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Domingo, 8 de febrero de 2004

El amante perfecto

POR MARIA MORENO

Hay seres a quienes es mejor leer que encontrar. Hay otros a quienes es mejor encontrar que leer. Hay autores muertos que parecen tan vivos como nuestros amigos y hay autores vivos que parecen tan muertos como el que “escribió” con pinturas en las cavernas de Lascaux.Pero cuando el autor es realizador cinematográfico siempre puede hacerse presente.
Entre mi escueta colección de admirables, John Cassavetes es el único hombre al que me hubiera gustado conocer. Alguien que, habitante inaccesible de un país lejano, y cuya lengua desconozco, me hizo amarlo en ausencia y esfinge. Pero amarlo es un sentido más preciso que el de erotizar su rostro estilo El Cerebro Mágico –una imagen que decoraba un juego de ingenio de los años cincuenta–, sus cejas en forma de acento circunflejo y sus labios cuya carne parece oponerse al ascetismo de un esqueleto que simula estar a flor de piel. Quizá lo que amo de él es su forma de amar a una mujer –haciéndome identificar con ella–, a la suya propia, Gena Rowlands, a quien dirigió en varias de sus películas (Gloria, Torrentes de amor, Minnie y Moscowitz, Una mujer bajo influencia, por citar las que más se sostuvieron en la carteleras de Buenos Aires). Sobre todo en Torrentes de amor, adonde él la acompaña como actor en un vínculo lo suficientemente ambiguo como para que el espectador ignore si los protagonistas son dos hermanos o dos ex amantes. ¿Un chiste privado entre los integrantes de un matrimonio de larga data? En esa película, John parece decir: el enamorado es animista a su modo; el dolor de amar se materializa allí, en el interior del cuerpo, en el océano de la sangre, de sus ríos adonde –según la filosofía hematológica– cada ser es único a pesar de sentirse intoxicado totalmente por el otro. El amor no podría alojarse en las vísceras (continentes bajos), ni siquiera en el cerebro y en el corazón, que deben estar regados por la sangre para conservar su función mítica. El amor es un torrente... sanguíneo. Las metáforas son precisas y vienen de lejos: “lo escribiré con sangre”, “me has herido”, “quisiera abrir lentamente mis venas”, “El torrente para”, le dice el psiquiatra a Sarah Lawson (Torrentes de amor). Ella le dice que no, que no es posible. Si el torrente pasa, ya no queda aire en los pulmones, ni pensamiento en la mente, el cauce está seco. John suele filmar a Gena como una loca de amor, pero no desde el lugar de la ilegítima o de la amante sino de la esposa, de alguien que sostiene el amor al extremo, el derecho a vivir como desollada viva o enhebrando uno tras otro momentos supremos en el interior de la familia: Sarah Lawson y Mabel Longhetti (Una mujer bajo influencia) oscilan entre el hogar y el manicomio. John sugiere que la pasión no se opone a la familia, y además filma con parientes propios y de su esposa. Gena a veces trabaja en compañía de su madre Lady Rowlands y de su hermano David. Lady Rowlands es la madre de Minnie en Minnie y Moscowitz y de la de Mabel Longhetti en Una mujer bajo influencia; su hijo, el psiquiatra de Sarah interpretado por Gena en Torrentes de amor, donde Alejandra Cassavetes es la corista del bar nocturno. Otros nombres familiares insisten en los créditos de las películas de Cassavetes, sus primos (los Papamichael), Diana y Margaret Abbot, los Gazzara, los Cassel. Katherine Cassavetes es la madre de Nick (Peter Falk) en Una mujer bajo influencia. John trabaja con los de su sangre en una mezcla de tragedia griega y magia italiana. También ha dicho a menudo –y sus personajes– que toda mujer tiene un secreto y que lo interesante es que ella lo entregue voluntariamente.
“Yo no dirijo a los actores”, se jactaba. Es cierto: era un amo más feroz, quería enfrentarlos con quienes son, hacer emerger sus deseos más ocultos. Quizá porque difícilmente las mujeres reales entreguen su secreto o mientan, esto le sirvió para seguir filmando. Para el común de la gente, la mujer con más secretos es la que pasea por la ciudad con todos sus despojos hogareños en un changuito, envuelta en una frazada, sin lugar a donde volver. Poco antes de morir, John Cassavetes escribió una obra de teatro titulada A Woman of Mistery. Es sobre una de esas mujeres sin techo. Lleva dos valijas con sus cosas, camina. Le dio el papel a Gena como si le anticipara: “Muerto el jefe de familia y con una casa inestable, ¿qué te queda sino la calle?”. Una muchacha llamada Georgi conoce a la mujer misteriosa y afirma que ésta es su madre, quien la habría abandonado al nacer. La ama y como si el amor fuera contagioso (y lo es): un hombre y luego otro se enamoran de la homeless. Al igual que en los cuentos de hadas, ésta pasa de la calle y los andrajos a una velada de gala en donde luce un vestido de satén negro. A la larga, Georgi probará que su certeza no es una ilusión. Pero esta mujer, la mujer misteriosa, no puede retribuirle su amor. En la última escena vuelve a estar sola con sus valijas. En la calle, John le ofrece así a Gena la profecía de una resurrección, a la manera de la familia, por el reencuentro con un lazo de sangre. También le profetiza que, muerto él, ya no sabrá amar. Pero, mediante una transacción, la libera: en realidad, la última escena no prescribe la soledad sino la continuidad del misterio. Como si dijera: “Si se nos ha amado, se nos volverá a amar”.
Ése es mi tipo.

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