anthony Perkins, Jacqueline Bisset, Lauren Bacall, hasta el eminente John Gielgud está, que hace de valet de Widmark. (No habían actuado juntos desde la fallida Santa Juana de Preminger, en la cual, no obstante, los dos están espléndidos.) Claro, no hacen de ellos mismos, cada uno se mete en la piel de un sospechoso. (No un personaje; en este tipo de relatos más que personajes, hay sospechosos, es decir, piezas de un rompecabezas.) Poirot queda en manos de Albert Finney. En suma, un all star cast. La película está bien, se pasa un rato agradable y la solución del misterio es adecuadamente sorpresiva. Son doce puñaladas, doce sospechosos, doce puntos de vista y otro más, el de Poirot, que es el punto de vista que da unidad al de todos y descubre al culpable. No bien esto ocurre, la nieve descorre su velo y el Orient Express reanuda su marcha. Nada de calor en esta película. Cunde de un extremo al otro la inteligencia de Poirot, sus “pequeñas células grises”. Incluso el asesinato (la imagen de las doce puñaladas pareciera acercarlo al ensañamiento, a la barbarie) es racional, matemático, tal como lo merece la inteligencia de Poirot. Una regla de oro de este tipo de relatos es que la inteligencia del homicida debe ser paralela a la del detective: sólo así podría plantearle un enigma digno de ella. El profesor Moriarty, por ejemplo. Holmes siempre lo define como “un genio del crimen”. Y hasta le agradece esa genialidad, que viene a agitar su inteligencia, a desgajarlo del aburrimiento, a proponerle enigmas complejos, asombrosos.
El film que está en los antípodas, lo otro de Asesinato en el Expreso de Oriente, de Holmes, de Philo Vance, de la policial clásica, es Cuerpos ardientes. Fue el debut en la dirección de Lawrence Kasdan y el debut como actriz de Kathleen Turner. Kasdan venía de hacer el formidable guión de Cazadores del Arca perdida, ese homenaje de Spielberg a los pulp fictionde Doc Savage y al cine de las seriales de las matinés. Kathleen no sé exactamente de qué venía, pero llegó para quedarse al menos una década. Después engordó, entró en desgracia y los productores la olvidaron. Pero durante los ochenta Kathleen fue cosa seria, y su principal película es ésta, en la que enloquece a William Hurt, el macho WASP que Hollywood pensaba lanzar durante esos días para contrarrestar a los muy italianos Pacino y De Niro. Coherentemente, la primera frase que dice Kathleen en el film es la primera que dice en su carrera cinematográfica. Es una noche de mucho calor, ella se apoya en una baranda, una brisa caliente le entrevera sus pelos rubios, mira, indiferente, hacia el mar. Hurt se le acerca y le propone iniciar un diálogo. Ella, con una voz densa, baja, inapelable dice: “Soy una mujer casada”. Después dirá (lo dirá con el cuerpo, en la cama, en una tina, en donde sea): soy una mujer casada, y si matás a mi marido me voy a acostar con vos hasta enloquecerte.
En esta película hace calor todo el tiempo. Todo es caliente. Todo es sexual. Hay, como en pocas, una mezcla de muerte, calor y sexualidad desbocada que sofoca al espectador. Hurt y Kathleen, por ejemplo, están desnudos en una tina, él mira su dick y comenta: “Se me va a caer a pedazos”. Tiene un balde con hielo y lo echa dentro de la tina. El deseo no tiene límites. Vemos un plano de Kathleen, desnuda, en la cama, de espaldas, y dice: “No te detengas”. Eso le pide a su amante, que no se detenga, nada habrá de saciarla. El calor sexual los vuelve brutales. Hurt, antes del maratón caliente, decidido a poseerla de una vez por todas, poseído por un deseo sin límites, la ve a través de un gran ventanal. Él está en el jardín, ella adentro. Ella se ha recostado contra la pared, se para sobre una pierna y recoge la otra, tiene una mano, la derecha, sobre la cadera, pero la ha dejado deslizar hacia la zona púbica. Es la tentación misma, la rubia sexy que se ofrece, que espera, adentro, que el macho entre en la casa para, luego, entrar en ella. Hurt enloquece. Busca una silla. Rompe el ventanal y entra. Ella lo recibe, generosa, abierta. Arden.
