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Domingo, 17 de agosto de 2003

CINE

La vuelta de Rocha

Más grande que la vida, el inclasificable Glauber Rocha (1940-1981), una de las energías estéticas más formidables y excéntricas del cine brasileño contemporáneo, sólo revive parcialmente en Rocha que voa, el documental en el que su hijo Eryk reconstruye el año que pasó exiliado en La Habana a principios de los años ‘70.

Por Horacio Bernades
“Era un personaje muy difícil de representar”, dice alguien en Rocha que voa, y la declaración –paradójicamente– es tal vez el único momento en el que este documental filmado por Eryk Rocha (hijo de Glauber) logra acercarse al personaje que intenta retratar.
Pero conviene hacer un par de aclaraciones. La primera es que la frase entrecomillada debería trascender al personaje y hacerse extensiva también a su obra; sólo así se puede entender la clase de muro contra el que Rocha junior choca en Rocha que voa. La segunda es que, en verdad, Eryk Rocha jamás pretendió filmar un retrato de Glauber Rocha (mucho menos de su cine), sino apenas dejar testimonio del paso de su padre por La Habana, Cuba, donde el genial e inaprensible autor de Dios y el Diablo en la tierra del sol vivió y trabajó durante un año, a comienzos de los ‘70, en el contexto de sus peregrinaciones de exiliado y atraído por el modelo de la revolución de Fidel.
Producido por el ICAIC (el Instituto de Cine cubano), el documental de Eryk Rocha intenta construir la figura del cineasta haciéndola pasar previamente por el tamiz del panteón oficial del cine posrevolucionario cubano. Prácticamente no hay realizador ni funcionario fidelista que no deje aquí su testimonio, desde el fallecido Titón Gutiérrez Alea (realizador de Fresa y chocolate y director del ICAIC durante varios años) hasta la montajista Miriam Talavera (que asistió a Rocha en el montaje de su monumental Historia do Brasil, finalmente trunca), pasando por Humberto Solás (director de la mítica Lucía y la reblandecida Miel para Oshún), Pastor Vega (realizador de la interesante Retrato de Teresa, que se metía con el machismo posrevolucionario), Julio García Espinosa (ex presidente del ICAIC, director de la revista Cine cubano y ex viceministro de Cultura de la isla) y Santiago Alvarez, el más famoso documentalista habanero.
En otras palabras: para hacerle honor a su contenido, Rocha que voa debió haberse llamado Glauber en Cuba; o mejor: Glauber según Cuba. Fracasará en su empeño quien pretenda entender, o aunque más no sea atisbar, ese manojo de contradicciones que fue el cineasta brasileño. El mismo que, tras firmar en los ‘60 los incendiarios manifiestos de la Estética del hambre, Estética del sueño y Estética de la violencia (eztetykas, si se respeta la extraña grafía utilizada por el autor), terminó viendo con buenos ojos, apenas diez años más tarde, a los dictadores militares Geisel y Figuereido. La hagiografía unilateral practicada en Rocha que voa no admite semejantes dislocaciones. Pero tampoco tendrá suerte quien se acerque al film con intenciones de echar una mirada sobre la poética cinematográfica de Dios y el Diablo... (1964), Tierra en trance (1967), Antonio das Mortes (1969), Cabezas cortadas (1970) y A idade da Terra (1980). Lo que se dice de él (que hacía cine político, que era un poeta, que aspiraba a romper con los moldes del cine convencional) es más o menos lo mismo que podría decirse de otros cineastas de la misma época y región como Fernando Solanas, Jorge Sanjinés o el primer Raúl Ruiz.
Unos y otros (todos los espectadores, en suma) saldrán con la incómoda sensación de que si alguien no aparece en la película es quien debió haber sido su protagonista. Aunque durante hora y media no se hable sino de él, y aunque la voz que abruma desde el off sea la del propio Glauber, engolosinado con un rosario de consignas que desmienten todo lo que hay de perdurable en sus películas. Queda, como consuelo, algún chispazo en medio de la oscuridad, como el diálogo que Miriam Talavera evoca al recordar las primeras sesiones de montaje de Historia do Brasil (1974), gigantesco documental para el que Glauber no contaba ni con una foto como material de archivo. “¿Qué vamos a hacer, Glauber?”, pregunta la desesperada montajista. “La historia del Brasil no existe. La vamos a escribir nosotros dos, ahora”, responde Rocha con ese tono mesiánico, lapidario, godardiano, que aparece en sus escritos y manifiestos y suele aflorar en los diálogos de sus películas.
