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Domingo, 17 de febrero de 2002

Anclaos en el fin del mundo

Hace cien años, una expedición sueca con un oficial argentino se internó en la Antártida con el propósito de invernar allí y realizar estudios geológicos. Al llegar la primavera, el buque que debía buscarlos se hundió frente a sus ojos. Los sobrevivientes permanecieron librados a su suerte mientras partían dos misiones de rescate, una desde Suecia y otra desde Buenos Aires. Ésta es la increíble historia de cómo sobrevivieron y qué pasó después con el geólogo sueco Otto Nordenskjöld y el alférez entrerriano José María Sobral.

Por Pablo Wainschenker

Después de cuatro días de navegación entre los hielos antárticos, una pequeña isla aparece en el horizonte. Sobre su costa, a escasos metros del Mar de Weddell, se alcanza a ver una cabaña de madera. Parece demasiado antigua para ser una base científica. Alguien habla por los parlantes del buque y la noticia se confirma: soportando temperaturas de 45º bajo cero y vientos de 200 kilómetros por hora, la casa de la primera expedición sueca a la Antártida aún se mantiene en pie, casi cien años después de que sus habitantes fueran rescatados. “Todos nosotros escuchamos esta historia desde que éramos chicos. Pero nunca imaginamos que pisaríamos el lugar donde estuvo mi bisabuelo”, dice Marianne Löwenhielm, bisnieta de Otto Nordenskjöld y una de las pasajeras que partieron del puerto de Ushuauaia rumbo a la isla de Cerro Nevado en la Antártida. Junto con otros 119 ciudadanos suecos, la chica viaja a bordo del rompehielos Polar Star para cumplir el sueño de su vida: llegar a la casa en que su bisabuelo y un joven entrerriano permanecieron dos años aislados del mundo y dados por muertos.
La historia es tan fascinante como desconocida. Hace cien años, un sueco de 40 años llamado Otto Nordenskjöld, doctor en mineralogía y geología, y profesor en la Universidad de Upsala, inició desde su país la primera expedición de estudio que permanecería un año entero en la Antártida. Con la ayuda de varios patrocinadores europeos y el apoyo del presidente Roca, este profesor universitario sueco había conseguido un buque ballenero llamado Antarctic, a bordo del cual llevaba una pequeña cabaña prefabricada que sería su abrigo durante el inhóspito invierno polar. La asistencia del gobierno argentino no era desinteresada: a cambio de carbón y suministros nacionales, los suecos debieron conceder que un joven militar de Gualeguaychú llamado José María Sobral se incorporara al equipo que invernaría en la Antártida. El gobierno argentino daba por hecho que el viaje sería un éxito y que serviría para sentar precedente ante un futuro reclamo de soberanía. Roca jamás imaginó que, un año después del paso de los suecos por el puerto de Buenos Aires, debería organizar una desesperada misión de rescate.