Esta pasión, que es extra-conyugal, que no se propone reproducir nada, ni fundar un hogar, ni buscar hijos, sólo saciar su propio goce, es el pecado porque se establece fuera de los marcos de la sociedad burguesa. ¿Cómo no habría de continuar agrediéndola? El próximo paso es el crimen. La agresión a la propiedad privada. Al marido, a su dinero. Hay que matarlo. Quitarle lo que tiene y vivir de eso. El crimen es la continuidad de la pasión. El crimen es otra expresión de la calentura. Estamos, dicen, tan calientes, nos deseamos tanto, que nada podrá privarnos de esto, tendremos que asegurarlo, que sea para siempre. Hay, en medio de esta vorágine, un marido. Personaje condenado a morir por todo tipo de factores. Primero, poseyó antes a la mujer poseída; el nuevo amante disfrutará matándolo y matando, con él, la historia que ha compartido con su hembra de hoy. Segundo, el marido le impide, a la hembra, ser libre. Es su mujer. Él la posee. Ella, también, desea matarlo para ofrecerle a su amante su libertad total. Tercero, el pobre hombre (a quien el sexo de los otros dos ha condenado) tiene dinero, es rico. Matarlo es heredarlo. El tipo lo hace Richard Crenna y pocos personajes han sido más condenados por los sucesos ardientes de una película.
A estos maridos nunca les va bien en estos films. Chandler, Cain y Hammet hicieron mucho por establecer ese destino. Pero el dueño del esquema es Cain. Digamos: es el esquema-Cain. Amantes ardientes que liquidan al marido de ella para quitarlo del medio y para, también, quitarle su dinero. Hay dos ejemplos notorios que anteceden al film de Kasdan. Billy Wilder y Pacto de sangre (Double Indemnity) y Tay Garnett y El cartero llama dos veces (The Postman Always Rings Twice). Las parejas de estos films fueron memorables. Barbara Stanwick seduciendo a Fred Mac Murray en el film de Wilder y Lana Turner llevando a la perdición a JohnGarfiel en el film de Garnet. Porque estos films son hondamente misóginos. La mujer es Eva, es la serpiente, es la aliada de Satanás. Es el pecado. Y lo que usa para someter al macho es el sexo. El calor. El ardor. La pasión.
En los ochenta, Bo Rafelson hace una (para mí, al menos) estupenda remake de El cartero... Jessica Lange pone mucho más calor que Lana Turner, que lucía unos trajes de baño blancos como blanca era Blancanieves. El maquillaje de Turner permanece inalterable a lo largo de todo el film. Ni un solo brillo en su rostro, ni un solo mechón fuera de lugar en su peinado. Lange, en cambio, tiene siempre el labio superior perlado de sudor, jamás cierra la boca (detalle espléndido sin duda creado por la actriz), viste batoncitos y su pelo escapa constantemente de una peineta que apenas logra sujetarlo. Los besos que le da Jessica a Nicholson son inolvidables, húmedos, profundos. Cuando, gozosa, separa su boca de la suya, su boca abierta, esa boca ni aún alejándose de la de Nicholson deja de estarle unida, dado que un hilo ardiente de saliva los une. La escena sexual sobre la mesa llena de harina es inolvidable. Entre Turner y Lange, Lange. Sin discusión posible. (Aunque Manuel Puig se revuelque de furia en su tumba.) Este film consagró a Jessica, que había despertado dudas infundadas pero reales y obliterantes en King Kong, donde hasta calentaba al gorila, pese a decirle: “Lo nuestro no puede ser”.
El mundo de Cuerpos ardientes es otro. Los valores victorianos han muerto. La pasión domina a los hombres y los arroja al crimen. No hay detectives racionales y puros. Sam Spade y Marlowe se acuestan con los personajes de sus novelas. No son figuras analíticas que observan desapasionadamente desde afuera. No hay mentes frías, tramas lógicas. El mito de la Ciencia ha muerto. La sociedad es un desquicio y el crimen no es una alteración parcial que el detective solucionará regresando todo a su orden esencial. La totalidad es la culpable. Ya no hay lógica, ya no hay frío. Sólo hay pasión y hay muerte. Los cuerpos sudan, arden, la carne grita, el deseo estalla, el calor aturde la inteligencia. Se piensa con el cuerpo. Y más aún: se piensa desde la genitalidad y desde ella se asesina.

