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Domingo, 27 de febrero de 2011

La vuelta del padre

Después de casi quince años de ausencia en los escenarios, Alberto Ure vuelve al teatro con La familia argentina, la única pieza que escribió en toda su vida. Y aunque sigue alejado físicamente de las tablas por motivos de salud, Cristina Banegas –una de sus actrices favoritas– ocupa el lugar de directora y logra encarnar el espíritu feroz y sin concesiones de la obra. Visionario, se adelantó al tema de la familia disfuncional antes de que infestara las tablas porteñas a la vez que capturó el espíritu de la década del ’90 con sutileza y brutalidad. Su estreno permite, además, repasar la carrera de un director revolucionario que a fines de los ’60 rompió con todas las grandes líneas imperantes a la vez y encontró un estilo único. Lo que Alberto Ure buscaba era una verdad que trascendiera al texto y si para eso era necesario trastornar a los actores, lo hacía. Algo que lo convirtió en un hombre polémico, amado y temido, pero también respetado por buscar los extremos sin falsas provocaciones.

 Por Mercedes Halfon

Hubo un hit de los años ochenta cantado por Viudas e Hijas de Roque Enroll que se llamaba igual. Pero Alberto Ure es en sí mismo un hit de los años ochenta. Es lo más contundente que le pasó al teatro argentino en la vuelta a la democracia, aunque no muchos se hayan dado cuenta. Ure está fuera del ruedo desde hace más de una década por graves motivos de salud, y a ese silencio de su obra no lo acompañó una canonización en los manuales disciplinares. Es lógico. Como eso que se predica de todos los adelantados, es una figura incómoda, difícil, no del todo dimensionada por sus contemporáneos, a pesar de que ya sea hora y esté cumpliendo setenta y un años. Hoy se puede comprobar viendo la puesta del único texto dramático que escribió en su vida, La familia argentina, diez años después de haber sido escrito, nunca terminado y nunca estrenado. El texto es de fines de los ochenta y comienzos de los noventa, muchísimo antes de que la familia disfuncional se extendiera como una termita sobre las tablas porteñas y todos sintieran la obligación de decir algo al respecto. Lo de Ure en esta obra es de una lucidez conmocionante. Aunque la idea de hablar sobre la familia haya sido más una excusa para uno de sus electrizantes chistes dramáticos que un ensayo sociológico, la retrató con más profundidad y menos autocompasión que nadie.

Pero no sólo esto. La familia argentina deja ver también cómo Ure percibía la dinámica inicial de los años noventa, con la sutileza que la simultaneidad temporal no permite sino a los espíritus extremadamente agudos. Es un fresco de la violencia soterrada, la frivolidad y la tragedia que atravesaban el aire. Como si el teatro pudiera reanimar el cadáver de Carlitos Menem Jr., los ojos en compota de Marcela Tiraboschi, el tapado de piel de María Julia Alsogaray, el indulto, el positivo de Maradona en el Mundial, el estallido de la AMIA, el nacimiento de la figura de Tinelli, pero en el seno de los vínculos más íntimos, en un living y arriba de un escenario.

NADA QUE VER CON UN METODO

Que Ure esté nuevamente en una sala porteña es algo inesperado, una alegría, una novedad y motivo suficiente para que muchos de los que lo acompañaron a lo largo de sus décadas de viaje por el teatro, la TV y la publicidad, quieran hablar sobre él. Aunque no todos. También están los actores a los que dirigió que se incomodan con la sola mención de su nombre, titubean, se hacen negar, prefieren no hablar de ciertas cosas. Es que Ure dirigiendo –todos coinciden– era una experiencia atemorizante. Desde su primera obra como director en 1968, una creación colectiva muy sixties sobre textos suyos llamada Palos y piedras, hasta la última en 1997, la pieza filocomercial Diez minutos para enamorarse con texto de Dorothy Parker y actuaciones de Carolina Papaleo, Daniel Aráoz, Lara Zimmermann y Mariana Brisky, marcó a fuego la escena y a quienes transitaban en ella.