Nada es gratis,
mister Nordenskjöld
El 16 de diciembre de 1901, cuando el Antarctic llegó al puerto de Buenos Aires, la ciudad no lo recibió de la mejor manera: una huelga de los empleados portuarios impidió a los suecos abastecerse de carbón, fundamental para continuar el viaje. Nordenskjöld tuvo que bajar a tierra y negociar con los huelguistas para aprovisionarse de vituallas (la mayor parte del carbón lo cargarían en Ushuauaia). No fue ésa la única sorpresa que encontró el sueco en Argentina: al entrevistarse con funcionarios del gobierno, el ministro de Marina Onofre Betbeder le hizo saber que el apoyo nacional a su expedición estaba condicionado a que los extranjeros aceptaran que un oficial argentino formara parte del grupo. Nordenskjöld estaba dispuesto a permitir que un argentino se sumara a la tripulación, pero no incorporarlo al grupo de invernantes. Sin embargo, no tenía mucho margen de negociación: su propio gobierno no lo había apoyado y la ayuda argentina resultaba fundamental para concretar su proyecto.
Meses antes de que la expedición pasara por Buenos Aires, la Armada había abierto una lista de postulantes para elegir al enviado argentino al Polo Sur. Tres días antes de que el Antarctic dejara el puerto porteño, el alférez de fragata José María Sobral recibió una carta firmada por el ministro de Marina: “Comunico a Ud. que ha sido designado para formar parte de la expedición científica que dirije (sic) el Doctor Otto Nordenskjöld. De acuerdo con lo convenido, Ud. tomará parte en todas las observaciones magnéticas, meteorológicas y oceanográficas que lleva a cabo dicha expedición y formará parte de toda comisión de detalle que sedestaque con cualquier fin. Se hace saber a Ud. que el gefe (sic) de la expedición ha contraído con el Gobierno Argentino los compromisos de hacer entrega a este Ministerio de los datos científicos recogidos y todas las colecciones zoológicas que formen durante el tiempo que dure la expedición. Este Ministerio ha dado órdenes para que en Ushuauaia se entregue al Antarctic el carbón que solicite y se ha dirigido al Gobernador de Tierra del Fuego pidiendo le preste los auxilios que requieran y crea convenientes. El que suscribe piensa que la índole de esta importante comisión que confía a Ud. sabrá ser debidamente apreciada y que tratará por todos los medios de corresponder a la distinción de que ha sido objeto. Dios guíe a Ud.”.
Eso era todo. Sobral, de apenas 21 años, carecía de experiencia polar y no hablaba una palabra en sueco. La Armada lo mandaba al Polo Sur sin siquiera darle el equipo básico de supervivencia. Él mismo debió salir a buscar por Buenos Aires ropa que lo protegiera del clima antártico. Más tarde escribiría: “En Buenos Aires no se encuentra en ninguna época abrigo apropiado para las regiones polares; y si se tiene en cuenta que estábamos en el rigor del verano, cuando el comercio guarda sus artículos de invierno, se comprenderá lo difícil que era adquirir en plaza ropas para temperatura de 40º bajo cero. No tenía a quién preguntar lo que debía llevar, sólo sabía que precisaba ropas muy abrigadas y que no había en Buenos Aires ropas para usar en el país al que me dirigía. Me resolví a afrontar la situación como se presentaba y compré lo que me pareció mejor. Con excepción de la ropa interior, todo resultó perfectamente inservible”.

Hay que pasar el invierno
Después de varias idas y venidas, el Antarctic desembarcó a Nordenskjöld, Sobral y otros cuatro hombres en la isla Cerro Nevado, al Este de la Península Antártica. Además de las provisiones necesarias para pasar el invierno, la tripulación del Antarctic bajó a tierra la casa prefabricada en la que vivirían los expedicionarios. Dispuesto a empezar con la construcción, el jefe recibió una nueva sorpresa: el plano se había perdido durante el viaje, así que los suecos tuvieron que ir adivinando dónde iba cada pieza numerada. Después de 25 días de trabajo, la obra quedó terminada. Era una tradicional casa sueca de 6,3 metros por 3, preparada para alojar a seis personas más una cocina, un saloncito central y un altillo que servía como depósito de provisiones. En febrero de 1902, el Antarctic partió con la promesa de volver al verano siguiente.
Junto con Nordenskjöld y Sobral, en Cerro Nevado quedaron: Gösta Bodman (de 25 años, licenciado en filosofía y encargado de las observaciones magnéticas, meteorológicas y astronómicas); Eric Ekelöf (también de 25 años, estudiante de tercer año de medicina que actuó como médico de la expedición y se ocupaba también de las observaciones bacteriológicas y psicológicas, así como de la realización de caricaturas que levantaron el ánimo del grupo durante las interminables horas del invierno); Olle Jonassen (un noruego de 26 años que se desempeñó como carpintero, herrero, fogonero y zapatero, y que gracias a su experiencia previa ártica y antártica tenía a su cargo un puesto clave: cuidar a los perros de arrastre y los trineos); y Gustav Akerlund (otro noruego, de 17 años, que se encargaba de la cocina y las provisiones). Nordenskjöld describiría así la convivencia dentro de la casa: “La lumbre que encendíamos para calentarnos con grasa animal, o el hogar de la cocina, dio origen a una especie de hollín viscoso que se depositaba encima de todos los objetos, penetrando hasta los más apartados rincones. Esta transformación se notaba poco, porque el hollín se depositaba de una manera tan uniforme, que no quedaba nada en la casa que pudiera servir como comparación: todo estaba sucio”. La mugre era un tema importante, pero no el único: la humedad del ambiente se concentraba en los rincones y en el suelo, formando una capade hielo en la que quedaban incrustados todos los objetos que se dejaran inadvertidamente allí (desde zapatos hasta estuches para instrumentos de medición). Cuando los hombres necesitaban estos objetos, debían desenterrarlos con un hacha. Sobral se refiere así al deficiente sistema de ventilación: “Cantidad de hielo se formaba en las paredes, piso y techo. El hielo de arriba caía en forma de lluvia cuando la temperatura subía. Como nuestras camas estaban distribuidas lo mismo que en un camarote de barco, los que teníamos las cuchetas altas sufríamos las consecuencias del deshielo”.