EL CALOR Y DAVID LEAN
No podía suceder de otro modo: El puente sobre el río Kwai (The Bridge on the River Kwai, 1957) estaba destinado a ser un gran film. Si usted lo pone a David Lean en la dirección. Si cuenta con una buena novela como la de Pierre Boulle. Si tiene a Alec Guinnes, William Holden (luchando contra su pánico escénico, alcoholizándose para poder actuar, él, que lo tenía todo), Jack Hawkins y el impresionante Sessue Hayakawa en el cast. Y si lo tiene a Carl Foreman (el guionista de A la hora señalada) moviendo los hilos del guión desde la oscuridad, sin poder firmar porque la larga sombra del macartismo aún lo perseguía, usted tiene poker de ases para hacer una gran película. Eso tuvo el productor Sam Spiegel y, sí, salió una peli inolvidable. No me olvido del calor. Todo el tiempo hace calor junto al río Kwai, pero hay una secuencia que utiliza al calor como instrumento de tortura. Es así: el coronel Saito (Hayakawa) está al frente de ese campo de prisioneros al que llegan el coronel Nicholson (Guinnes) y los suyos. Llegan silbando esa marchita tan famosa que todos conocen, gran hit de la época, casi infaltable en todo CD sobre música de películas. Llega, así, Guinnes-Nicholson, silbando y un poco compadreando, sacando pecho, luciendo el orgullo british, el orden british y la dignidad altisonante de todo soldado de un Imperio. Saito-Hayakawa lo ve llegar, así, como llega, y la cosa no le gusta nada. Inglés de mierda, ya te vamos a restringir el orgullo. Nicholson habla de la Convención de Ginebra y todas esas cosas en las que Saito, coherentemente, ya que es un malvado japonés, un jap despiadado que no respeta nada, se, digamos, caga. Lo mete a Guinnes en una casilla de chapa y maderas, llena de clavos, escueta,sólo entra en ella lo que tiene que entrar: ese inglés soberbio que ahora aprenderá el arte de la sumisión; Saito se lo enseñará. La casilla está al sol; el sol, durante todo el caliente día, cae sobre esas chapas y las recalienta. Adentro, se cocina Guinnes.
Éste es un film sobre el orgullo, la obsesión y la locura. Guinnes no acepta salir de la casilla. Se calcina de un modo atroz. Le salen llagas, la sed lo devasta. Pero no. Él es un oficial del Imperio y esa gente no cede. Saito entiende que se quedará ahí hasta morir, pero no pedirá por su rescate. Y –oh, gran paradoja del film– Saito necesita al coronel Nicholson. Quiere hacer un puente sobre el río Kwai y sabe que este maldito inglés se lo hará. Ordena liberar a Guinnes. Memorable escena, aquí, con el gran Alec saliendo de la casilla, casi ciego, tambaleante, con llagas profundas que el calor le ha inferido, pero digno, ganador. Entonces sus hombres lo aclaman y suena la marchita, y Galtieri (si hubiera visto este film) habría sabido que esta gente no es fácil, que no conviene hacerles la guerra, que ni los alemanes pudieron con ellos tal como, ahora, Saito no ha podido con Guinnes.
El calor funciona como tortura y esa tortura busca lo que buscan todas las infames torturas de este mundo: quebrar al torturado, humillarlo. Saito y Nicholson se admiran. Es un juego tenaz de voluntades poderosas. Saito le encarga el puente y Nicholson está tan pirado que se lo hace, se lo hace a la británica, perfecto, insuperable. Ocurre que Nicholson es un obsesivo y si de hacer un puente se trata lo hará impecablemente, aunque se lo haga para el enemigo. Al final, todo estalla. Llegan los comandos ingleses y –ante la desesperación de Nicholson, que ve destrozada la obra de su vida– vuelan el puente. Uno de los personajes, el mayor Clipton, un hombre más cercano a la sensatez que todos los otros locos del film, sólo atina a pronunciar una palabra, infinitamente: “Madness, madness, madness...” (Locura, locura, locura). Ya Lean prefiguraba el final de Apocalypse Now!: “The horror”.