A este porteño con una educación “formal” de tan sólo unos años de Derecho y otros de Filosofía, le bastaron pocos meses de clases de teatro con Carlos Gandolfo para darse cuenta de su llama y volcarse a la dirección. Su visión del teatro fue configurándose a partir de algunos encuentros claves. En 1969 viajó a los Estados Unidos y cursó un seminario con Richard Schechner, director del Performance Group que empezaba a divulgar las ideas de Grotowski. Allí también conoció el Teatro del ridículo y vio ensayos del Open Theatre. Quedó cautivado por la preocupación de ese grupo por la cultura nacional de la que formaba parte, recuperando sus mejores tradiciones y desafiándola con innovaciones. Todos estos descubrimientos le produjeron una impresión muy profunda. Al regresar a Buenos Aires, organizó su propio estudio de actuación y dirección, y se especializó en técnicas experimentales y psicodrama psicoanalítico. En 1973, puso en escena Casa de muñecas de Ibsen, y, en vez de una sala, hizo funciones en distintas casas particulares. Y en 1974, Hedda Gabler del mismo autor, con Norma Aleandro, Roberto Durán, Hedy Crilla y Emilio Alfaro. Este último proceso de ensayos fue sumamente conflictivo. Ya empezaba a consolidarse su particular y nada pacífico modo de tratar con actores, e ideas dramáticas alejadas del naturalismo mimético.

Es que hay algo conocido como el “método Ure” al que hacen referencia quienes lo frecuentaron, que es el mismo con que ahora Cristina Banegas realizó su puesta de La familia argentina. Nadie mejor que Banegas, actriz fetiche de Ure, para poner este texto bajo sus personalísimas consignas y nadie mejor que Banegas para explicarlas: “Hay algo en la dramaturgia de esta obra, en la que se ve el pensamiento, la impronta de Ure. El texto posibilita una actuación muy viva, muy presente, muy penetrante, desafiante y no complaciente con el espectador. Una actuación que perfora los estándares, siempre dentro de los parámetros de una construcción de verosimilitud severa, pero con estos corrimientos que son los de los personajes, seres que se ven sometidos por sus complejas relaciones familiares”.

Porque siempre estamos hablando de actuación. Ure fue ante todo un director y un formador de actores, mal que pudiera pesarle la idea de una educación formal. En Ponete el antifaz, el reciente segundo libro de ensayos de Alberto Ure, y que viene a continuar el extraordinario Sacate la careta (compilado de textos que publicó en diferentes medios gráficos locales editado por Norma en 2003 y agotadísimo), hay una frase de su autoría que esclarece todo este asunto: “He renunciado a la estética para siempre y a los sueños que alguna vez tuve de dirigir en el Colón. Ahora, en mi escuela, no me interesa formar actores. Mi generación se dedicó a la actuación para terminar siendo modelos comerciales. Yo, en cambio, quiero formar provocadores, seres capaces de transmitir una ideología dramática antes que las técnicas de un arte”.

En el concepto de ideología dramática se encierra buena parte del mentado método Ure. Algo que excede el campo teatral para cruzarse con la vida, la política, el amor, la violencia, la aventura. En la práctica consistía en una forma de ensayo en la que la falta de un respeto reverencial por el texto dramático –venga éste de las corrientes del naturalismo europeo o de la vanguardia local– permitía un proceso de prueba permanente, un dispositivo vivo y cambiante, mezcla de delirio psicótico con imaginación desbocada y poderosa. Esto en contraposición, claro, a la repetición gimnástica de palabras o emociones estandarizadas que solían ser los preparativos de una obra teatral por ese entonces. Ure hablaba al oído de los actores, les hacía sugerencias escandalosas, les hablaba mal de sus compañeros, los estimulaba físicamente, los tentaba de risa, para que a partir de esa pérdida del control actuaran de una forma nueva. Como lo explica Cristina Banegas: “La posibilidad de que algo surja desde armar este campo asociativo en el ensayo es fundamental para que el trabajo no se trace sobre los lugares comunes y las estéticas bien pensantes. O sea que esto permitiría que pudiéramos y podamos trabajar en otros registros que están por afuera de los modelos de la actuación que van circulando. Buscar una vena con otra calidad de energía y de relación con el arrojo, la generosidad, con el salir a la cancha a plantear algo confrontativo con el espectador. Colocar un desafío en el espacio escénico”.

