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Sábado, 30 de abril de 2016

> EL ARTISTA, DISCO A DISCO

NUESTRO AMO JUEGA AL ESCLAVO

 Por Sergio Marchi

Treinta y nueve discos de estudio en una carrera veloz de treinta y ocho años. Si algo es común a toda la trayectoria de Prince, eso es la desmesura. No solo la capacidad de creación, sino también el empecinamiento en concretarla. Sin ir muy lejos, si se toman como referencia años recientes como 2014 y 2015, editó cuatro álbumes en una época donde artistas de su valía completan un trabajo cada tres o cuatro años.

La obra de Prince es inconmensurable en el más estricto sentido del término. Casi imposible de medir en su totalidad, se ramifica en discos de estudio, álbumes en vivo, trabajos encubiertos con seudónimos, ediciones limitadas a la web, remixes de sus propias labores, tareas conjuntas con otros artistas, y composición para terceros. Así de vasto es el territorio de Su Majestad Púrpura, que desde el color elegido para identificarse traza una conexión con Jimi Hendrix; vinculación que durante mucho tiempo trató de disimular (sin éxito), confesando en sus primeras entrevistas que su gran influencia fue Carlos Santana. Hombre ladino este Prince; uno de los mejores guitarristas de la historia del rock, compositor, arreglador, cantante y polifacético multi-instrumentista. Jugador de toda la cancha.

En 1978, cuando tenía diecisiete años, Prince Rogers Nelson había manifestado una capacidad tan sorprendente que atrajo a Warner Bros., que lo fichó y le dio total libertad artística, además del manejo de sus derechos editoriales. Esta característica de preocupación por la potestad de su obra iría creciendo hasta los niveles patológicos de los ’90, cuando se pintó la palabra “esclavo” en su cara, y renunció a su nombre para cambiarlo por un símbolo. “No se pronuncia”, contestaba cuando le preguntaban. “Hagas lo que hagas, no lo llames Prince”, recomendaban sus allegados. Mediante el retiro del nombre (o la marca), buscaba la tenencia de sus masters, anticipándose varios años a esa preocupación que luego otros manifestarían.

Pero en el principio fue la entrega: For You, primer opus en el que tocó todos los instrumentos, revelaba una identidad en construcción lindante con el misterio. Su aparición mezclaba el soul tradicional, con el funk en vías de desarrollo, y un atrevimiento rockero que lo llevaba a ser como la new-wave de la música negra, en tiempos en que casi todo era disco-music. Dirimía territorio con Rick James (“Superfreak”), y jugaba su mejor baza: la sexualidad intrépida en canciones como “Soft and Wet” (Suave y húmedo). Si la tapa de su álbum debut lo mostraba en penumbras, se ve que el sello le dijo que no fuera tímido porque en el segundo, Prince, se muestra a cara descubierta y torso desnudo con un azul horrible de fondo. Ahí figuran “I Feel For You” (éxito para Chaka Khan) y “I Wanna Be Your Lover”.

A medida que Prince va ganando confianza, su poderosa guitarra se abre camino como si fuera una hoz desmalezando la tradición de la música negra. Dirty Mind apuesta firme en el abandono del soul estilizado y jazz-rockero tipo Al Jarreau, para internarse en una suerte de hard-disco (que influiría en estilos como el house, y artistas como Daft Punk), casi porno: “Head” (“Cabeza”) es la primera canción desde “Walk On The Wild Side” de Lou Reed, donde se menciona el sexo oral; y no sólo eso: lo convierte en protagonista. Como contra relato, Dirty Mind ofrece “When You Were Mine”, que imprime una huella pop que Prince iría convirtiendo en camino transitable. Controversy profundiza la dirección de Dirty Mind en 1981, solo para comprobar que era necesario un desvío.

Michael Jackson siempre fue un rey a destronar a los ojos del príncipe de Minneapolis. Off The Wall había vendido ocho millones de copias, y el monstruo ya gestaba Thriller. Con su quinto álbum 1999, Prince logra un importante objetivo al convertirse en retador a la corona; ventas de cuatro millones, cuatro simples exitosos (“1999”, “Little Red Corvette”, “Delirious”, “Let’s Pretend We’re Married”) y su proyección internacional sustentaban sus ambiciones, opacadas en 1983 por el cometa Thriller. Prince iba tras su estela, con un sonido consolidado: tecno-pop-soul, con baterías electrónicas arenosas, edulcoradas por coros femeninos. 1999 concluía la primera transformación, marcada por la creación de su mejor banda de acompañamiento: The Revolution. El monstruo estaba por nacer.