Sigamos con David Lean. Pocos años después, en 1962 (en fin, no sé si cinco años son pocos), lo mete a Peter O’Toole en la piel de T.E. Lawrence y en el desierto. Todos sabemos que en el desierto hace calor. No hay película sobre el desierto que no sea una película sobre el calor o, sin duda, con calor. Hasta Rommel tiene calor en El zorro del desierto. Brilla la frente de James Mason, pero no se quita el sacón de cuero, que le queda bárbaro. Sigo con Lean. Lawrence llega al desierto, suena la ampulosa melodía de Maurice Jarre, y aparece un guía para este inglés in love with the desert. Aquí, en el desierto, el calor se traduce en sed. El calor es la sed. Aquí William Hurt y Kathleen Turner no tendrían tina donde meterse, ni hielo para tirarse encima y seguir haciendo eso que les gusta tanto, fuck. En el desierto, el calor es la sed porque no hay agua. Están los oasis, esos lugares que –en las películas de Abbott y Costello y en casi todas las cómicas– son “espejismos”. Algo que el sediento ve, corre hacia allí y cuando se arroja sobre él, cae en la arena. No era un oasis, sólo un espejismo. Bien, estas boludeces no están en Lawrence de Arabia, película seria si las hay. Aquí, la sed es desafío. Señal de hombría, entendida como resistencia a la adversidad: la voluntad –que es humana– es más fuerte que la naturaleza. De este modo, Lawrence, en camello, va con su guía, saca su cantimplora, va a tomar, pero se detiene. Pregunta a su guía: “¿Usted no va a beber?”. El guía, con desdén, le dice que no. Lawrence guarda su agua, la mete prolijamente en la cantimplora y dice: “Entonces yo voy a beber cuando usted lo haga”. Con ese orgullo, con ese dominio de sí, cualquiera arma una guerra en Arabia, cruza el desierto del Nefud, llega a Aqaba y después hacen sobre él un film inolvidable, con Peter O’Toole, Alec Guinnes, Jack Hawkins, Arthur Kennedy, Omar Sharif, música de Jarre y mucho calor, sobre todo en la gran secuencia de la travesía por el Nefud, lugar al que llaman “El yunque de Dios”, porque esun desierto pedregoso y el sol martilla sobre él todo el tiempo, implacable. De todos modos, Lawrence lo cruza. Buscaba muchas cosas. Entre otras, ser inmortal. Ningún desierto podía contra eso.

EL FUEGO Y EL CALOR (1)
Esta cuestión es tan elemental, obvia, que no pienso detenerme en ella. El fuego, nadie lo ignora, es caluroso.
Si no, pregúntenle a Juana de Arco.
EL CALOR Y LAS VENTANAS
No vamos a analizar las virtudes literarias de William Irish (también Cornell Woolrich), pero escribió algunos relatos que el cine supo utilizar, y bien. Sobre todo, conjeturo, la novela corta The Boy Cried Murder. Con ella, se hicieron dos películas magistrales, basadas en el calor, las ventanas, el voyeurismo y el crimen. Una es de 1949, y fue célebre, y la vieron todos y todos sufrieron con el chico que veía cometer un asesinato a su vecino y, luego, nadie le creía. El film de Ted Tetzlaff es una pequeña obra maestra de sólo 73 minutos. Hace calor en el East Side de New York, no se puede dormir, es 1949 y no hay aire acondicionado, menos aún en esa barriada pobre, y un chico, que es un mentiroso pertinaz, tal como el chico del cuento del lobo y las ovejas, se va a dormir al balcón de su casa. Desde ahí ve el crimen. El señor Kellerton, un vecino apacible, mata con una tijera a un tipo con el que se enreda en una pelea inesperada. Su mujer (Ruth Roman) lo ayuda. Aquí empiezan las tribulaciones de Bobby Driscoll, el chico en la ventana. Si no hubiera hecho calor, no habría salido al balcón; si no hubiera salido al balcón, no habría visto ese crimen. El calor trae problemas. Bobby despierta a sus padres y les cuenta lo que vio. No le creen. Tan fantasioso este chico. Se la pasa inventando historias. El único que le cree –no bien se entera de lo que Bobby anda diciendo– es el asesino, el señor Kellerton. Que habla con Bobby y le dice por qué anda diciendo esas cosas tan feas de él. Bobby le dice porque es la verdad, porque yo lo vi, usted mató a un hombre. El señor Kellerton decide matar a Bobby, quien no logra la credulidad de sus padres, ni de la policía, a la que también acude. Se ha dicho de este film que uno llega a odiar más a los padres y a todos los que se obstinan en no creer a Bobby que al mismísimo asesino.
