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Domingo, 18 de diciembre de 2005

LAS PRIMERAS PáGINAS DE SUMMER CROSSING

El comienzo del verano

 Por Truman Capote

“Sos un misterio, mi querida”, le dijo su madre, y Grady, mirando a través de un centro de mesa de rosas y helecho, sonrió con indulgencia: sí, soy un misterio, y la complacía pensar que lo era. Pero Apple, ocho años mayor, casada, lejos de ser misteriosa, dijo: “Grady es sólo tonta; a mí me gustaría acompañarte. Mamá, imaginate: ¡En una semana vas a estar tomando el desayuno en París! George siempre me promete que vamos a ir... pero no sé...!”. Hizo una pausa y miró a su hermana. “Grady, ¿por qué querrías quedarte en Nueva York en pleno verano?” Grady deseaba que la dejaran en paz; seguían insistiendo, la misma mañana en que partía el barco: ¿qué más podía agregar a lo que ya había dicho? Después de eso sólo quedaba la verdad, y no tenía intenciones de decir la verdad. “Nunca pasé un verano aquí”, dijo, evitando sus miradas y mirando por la ventana: el brillo y la confusión del tráfico intensificaban la quietud de la mañana de junio en el Central Park, y el sol, lleno de comienzo de verano, que seca la corteza verde de la primavera, caía sobre los árboles frente al Plaza, donde estaban desayunando. “Soy perversa. Tómenlo como les parezca.” Se dio cuenta con una sonrisa que quizá había sido un error decir eso: su familia estaba bastante cerca de considerarla perversa; y una vez, a los catorce años, había tenido una percepción terrible y bastante aguda: se dio cuenta de que, aunque su madre la amaba, ella no le caía bien; al principio pensó que esto era porque su madre la consideraba más simple, más obstinada y menos juguetona que Apple, pero más tarde, cuando fue evidente –y doloroso para Apple– que Grady era mucho más hermosa, dejó de razonar desde el punto de vista de su madre: la respuesta era por supuesto, y al fin pudo verlo, que de una forma inactiva nunca, ni siquiera cuando era una niña pequeña, le había gustado su madre. Aun así no había actitudes raras de parte de ninguna de ellas: de hecho, el hogar de sus hostilidades estaba modestamente amueblado con afecto, que ahora la señora McNeil expresaba tomando la mano de su hija y diciendo: “Nos vamos a preocupar por vos, querida. No podemos evitarlo. No lo sé, no lo sé. No estoy convencida de que sea seguro. Diecisiete años no son muchos, y nunca estuviste sola antes”.

El Sr. McNeil, que cuando hablaba siempre sonaba como si estuviera apostando al póker, pero que rara vez hablaba en cualquier caso –en parte porque a su esposa no le gustaba ser interrumpida y en parte porque estaba agotado– apagó su cigarro en la taza de café, lo que provocó una mueca tanto en Apple como en la Sra. McNeil, y dijo: “Bueno, cuando yo tenía dieciocho, pasé tres años en California, qué demonios”.

“Pero después de todo, Lamont... sos un hombre.”

“¿Cuál es la diferencia?”, gruñó. “No ha habido diferencias entre los hombres y las mujeres desde hace tiempo. Vos misma lo decís.”

Como si la conversación hubiera tomado un cariz desagradable, la señora McNeil se aclaró la garganta: “Sin embargo, Lamont, me sigue inquietando dejarla...”

Dentro de Grady se elevaba una risa ingobernable, una jocosa agitación que hacía que el blanco verano que se extendía ante ella pareciera un lienzo donde podía dibujar esos rudos y puros trazos libres. Después, también, y sin demostrar emoción alguna, se reía en silencio porque ellos sospechaban tan poco, nada en realidad. La luz que se estremecía sobre la platería de la mesa parecía al mismo tiempo estimular su excitación y lanzar una señal de advertencia: cuidado, querida. Pero en otro lugar algo decía: Grady, enorgullecete, sos alta, así que flameá tu bandera bien arriba y en el viento. ¿Quién podía hablar, la rosa? Las rosas hablan, son los corazones de la sabiduría, había leído en algún lado. Miró otra vez por la ventana; la risa estaba fluyendo, estaba inundando sus labios: ¡qué día brillante y soleado para Grady McNeil y las rosas parlantes!”¿Qué es tan gracioso, Grady?” La voz de Apple no era amable; sugería el balbuceo de un bebé malhumorado. “Mamá hace una pregunta simple y te reís como si ella fuera una idiota.”

“Grady no piensa que soy una idiota, seguro que no”, dijo la Sra. McNeil, pero un tono de débil convicción indicaba duda, y sus ojos, ahora tapados por el velo con textura de telaraña de su sombrero que volcaba sobre su rostro, parecían oscuramente confusos por el aguijón que siempre sentía cuando se enfrentaba con lo que consideraba el desprecio de Grady. Estaba bien que sólo hubiera entre ellas el más tenue contacto; no había una comprensión real, ella lo sabía; pero aun así, cuando la distancia de Grady sugería superioridad, le resultaba insoportable; en momentos semejantes, las manos de la señora McNeil temblaban. Una vez, mucho tiempo atrás, cuando Grady todavía era una marimacho con el pelo corto y las rodillas raspadas, la señora McNeil no había sido capaz de controlar sus manos, y en esa ocasión, que por supuesto ocurrió en el período más nervioso y demandante de la vida de una mujer, provocada por la desconsiderada distancia de su hija, la había cacheteado con ferocidad. Después, siempre que reconocía impulsos similares, apoyaba sus manos en una superficie sólida; porque, en el momento de su anterior desborde, Grady, cuyos ojos verdes e inquisidores eran como retazos de mar, la había mirado de arriba a abajo, y a través de ella, encendiendo una linterna sobre el consentido espejo de sus vanidades. Como era una mujer inexperta, había sido su primer contacto con una voluntad más poderosa que la suya. “Seguro que no”, dijo, parpadeando con falso humor.