Si algo testimonia este documental, es eso que se sabía desde siempre: el carácter irreductible de un cineasta cuya obra consistió en reinventarlo todo de cero. No hay categoría preexistente que pueda explicar a Glauber Rocha; ni siquiera las de “cine político” o “cine revolucionario”. Pero es esa estrecha mirilla la que propone Rocha que voa para observarlo. Se sale de la película con la sensación de que nadie conoce menos a un artista que su propio hijo.
Dado que el realizador contaba con la ventaja de la filiación, ¿no hubiera sido preferible un retrato íntimo, antes que este paseo de mausoleo? Sin duda que sí. Si se revisa la ficha de Eryk Rocha se constatará que es el séptimo hijo de Glauber Pedro de Andrade Rocha, y que nació en 1978. Esto es: tres años antes de que Glauber muriera en Río de Janeiro a los 41 años, como consecuencia de una enfermedad pulmonar. Se dirá: mal podía filmar Eryk Rocha el retrato íntimo de un padre que perdió cuando tenía sólo 3 años. Entonces ¿por qué no filmar, por ejemplo, un documental cuyo tema fuera justamente la búsqueda de una imagen paterna, como acaba de hacerlo la argentina Albertina Carri en Los rubios, el film en el que intenta “rearmar” la figura de sus padres, secuestrados y asesinados cuando ella tenía la misma edad que Eryk Rocha al morir Glauber?
Antes que darles la palabra a quienes sólo pueden decir que era un cineasta comprometido o “una persona muy necesitada de afecto”, ¿no hubiera sido preferible entrevistar a los que lo conocieron de cerca, amigos, parientes, colaboradores, incluso biógrafos? Orlando Senna, por ejemplo, que acompañó a Glauber desde los tiempos de la militancia estudiantil y los primeros cineclubes, en Bahía, hasta el final. O Sylvie Pierre, ex redactora de Cahiers du cinéma que dejó París y marchó a Río sólo para conocer al autor de Tierra en trance y por su culpa se quedó viviendo varios años en Brasil. (Pierre, además, escribió una magnífica biografía y análisis de su obra.) O el crítico brasileño José Carlos Avellar, que hizo lo propio en un tomo que la editorial Cátedra acaba de publicar en castellano. ¿Por qué no entrevistar a sus colegas del cinema novo o cederle más tiempo la palabra a Marcos Medeiros, que trabajó junto a Glauber en Historia do Brasil?
Da la impresión de que Eryk Rocha desaprovechó una ocasión inmejorable: volver a hacer visible parte de la obra de Rocha para las generaciones que no llegaron a conocerla, o que la vieron y la olvidaron. Porque el montaje espasmódico a que la somete Rocha que voa reduce esa resurrección a unos segundos poco menos que miserables. ¿No valía la pena volver a ver esos ballets geométricos de Dios y el Diablo? ¿Y los duelos de Antonio das Mortes, en los que criaturas míticas se enfrentan en medio del sertâo rajado, a punta de fusil, como personajes de tragedia trasplantados a un western de Sergio Leone? Más oportuno hubiera sido asistir otra vez a la desesperada, caótica secuencia inicial de Tierra en trance, con sus travellings puros, sus desplazamientos de figuras en el plano y esos cortes abruptos como el destino mismo de sus personajes, a punto de ser arrancados para siempre de la Historia. Y qué revelador presenciar otra vez las ridículas conversaciones telefónicas de Paco Rabal, el dictador loco y exiliado de Cabezas cortadas, hablando por dos teléfonos a la vez mientras canta “Cuesta abajo” y “Sabor a mí” y acaricia a su caniche blanco.
Sí, quizás hubiera sido preferible un documental que intentara asediar, interrogar, develar a Glauber Rocha. ¿Una tarea imposible? Tal vez. Pero tal vez haga falta algo más que eso para impedirlo. ¿O acaso el propio Glauber no se pasó la vida tratando de filmar lo imposible?

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