El film es perfecto. La relación calor-ventana-voyeurismo y asesinato es deslumbrante. Tanto, que Hitchcock la utilizó para su brillante aporte al género. Claro, La ventana indiscreta. Este film del Maestro es de 1954 y también utiliza la historia de Woolrich, que éste reescribió bajo el título de It Had to Be Murder. Aquí, la cuestión del aire acondicionado oblitera un poco más la credibilidad de la historia. James Stewart es un fotógrafo de recursos, debiera tener un adecuado refrigerante. Pero no. Olvidé algo. Thelma Ritter, su enfermera, le aconseja, para entretenerse, mirar a través de la ventana. Si no creemos eso, no hay película. Y entre la credibilidad y una buena historia, elija la buena historia y arréglese como pueda con la credibilidad.
Stewart no es un mentiroso como Bobby, no radica ahí su limitación. Está en una silla de ruedas, enyesado. La condición de mentiroso impotentizaba a Bobby: nadie le creía. El yeso impotentiza a Stewart: no puede hacer nada por sí mismo. Por otra parte, el detective Doyle (Wendell Corey, un actor realmente limitado que no hizo mucho) es tan incrédulo con Stewart como lo eran los padres de Bobby con Bobby. ¿Qué vio Stewart? Lo vio en acción a Raymond Burr (que hacía muchos villanos por estos tiempos, hasta que se recibió de buen tipo con Perry Mason) librándose de su esposa, sacando de su departamento un bulto demasiado sospechoso. Hay alguien, sin embargo, que le cree a Stewart: la Princesa de Mónaco, que antes de aburrirse, alcoholizarse, dar a luz a esas chicas tan divertidas deCarolina y la otra y hacerse tristemente papilla con un auto, era una actriz, una bella mujer, podía salvar a Gary Cooper o creer en James Stewart, sólo ella, creer en la verdad. Qué destino elige alguna gente. Cuánta idiotez. Esta chica, Grace. Pobrecita. Dejar tanto por tan poco. Porque una cosa es Ingrid Bergman que larga Hollywood a la mismísima mierda después de ver Roma, ciudad abierta y se enamora de Rosellini y hace películas, buenas o malas, exitosas o no, no importa, con él y lo hace porque busca, porque quiere ser distinta, pero dentro del cine, en el cine, haciendo cine. Y otra es la tilinga de Grace, la niña de su papá millonario, que larga a Hitchcock y a Zinnemann para ir a decorarle el palacio al corto de luces de Rainiero. Lamentable. Sigo. Grace le cree a Stewart y –por medio de ese acto– él vuelve a amarla, se enamora definitivamente de ella; su heroína, ahora. Lo acorralan a Burr –con la invalorable colaboración de la invalorable Thelma Ritter– y Burr, acorralado, es muy peligroso. Descubre a Stewart (ve desde dónde es visto: el mirado descubre al voyeur) y va en su busca. El resto es el final y no lo voy a contar porque es posible (¿¿¡¡será posible!!??) que aún haya gente que no vio este film y luego se encabritan conmigo diciendo que, en mis notas sobre cine, cuento los finales. Éste es, en rigor, un punto altamente delicado. ¿Cómo analizar una película si uno está impedido de analizar su final? Además, caballeros, yo no comento los estrenos de la semana pasada. La ventana es de 1949 y La ventana indiscreta de 1954; si usted no las vio, si todavía no las vio, es su problema, no el mío. Usted ya debería conocer esos magníficos finales. Piense: ¿cuántas pavadas conoce y no conoce todavía los finales de estos dos films con ventanas y calor? De modo que voy a contar, sin más, el final de La ventana indiscreta. O, al menos, uno de sus aspectos. Burr lo busca a Stewart, que vive en el edificio de enfrente: todos los departamentos dan a un patio interior, de aquí que todos sus inquilinos o propietarios sean visibles por todos. Burr llega al depto. de Stewart. Entra y le pregunta por qué lo persigue, qué busca, qué quiere con él. Decide matarlo. Stewart, con su cámara de fotos, su mejor herramienta, lo acribilla a flashes. Luchan, Stewart cae por la ventana, se fractura la otra pierna, pero ahora la policía (el nabo de Wendell Corey) le cree y todo termina bien. Ya está, ése es el final. Ahora, ódieme. Pero necesitaba marcar que esa luz que enceguece y salva la vida de Stewart es... calor. Lo salva el calor. Lo salva el fuego de su cámara, sus destellos. Su instrumento de voyeur, que bien pudo perderlo, termina por librarlo de las manoplas del asesino.