ENSAYOS ABIERTOS, OBRAS ABIERTAS

Hay que decir que, a partir de la década del sesenta, el teatro culto quedó muy tomado por el método stanislavskiano-strasbergiano y la estética naturalista. Las propuestas de Ure eran difíciles de procesar. De los hitos con que se convirtió en una figura pública, dos fueron hechos de la mano del actor y dramaturgo Eduardo Pavlovsky, enemigo acérrimo de ese teatro. La primera fue Atendiendo al Sr. Sloane en 1968, un controvertido texto de Joe Orton, el enfant terrible de la dramaturgia británica de los años sesenta, que sólo Ure en ese momento se atrevió a dirigir y Pavlovsky a protagonizar. La segunda fue Telarañas en 1978, que les valió el exilio a ambos (ver recuadro).

Otro momento clave de la historia de Ure fueron los ensayos abiertos y la puesta posterior de Puesta en claro, de Griselda Gambaro, estrenada en 1986. Recuerda la autora: “Yo había pensado ese texto para una puesta hiperrealista, pero Ure le dio un tono muy popular, canyengue, los actores se comían las eses. Yo que soy muy celosa del texto ahí no me importó nada, porque él seguía un camino paralelo al mío, que enriquecía los sentidos de la obra”. A lo largo de su carrera, Ure siempre superó las dicotomías reinantes entre lo localista y lo extranjerizante: ni se alistó en las huestes del Di Tella, ni adscribió a los que lo denostaban, ni se convirtió en un absurdista imitador de Ionesco y Beckett, ni en un realista pegado a las costumbres como un sticker. En este sentido Gambaro agrega: “Puesta en claro fue un espectáculo muy revulsivo, hecho en el sótano de un sótano del Payró. Era un gran banco largo donde se sentaba el público espalda contra espalda y se veía un poco a través de unos espejos que había en las paredes. Era muy intenso, muy violento lo que pasaba. Yo había ido a los ensayos públicos, algo que nunca se había hecho hasta ese momento, porque la sacralidad de los ensayos era algo muy respetado y que Ure tiró por la borda con ese trabajo. En estos ensayos él estaba ahí, circulaba, interactuaba con el actor, le sugería cosas al oído, aunque nunca supe qué”. En Puesta en claro, Cristina Banegas interpretaba a una ciega completamente indefensa a la que violaban y le tiraban con baldes de agua hasta el agotamiento; cuentan que muchos espectadores salían físicamente descompuestos de la obra.

Pero Ure no sólo trabajó con autores y actores prestigiosos como Gambaro, Pavlovsky, Norma Aleandro, Banegas y tantos otros. Su provocación pasó también por ahí, por no hacer caso al límite, rara vez atravesado, entre el teatro culto y el comercial. Esta característica lo acompañó en toda su carrera pero fue clave en su puesta de Los invertidos, de José González Castillo en 1990, sumamente denostada por la crítica. Además de que se le adjudicaron contenidos homofóbicos, otro de los prejuicios residió en que el protagonista de la obra era Antonio Grimau, un actor que hasta el momento no había hecho otra cosa que telenovelas en Canal 9. Grimau cuenta: “Esa obra y Alberto Ure fueron fundamentales para mi vida. Se juntaron varias cosas: hacía bastante que no hacía un teatro que me exigiera, estaba dando el paso de ser galán de la tarde a actor prestigioso trabajando con Ure, todo era un desafío. Y él además iba muy a fondo, al hueso, no tenía medias tintas. Intentaba llevarte de la mano hasta las zonas más oscuras de tu personaje, y en esta obra se tenía que ir ahí, no había otra, eran personajes muy retorcidos. Por eso, si tenías algún tipo de prurito, con Alberto no podías, ni debías trabajar. Pero paralelo a esta forma, tenía un enorme amor por el actor, un cuidado que no todas las veces se encuentra en un director. Estaba muy atento a nuestra salud psíquica”.

La aclaración es oportuna, ya que no fueron pocos los actores o autores que huyeron de sus ensayos en medio de peleas o directamente con brotes psicóticos que terminaron en momentáneas internaciones. Hedy Crilla, Mario Trejo, Jorge Mayor, Natán Pinzón, según cuenta la leyenda. Aun así, los resultados de estos procesos particulares y conflictivos eran positivos. Como afirma Griselda Gambaro: “Fue un gran director de escena y un arriesgado maestro de actores. Era una persona que reflexionaba muchísimo sobre el asunto del teatro, algo infrecuente en nuestros teatristas, y lo hacía de una manera muy lúcida y original. La escena era como una cáscara que se rompía ante el espectador para sacarlo de sus opiniones, de su partido tomado, y le ofrecía un mundo peligroso pero con la posibilidad de tomar otros caminos. Con él, se descorría realmente el telón”.