Primavera desdichada
Después de pasar el invierno tomando datos estadísticos y realizando diversos descubrimientos, los hombres esperaban ansiosamente la llegada del barco. Sin embargo, las cosas no salieron como Nordenskjöld había proyectado. Al intentar llegar a Cerro Nevado, el Antarctic se encontró con temperaturas inferiores a lo esperado, lo que le impidió penetrar en el Mar de Weddell. Luego de varios intentos, el segundo de la expedición, J. Gunnar Andersson, decidió desembarcar junto con el marinero Grunden y el cartógrafo Duse para intentar llegar hasta la cabaña desplazándose sobre el mar congelado. Mientras tanto, el buque continuaría buscando aguas libres de hielo que le permitieran avanzar. Los tres hombres bajaron a tierra en el sitio que hoy se conoce como Bahía Esperanza. Mientras tanto, presionado por enormes bloques de hielo, el Antarctic se hundió en el océano, a 70 kilómetros de la isla más cercana. Después de vagar entre los hielos en dos botes, los náufragos consiguieron llegar hasta la isla Paulet. Allí construyeron una cabaña de piedra y se prepararon para pasar el invierno. Sabían que ningún barco se internaría en esas aguas hasta el verano siguiente.
El equipo original había quedado dividido en tres: la cabaña de Cerro Nevado con el jefe Nordenskjöld, el entrerriano Sobral y otros cuatro hombres; el segundo grupo con los desembarcados en Bahía Esperanza (que habían fracasado en su misión de encontrar a Nordenskjöld y debieron buscar reparo ante la inminencia de una invernada inesperada) y el grupo formado por el capitán Larsen y diecinueve miembros de la tripulación del Antarctic (que dormían unos contra otros para mantener el calor en la cabaña de la inhóspita isla Paulet). Quienes peor la pasaron fueron los tres hombres desembarcados en Esperanza: encerrados en un pequeño refugio de piedras, se las ingeniaron para resistir a pesar de las complicaciones. El propio Andersson escribiría al respecto: “Cada vez que encendíamos la lumbre, la choza se llenaba de humo. Cuando las tormentas de nieve tapaban el tubo de la chimenea, la humareda era tan espesa que apenas podíamos distinguirnos a la débil luz de la lámpara”. Al llegar la primavera, los tres hombres tenían un aspecto lamentable. Sus cuerpos estaban cubiertos por una gruesa capa negruzca, mezcla de su propio sudor y el humo grasiento del hornillo que utilizaban para cocinar y calefaccionarse.
Luego del penoso invierno, el trío intentó nuevamente llegar a la cabaña de Nordenskjöld, sin éxito. Paralelamente, Nordenskjöld y Jonassen trataron de llegar a Paulet, sin saber que sus compañeros estaban allí; simplemente porque era uno de los puntos de referencia que habían fijado con el Antarctic. El 12 de octubre de 1903 ambos grupos se encontraron en la isla Vega. Nordenskjöld al principio no los reconoció, asombrado por “aquellos seres negros como el carbón, cubiertos de pies a cabeza, con los ojos protegidos por extrañas antiparras y los largos cabellos untados con grasa de foca”. Luego de la sorpresa inicial, los invernantes de Esperanza fueron llevados a la casa, en la que pudieron recomponerse.