EL FUEGO Y EL CALOR (2)
Y sí, Infierno en la torre. O el incendio de Atlanta en Lo que el viento se llevó. O esa poderosa llamarada ascendente que corre tras Bruce Willis en Duro de matar. O Richard Widmark en Montañas en llamas. (Ésta sí, me juego: no la vio nadie. Y también: si no la vio, no se atormente; era malísima. Yo la vi a los siete años. Mi papá quería ver Carosello napolitano. Cuando pasamos frente al biógrafo en que daban Montañas en llamas, yo lo metí al progenitor adentro. Después, casi me mata.)
Pero insisto: para fuego y calor, Juana de Arco. A esta chica la queman en todas las incesantes versiones que hacen. Si la hace la Falconetti, la queman. Si la hace la Bergman, la queman. Si la hace Jean Seberg, queman a las dos, a Juana y a Jean. Si la hace Milla Jovovich, la queman. ¿Quieren que les cuente el final de Juana de Arco? Al final, la queman.

CABALGATA INFERNAL
El western más caliente de la historia es Duelo al sol (1946). Jennifer Jones y Gregory Peck arden todavía más que Turner y Hurt, pero se odian. Tanto, que terminan agarrándose a tiros entre las piedras del desierto, bajo un sol desaforado, tan desaforado como ese final kitsch que Almodóvaramó y puso en Mujeres al borde... No hay quien no admire ese final descomedido, ese coito entre balazos, esa muerte orgásmica. Todo el film era así, loco, exagerado. Selznick quiso hacer otra vez Lo que el viento se llevó. Quiso hacer de Jennifer Jones, su mujer, un símbolo sexual imbatible. Quiso muchas cosas y tal vez consiguió muy pocas. Pero ese final, esos dos amantes flagelándose a tiros bajo el sol del desierto, ese duelo al sol será imborrable. Un gran momento. Una gran locura. Llena de sexo, de calor y de muerte.
El beso que le da Clark Gable a Vivien Leigh con el fondo rojizo de las llamas de Atlanta, con la música de Max Steiner, con la guerra de Secesión encima. Calor. Mucho calor.
Gregory Peck, Anne Baxter y Richard Widmark atravesando el desierto en Cielo amarillo. ¿Alguna vez pensaron que un desierto es eso: un cielo amarillo? Los westerns están llenos de calor. Los colonos tienen calor. Los indios tienen calor. Los caballos sudan. Todo estalla en La pandilla salvaje.
Bogart sabía transpirar como pocos. En Sahara, ni hablar. En La reina africana, arrastrando ese barquito miserable, con la puritana Hepburn y todas esas sanguijuelas adheridas a su cuerpo sucio, sudoroso. En Al borde del abismo entra en ese invernadero y su camisa se mancha en blanco y negro y el sudor le brilla en la frente y la película recién empieza. En El tesoro de la Sierra Madre, donde el calor es la traición.
En el tercer mundo hace calor. En las colonias hace calor. En Queimada hace calor y Brando quema la isla de nuevo y al final un negro irredento le hunde un puñal en su estómago imperialista. En Casablanca hace calor. “¿Por qué vino a Casablanca?”, le pregunta Claude Rains a Bogart. “Por las aguas”, dice Bogart. “¿Qué aguas? –dice Rains–. Estamos en el desierto.” “Estaba mal informado”, dice Bogart.