LA IGLESIA ELÉCTRICA

“Para mí no había mejor lugar que la iglesia, más que nada por los coros”, dijo Prince en 1998. Sería la influencia eclesiástica la que lo inspiraría para su nueva fase de dominación mundial. Purple Rain, el disco que catapulta a Prince al estrellato mundial en el año orwelliano de 1984, arranca con un sermón de alto voltaje. “Y cuando llamen a ese psicoanalista de Beverly Hills, en vez de preguntarle cuánto tiempo les queda, pregúntenle cuánto de su cerebro les queda. Porque en esta vida, las cosas son más difíciles que en el más allá. En esta vida están solos. Y si el ascensor te tira para abajo, volvete loco: apretá un piso más alto”. Así Prince libera a la bestia: su guitarra, que suelta en un rock and roll azucarado y furiosamente rockabilly, provoca un desastre. Purple Rain arrasa en 1984 por razones tan obvias como sus 20 millones de copias vendidas, las enormes canciones (“Purple Rain”, “When Doves Cry” y “Take Me With U”, entre otras), y lo novedoso de un sonido desenfadadamente rockero hecho por un negro. Con una salvedad propia de la época: no era el de Prince un rock agrio, sino alegremente pop. Los años 80 forjaron una década donde el rock salió del closet y se hizo cargo de su esencia pop. Purple Rain contrastaba así con el rock más callejero de Bruce Springsteen, que tampoco se andaba con chiquitas (su Born In The USA salió en el mismo año).

Lejos de exprimir la fórmila, Around The World In A Day y Parade le dan un baño de psicodelia furiosa a la música de Prince. Son álbumes deliciosos; el primero es como un ácido feliz, y el segundo parece el suave bajón del primero, todavía alucinógeno. “Pop Life”, “Raspberry Beret” y “Kiss”, hits hechos y derechos, eclipsan a monumentales canciones como “Condition Of The Heart”, la espiritual “The Ladder” o el psico-vals de “Under The Cherry Moon”). Pero estos dos discos terminan de delimitar la cumbre de Prince & The Revolution, que misteriosamente es disuelta como una sociedad off-shore. Lo que sigue, lo va a poner a su nombre.

Sign O’ The Times (1987) es la obra maestra de Prince, y es doble. Como para que no queden dudas. Abarca un abanico estilístico tan enorme que es tan imposible de describir como de pronunciar lo fue su símbolo de los 90. Y en la música negra su peso especificó fue equivalente al de What’s Goin’ On de Marvin Gaye o Songs In The Key Of Life de Stevie Wonder, trabajos revolucionarios que impusieron nuevos órdenes y marcaron nuevos rumbos. En Sign O’ The Times, Prince se pone rockero, místico, sexy, mundano, literario e infantil en solo dos discos: traspasa su propio Rubicón a la velocidad del sonido. Y luego no se estrella, pero le resulta imposible sostener tanta altitud: Lovesexy, álbum cargado de religiosidad, constó de una sola canción que se desarrolló en movimientos y se pareció mucho a una caída. Lo salvó Batman y su “Batdance”, un número uno que sacó de la galera.

Quiso volver a lo seguro con Graffitti Bridge, repitiendo el esquema triunfal y conceptual de álbum + película, que ya había tropezado con Parade (Under The Cherry Moon fue su correlato cinematográfico). El resultado discográfico fue desparejo con grandes momentos (“The Question of U”, “Graffitti Bridge”), y el filme se dio de lleno contra la realidad de la taquilla. En el medio quedó una retahíla de obras inconclusas y partes de ellas serían recicladas en proyectos venideros. La incontinencia de Prince es legendaria, y eso fue dando forma a una leyenda dentro de su propio mito: El Arcón. Aseguran los que saben, que el archivo de Prince, alcanzaría al siglo siguiente si se editara un álbum por año desde ahora.