Al rescate
En Buenos Aires, la ausencia de noticias sobre Nordenskjöld y Sobral había causado alarma. El gobierno sueco expresó su preocupación. Para tranquilizar a los nórdicos, el 15 mayo de 1903 la cancillería había mandado instrucciones al cónsul argentino en Estocolmo: “Comunique ese gobierno que gobierno argentino caso no recibirse en breve noticia llegada antarctic a ushuauaia o malvinas ha decidido preparar expedición de auxilio que saldria primavera proxima con destino tierras australes interesado en buen exito expedicion polar”. El gobierno sueco agradeció el gesto pero, por las dudas, empezó a preparar su propia expedición de rescate. Los europeos sabían que la experiencia argentina en aguas antárticas era prácticamente nula.
Si bien Argentina carecía de un buque que pudiera navegar en zonas polares, el gobierno no podía desentenderse del compromiso. Se decidió reformar la cañonera Uruguay para que pudiera navegar en aguas antárticas. La misión de salvamento fue encomendada al teniente de navío Julián Irízar. El día de la partida, el presidente Roca despidió a los marinos con el siguiente discurso: “Lleváis un buque fuerte y bien provisto, como para resistir el terrible choque y aprisionamiento de los témpanos, y una tripulación que sabrá mostrarse a la altura de las circunstancias y de la bandera que llevan”. El 8 de noviembre de 1903, la Uruguay llegó al Mar de Weddell. El doctor Bodman, meteorólogo de la expedición sueca, estaba acampando a 20 kilómetros de la casa, cazando pingüinos junto con el cocinero, en previsión de un tercer año de aislamiento. Allí se produjo el encuentro. Los marinos argentinos que habían bajado a tierra vieron la carpa y se acercaron. Jorge Jalour, uno de los oficiales de la Uruguay, luego escribiría: “La carpa estaba cerrada, y a fin de no impresionar peligrosamente a sus ocupantes, nos pusimos a conversar en voz fuerte con el comandante Irízar. Sentimos primero unos rugidos; luego algo como un terremoto que se revolvía en el interior. Una mano descose la pequeña abertura de entrada, una cara aparece: rubia, despeinada, sucia, con ojos de espanto, y nos mira”.
Estaban salvados. Según el relato de Jalour, la excitación de Bodman era indisimulable: “Alto, fornido, con una bota puesta y otra en la mano, nos ofrece té, café, mientras busca algo. Me dice que no encuentra la bota. Al indicarle que tiene una puesta y la otra en la mano, el hombre se serena”. Mientras el contingente empacaba lo más rápido posible, un nuevo grupo de hombres llegó a Cerro Nevado: era el capitán Larsen, quien había partido en un bote con cinco de los náufragos del Antarctic en busca de la cabaña de Nordenskjöld. Todos se encontraban vivos y relativamente saludables, excepto Ole Wennersgaard, uno de los refugiados en la isla de Paulet, que había muerto durante el invierno. Mientras los suecos se ponían al tanto de las novedades, el capitán de la Uruguay interrumpió el emocionante reencuentro con la información de que debían partir cuanto antes. Irízar ni siquiera contaba con pasar por Paulet antes de embarcar: temía quedar atrapado por los hielos. Ahora que se sabía que los suecos estaban con vida, había que sacarlos de allí sin más demora.

Regreso con gloria
Durante el segundo año de invernada, la incertidumbre sobre el destino de los expedicionarios los había hecho famosos. Al conocerse que estaban vivos, la noticia corrió por el mundo entero. En la tarde del 2 de diciembre de 1903, Buenos Aires quedó paralizada: todos querían ver a los suecos y a Sobral sanos y salvos. Una multitud esperaba a la Uruguay en el puerto. Nordenskjöld relata: “Conforme avanza el buque contemplamos vapores grandes y pequeños, todos adornados y repletos de pasajeros que nos saludan dando vivas y agitando pañuelos, en tanto las bandas de música se oyen tocar aquí y allá, y los vapores hacen sonar sin interrupción sus sirenas”. En tierra, la escena era formidable: “Todas las riberas estáncubiertas por la inmensa muchedumbre, todos los edificios y paseos, los muelles y los vapores transatlánticos allí amarrados aparecen adornados con banderas y llenos de gente”, escribe Nordenskjöld.
Al gobierno le había salido bien la patriada. No sólo lograron que un argentino invernara en la Antártida, sino que todo el contingente había sido rescatado por un buque nacional. El presidente Roca, que pensaba concurrir a la bienvenida, no pudo hacerlo debido a la muerte de su hermano. Aun así, los miembros de la expedición tuvieron su momento de gloria popular. En Buenos Aires nadie hablaba de otra cosa y las zapaterías vendían botines “a lo Sobral”.
A pesar de haberse convertido en un héroe nacional, José María Sobral fue muy maltratado luego de su epopeya. El joven, que durante los dos años de aislamiento había aprendido a hablar sueco, pidió permiso a la Marina para ir a estudiar a Europa. Como los jefes navales le negaron esa posibilidad, el hombre dejó la Armada y viajó a Upsala, donde tiempo después se doctoró en geología. A pesar de su anhelo de volver a pisar suelo antártico, las autoridades nunca le perdonaron que hubiera dejado la Armada y el país. Mientras su nombre se invocaba en cada acto oficial y cada reclamo de soberanía, Sobral era humillado por sus ex camaradas de manera impecable: nunca lo premiaron con un ascenso, ni una beca, ni siquiera un agradecimiento formal. Sus proyectos científicos fueron constantemente rechazados. El 15 de abril de 1961, una noticia pasó casi inadvertida para los porteños. La Prensa publicó un suelto que decía: “Murió ayer en esta capital el doctor José María Sobral, recordado protagonista junto a Nordenskjöld de la expedición del Antarctic a los hielos australes, rescatados después de casi dos años de aislamiento por la proeza de la corbeta Uruguay”.
A Otto Nordenskjöld no le fue mucho mejor. La administración sueca le envió a su familia una factura por los gastos de la expedición de salvamento: a pesar de haber llegado a costas patagónicas cuando el grupo ya había sido rescatado por la Uruguay, el gobierno de Suecia no estaba dispuesto a hacerse cargo de los gastos de su fracasado envío de socorro. Debido a esto, Nordenskjöld estuvo en deuda toda su vida. En 1928, el hombre que había sobrevivido dos años entre los hielos murió aplastado por un colectivo en una tranquila calle de Gotemburgo.