El calor es la melancolía, la nostalgia de un tiempo y una pureza irrecuperables: Verano del 42. El calor puede ser el calor de la luna, una luna-testigo que, impiadosa, perseguirá a Bette Davis con música de Max Steiner y dirección de William Wyler en la imperecedera La carta (1940). El calor puede ser el de la jungla, el de un río que corre entre la jungla en busca de un coronel misterioso al que hay que matar: Apocalypse Now! Cuando Willard llega al barbárico campamento de Kurtz todo es, allí, barbarie, primitivismo, calor. El viaje de Apocalypse... es un viaje hacia el calor entendido como barbarie. Kurtz es irrecuperable porque no tiene métodos. “No veo método alguno”, le dice Willard. Todos sudan, todos están sucios o locos, como lo está Dennis Hooper. El calor puede ser el de la frontera, ese calor mexicano de Sed de mal, ese sudor de ese policía obeso y maldito que hace Welles. El calor, otra vez, es el calor urbano de El rata, con ese muelle en el que Widmark enfría sus cervezas, al que acude Jean Peters, donde transpirados se besan y se agreden bajo la rotunda, admirable cámara de Samuel Fuller. El calor del film noir. El calor de la ciudad sucia. El calor de La ciudad desnuda de Jules Dassin. El calor puede ser el calor del sur racista y violento de Al calor de la noche (In the Heat of the Night, 1967, Norman Jewison). Ese sur al que llega Virgil Tibbs (Sidney Poitier), donde mandonea el policía Bill Gillespie (Rod Steiger), quien, desdeñoso, le pregunta a Tibbs: “Muchacho, ¿cómo te dicen en New York?”. Y Tibbs responde: “Me dicen mister Tibbs”. El calor de Mississippi en llamas (Mississippi Burning, 1988, Alan Parker), donde Hackman y Willem Dafoe descubren que son blancos y policías, pero muy diferentes. El calor de las islas del pacífico y sus lluvias calientes: tanto Joan Crawford como Rita Hayworth hicieron a la prostituta Sadie Thompson que corrompe al cura que pretendía llevarla al buen camino. Ave del paraíso (Bird of Paradise, 1951), con la inolvidable Debra Paget y su sarong. Dorothy Lamour, la apoteosis del sarong, seduciendo a Bob Hope y a Bing Crosby. El calor en Heredarás el viento. El calor en La colina de ladeshonra, donde trepar, en el modo de la humillación y el castigo, esa colina era casi morir. El calor en las películas sobre la Legión Extranjera. El calor imperialista. Los ingleses tolerando el calor para mantener el mundo colonial. El calor en Beau Geste, en Arenas en llamas (con Burt Lancaster), en Gunga Din, donde los adoradores de la diosa Khali siempre están sudados, ennegrecidos por el sol y por el punto de vista de los ingleses, que ve en ellos asesinos salvajes, bestias colonizables, sólo eso. El calor en las pelis de ciencia ficción, en las verdaderamente grandes: en La guerra de los mundos, en Cuando los mundos chocan. El calor en De aquí a la eternidad, con Lancaster y Deborah Kerr prefigurando la pasión de Turner y Hurt, besándose en la orilla del mar, un mar que no calma el ardor de sus cuerpos, ella que corre, él la persigue y se le arroja y le estampa un beso para, por supuesto, la eternidad. El calor en las películas sobre el demonio. El pecado es caliente, Satanás es caliente. Allí donde hay calor, su presencia siempre late.

EL FUEGO Y EL CALOR (3)
En el 2064, no antes, se estrenará Infierno en las Torres Gemelas. Habrá fuego, habrá calor y no estará John McClane (el personaje de Bruce Willis en Duro de matar) ni el heroico bombero que Steve McQueen hacía en Infierno en la torre. Imposible que estén porque no estuvieron cuando ocurrió el suceso que dará origen a la película. Si hubieran estado, acaso la película sería otra. Pero no, faltaron a la cita. Tema a desarrollar: fuego, calor y terrorismo. Su secuela no será Infierno en las Torres Gemelas II sino Infierno en Irak. Luego, Infierno en el mundo. Y luego no habrá más temas ni secuelas. No habrá nada. Sólo calor, tal vez.

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