ESCLAVO DEL RITMO

Graffitti Bridge, un doble opacado por el traspaso del formato de vinilo a CD, fue solamente el inicio de un nuevo amanecer para Prince que ingresó a los años 90 renovando sus credenciales con su nueva banda: New Power Generation. Diamonds And Pearls (1991) y The Love Symbol Album (1992) lo mostraron vital y vigente, aunque por la línea del horizonte se asomara un conflicto: la guerra por su independencia. Total y absoluta. Eso lo llevó a álbumes flojos como Come y a la edición de inéditos como Black Album, que se grabó en 1987 y quedó suspendido hasta 1994. El paso del tiempo lo afectó considerablemente.

Mientras tanto, Prince batallaba como Cassius Clay cuando quiso que lo llamaran Muhammad Alí: a través del nombre. Pero aún en la guerra sin cuartel contra Warner, se daba el lujo de discos como The Gold Experience, ecuménico y romántico a la vez, o un desastre controlado como Chaos And Disorder, que entregó para finalizar su contrato y declararse independiente. Una vez liberado, abrió El Arcón para configurar desmesuras como Emancipation y Crystal Ball/ The Truth, un triple y un cuádruple respectivamente. Inundó el mercado y confundió a todos. Prueba de ello fue una vuelta a algo más tradicional como Rave Un2 The Joy Fantastic, que más que un buen disco fue echar mano desesperada a la bolsa de viejos trucos.

The Rainbow Children, en cambio, fue algo novedoso: un disco de jazz, aunque no en el sentido tradicional. Como para demostrar que era libre, que podía hacer lo que se le antojase y le sobraba capacidad para eso. Seguiría explorando en esa dirección en C-Note, disco en vivo de 2003, en el instrumental Xpectation, y en One Nite Alone…Live!. Maniobras dilatorias hasta el primer gran regreso: la trilogía de Musicology, 3121 y Planet Earth recuperaron todos los atributos de Prince, a pesar de su incontinencia: publicó discos paralelos como The Chocolate Invasion y The Slaughterhouse, que aportaron confusión y saturaron el mercado. Chance desperdiciada.

Si Prince hubiera aprendido la virtud de la restricción, seguramente discos como Lotusflower habrían tenido mejor destino: allí sintetiza sus ambiciones de jazzmen y compositor pop, pero a menudo pareció un pendejo demasiado talentoso para su propio bien; caprichoso y desbocado, genial y peligroso para sí. 20Ten, el trabajo que “regaló” a través del Daily Mirror y otros diarios europeos no aportó nada nuevo, pero sirvió para cantar presente en el 2010. Durante los próximos tres años se dedicaría a las giras, necesarias para compensar su desorden financiero, que en parte se debió a la enorme cantidad de proyectos no rentables.

Los años 2014 y 2015 fueron de lo más interesante de Prince en este milenio, primero con la formación de 3erdeyegirl, su banda femenina de acompañamiento, junto a la que plasmó su material más pesado en Plectrumelectrum, y una serie de shows que dejó a la ciudad de Londres boquiabierta. Agregó barullo con un disco solista publicado el mismo día: Art Official Age. Si con 3erdeyegirl mostró su capacidad para reinventarse como un metalero de peso pluma, con Art Official Age dejó en claro que en el terreno del funk-soul, nadie le llegaba a los tobillos.

En su opus final en dos fases, Hit n Run (nombre que arrastraba desde los ’80), indagó en matices hip-hop (nunca abordó muy en serio el estilo) y tecno, siempre sazonados con una pizca de funk. En la segunda fase de la obra, que apareció en diciembre de 2015, a dos meses de la primera, sorprendió retornando al pop con temas como “Baltimore”, dedicada a la muerte de Freddie Gray, joven de 25 años arrestado en una manifestación, que no llegó vivo al lugar de detención. Para muchos, fue su mejor canción en años.

Decir que lo sorprendió la muerte en el mejor momento sería, además de un lugar común, una mentira flagrante. Porque para esta raza de músicos la nueva alborada, el concepto constante y la amenaza de poner todo patas arriba en dos movimientos, es un modo de vida. A él se le aplica con todas las de la ley la frase que Julio Cortázar puso en boca de Johnny, el bohemio saxofonista de su cuento “El perseguidor”: “Esto lo estoy tocando mañana”.

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