La revancha
Ricardo Capdevila es curador del Museo Antártico Argentino y responsable de la restauración y conservación de la casa de los expedicionarios suecos que se mantiene en pie en medio del hielo polar. Sin dudas, el apuro de Irízar fue muy útil para el actual museo. Capdevila explica por qué: “Cuando llegamos en 1980, el primer trabajo que hubo que hacer fue comenzar a picar el hielo a mano, para lograr un espacio que nos habilitara acceso al interior. Es que las ventanas se habían volado, y adentro se había acumulado nieve durante casi ochenta años. Había casi dos metros de hielo en el interior”. Una vez que pudieron ingresar, los investigadores fueron recuperando los objetos que, en el apuro, había abandonado el grupo sueco. “Hay todo un inventario de las cosas que se recuperaron: los grampones de Nordenskjöld, un par de botines, un cuchillo... Año a año seguimos encontrando cosas. Hace poco encontramos en la costa una media con las iniciales ON (las de Nordenskjöld)”.
¿Cómo es posible que surjan nuevos elementos después de cien años? Capdevila explica: “Los suecos tenían muy próximo a la casa un lugar que usaban de basurero. Ese lugar es, a la vez, la vía de descarga de deshielo de la ladera. Entonces hay un arrastre de cosas hacia el mar. Es por eso que aparecen este tipo de cosas. Hemos encontrado ropa, zapatos y una cantidad de elementos importantes en el mar. Además, en los alrededores de la casa había ladrillos refractarios de lo que fue el observatoriomagnético que hicieron los suecos. Botellas rotas (de cerveza Quilmes que la expedición había recogido en Buenos Aires), cápsulas de balas servidas y la infinidad de elementos que pudo haber tenido una expedición que se vio forzada a invernar dos años”.
Los festejos por el centenario de la expedición Nordenskjöld comenzaron en octubre pasado con una exposición en el Museo de Historia Natural de Estocolmo. En breve, un acontecimiento similar se producirá en Buenos Aires. Capdevila: “El 19 de abril inauguraremos una muestra itinerante gratuita en el Apostadero Naval de Retiro. Luego recorreremos el interior del país. Habrá una réplica de la cabaña sueca y se podrá acceder a material multimedia sobre esta epopeya polar”. Además, el museo está dándole los últimos retoques al Libro del Centenario, donde se compilan todos los trabajos de investigación relacionados con la histórica expedición sueca. Capdevila explica: “La expedición sueca es la primera que inverna en el sector Este de la península antártica y hace la mayor contribución de conocimientos científicos sobre esa zona. El aporte a la geografía, la biología y la geología es increíble. Es más: esa información
tiene hoy un valor fundamental debido al fenómeno de calentamiento global que sufre el planeta. Gracias a los datos recogidos por la expedición sueca, se pueden comparar los valores de principios de siglo con los actuales y ver cuál es la evolución que han tenido todos esos parámetros. Aún hoy hay un interés científico, más allá del histórico. El aporte que ellos hicieron es fantástico”.
Capdevila acompañó a los descendientes de Nordenskjöld que visitaron la casa en la Antártida hace dos semanas. Después de escuchar sus explicaciones, los veinte miembros de la familia Nordenskjöld regresaron felices al Polar Star. O no tanto. Marianne Löwenhielm, la bisnieta de Nordenskjöld, comentaba por lo bajo: “Gasté todos mis ahorros en este viaje. No sé qué voy a hacer cuando vuelva a Suecia”. La chica puede considerarse afortunada: Oke Sobral, hijo de José María Sobral, no pudo reunir los cinco mil dólares del pasaje y se quedó en Ituzaingó.

El material fotográfico se publica gracias a la gentileza de Fred Goldberg, Ricardo Capdevila y el personal del Museo Antártico Argentino.

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