VIVA LA PAZ DE NUESTRO HOGAR

Y así, décadas después de todas estas aventuras, llegamos a esta puesta de La familia argentina. Siendo el único texto que escribió Alberto Ure, es extraño que ésta sea la primera vez que se pone en Buenos Aires. Hubo una versión el año pasado en Rosario realizada por Rody Bertol, que fue vista por Claudia Cantero, la actriz rosarina que integra el elenco porteño. Fue ella quien le acercó el material a Luis Machín y a Cristina Banegas, que si bien ya lo conocía y hasta había llegado a ensayarlo alguna vez como actriz en manos de Ure, no tenía en sus planes dirigirlo. La última en incorporarse al elenco fue Carla Crespo, actriz que, como Cantero y Machín, también se ha formado en el Sportivo Teatral. Hay una línea no del todo invisible que une a Ricardo Bartís con Ure (ver recuadro).

La escena tiene algo de ya visto: una alfombra, un sillón, una mesa con dos vasos de whisky, un pequeño grabador de donde entran y salen casettes. Estamos enclavados en la década del ’90. Los personajes son un matrimonio de profesionales de clase media alta recién separado y la hija de ambos, aunque en realidad sólo hija biológica de la madre. La escena es el reencuentro lamentable y violento de estos tres seres atravesados por cables de alta tensión. Pero lo visto de la escena no forma parte de las modas, sino del pasado verdadero del teatro, de la tradición: Edipo, Hamlet, el Don Zoilo de Barranca abajo, se cruzan como fantasmas vengativos, toman a los personajes por asalto, los hunden en el pozo negro de la tragedia.

Dice Banegas: “El texto tiene una alta complejidad de construcción, de condensación de ideas, de chistes, ironías, salvajadas. Temas que hubo que atender porque no es una obra naturalista y ya. Hay que develar algo muy fantasmático que trae, el fantasma del incesto en ese triángulo incestuoso en acción”. El trabajo con los actores, por ende, fue arduo, a pesar de que los cuatro, junto al productor Domingo Romano, estaban comprometidos con la obra por igual.

Cantero, Crespo y Machín encarnan esa fluctuación entre el cinismo y la negación que resulta sintomática en nuestro país, más aún en la mencionada década. Pero que también puede manifestarse en las relaciones más íntimas. Reflexiona Banegas: “La obra tiene que ver con la negación de los agujeros insondables que nos dejan las relaciones familiares. De las amputaciones de por vida que padecemos, de las tristezas, abandonos, ansiedades, angustias que no nos van a dejar nunca y ocurrieron en el seno de nuestras familias, mejor o peor constituidas. Hay algo irreparable del ser humano que aparece en estas historias. Que es también una historia sobre las pasiones”.

Luis Machín compone un personaje que, como todos los que hace en teatro, resulta memorable. Un psicoanalista cínico y devastado a la vez, vértice fundamental del trío de amor bizarro de la obra. Como actor Machín también es una pieza fundamental, ya que fue alumno de Ure en 1993, cuando era apenas un veinteañero recién llegado de Santa Fe. Por eso, porque lo conoció de cerca, leyó sus textos, y ahora debe encarnar sus palabras, arranca la conversación sobre la obra diciendo: “Dejenmé de joder con Ure”. Es un poco en broma, pero no debe haber mejor manera de empezar un nuevo capítulo en la historia de este director, autor y maestro del teatro de Buenos Aires. Cierra Machín: “En este momento yo necesito apoderarme de la obra y para eso necesito olvidarlo. Necesito casi físicamente entrar en conflicto con él. De hecho creo que mi mejor homenaje es atacarlo. Discutir con el texto, que no es ni más ni menos que lo que Ure proponía. Creo que si tuviera su conciencia plena, como la tenía hace quince años, y alguien le mencionara la palabra ‘homenaje’, se reiría mucho, diría por qué no se van todos a la concha de su madre y se dejan de joder”.


La familia argentina se puede ver los viernes y sábados a las 23, domingos a las 21, en el C. C. de la Cooperación, Corrientes 1543.

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Luis Machín y Carla Crespo, recostados, en una escena de la obra.
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