“Lo siento”, dijo Grady. “¿Hiciste una pregunta? Parece que ya no escucho nada.” Intentó que esto último no sonara como una disculpa sino como una confesión seria.

“De verdad –gorjeó Apple–, uno podría pensar que estás enamorada.”

Hubo un golpe en su corazón, una sensación de peligro, la plata se sacudió por un momento y una cáscara de limón, medio exprimida en la mano de Grady, se quedó quieta; miró rápidamente a los ojos de su hermana para ver si había algo allí más astuto que estúpido. Satisfecha, terminó de exprimir el limón para su té y escuchó a su madre decir: “Es sobre el vestido, querida. Creo que podría mandarlo a hacer en París; Dior o Fath, alguien así. A la larga, incluso podría ser menos caro. Un verde suave sería celestial, especialmente con tu tez y tu cabello –aunque debo decir que me gustaría que no lo llevaras tan corto. Me parece inapropiado y no... muy femenino. Una pena que las debutantes no puedan usar verde. Ahora, pienso que algo en seda blanca...”

Grady la interrumpió frunciendo el ceño. “Si ése es el vestido de fiesta, no lo quiero. No quiero hacer una fiesta, ni quiero ir a ninguna, no de ese tipo. No quiero que me conviertan en una estúpida.”

De todas las cosas que le molestaban, ésta desafiaba e irritaba a la señora McNeil más que ninguna otra: tembló como si vibraciones no naturales hicieran rechinar los cuerdos y estables precintos del comedor del Plaza. Yo tampoco quiero quedar como una estúpida, pudo haber dicho, porque teniendo en cuenta la promoción del año debut de Grady, ya había hecho un montón de trabajo, maniobrando: incluso existía la idea de contratar a una secretaria. Aún más, y en un tono santurrón, podría haber agregado que toda su vida social, cada almuerzo aburrido, cada té cansador (porque así los describiría) habían sido soportados sólo para que sus hijas recibieran una deslumbrante aceptación social en los años de su baile. El debut en sociedad de Lucy McNeil había sido un asunto famoso y sentimental; su abuela, una belleza de Nueva Orleáns celebrada con justicia, que se había casado con el senador por Carolina del Norte LaTrotta, presentó a Lucy y a sus dos hermanas juntas en el salón Camelia de Charleston en abril de 1920; fue una verdadera presentación, porque las tres hermanas LaTrotta eran apenas niñas en edad escolar cuyas aventurassociales habían sido conducidas dentro de los confines de una iglesia; Lucy había bailado con tanta avidez esa noche que sus pies lucieron durante días las lastimaduras de su entrada en la vida; había besado con tanta avidez al hijo del gobernador que sus mejillas ardieron durante un mes de vergonzoso arrepentimiento, porque sus hermanas –solteronas entonces y solteronas todavía– decían que los bebés se hacían besando: no, le dijo su abuela al escuchar su llorosa confesión, los besos no hacen bebés -.pero tampoco hacen damas. Aliviada, continuó un año de triunfos; fue un triunfo porque era bella y no era insoportable escucharla: grandes ventajas cuando se recordaba que era temporada de escasez, cuando la asamblea de jóvenes sólo tenía para elegir opciones deplorables como Hazle Veere Numland o las chicas Lincoln. Luego, durante las vacaciones de invierno, la familia de su madre –los Fairmont de New York– dieron un distinguido baile en su honor en ese preciso hotel, el Plaza. Aunque ahora estaba sentada tan cerca del escenario y trataba de hacer memoria, podía recordar muy poco, excepto que todo era dorado y blanco, que ella usó las perlas de su madre, y sí, que había conocido a Lamont McNeil, un evento poco importante; bailó una vez con él y no le pareció nada. Su madre, sin embargo, estaba más impresionada, porque Lamont McNeil, aunque desconocido socialmente y con menos de treinta años, proyectaba sobre Wall Street una sombra cada vez más grande, y era considerado un gran candidato, si no en el círculo de los ángeles, sí entre los de un estrato apenas más bajo. Se lo invitó a cenar. El padre de Lucy lo invitó a Carolina del Sur a cazar patos. Viril, comentó la anciana señora LaTrotta y, como ése era su criterio, le dio el sello dorado. Siete meses después, Lamont McNeil, modulando su voz de póker a su temblor más tierno, dijo lo que tenía que decir y Lucy, que había recibido sólo dos propuestas de casamiento antes, la primera absurda, la segunda una broma, dijo, oh, Lamont, soy la chica más feliz del mundo. Tenía diecinueve cuando tuvo su primer hijo: Apple, llamada así por todas las manzanas que Lucy había comido durante el embarazo. Su abuela, en el bautismo, pensó que se trataba de una sorprendente frivolidad –el jazz y los años veinte, dijo, se le habían ido a la cabeza a Lucy. Pero esta elección de nombre fue el último signo de exclamación alegre de una larga infancia, porque un año después perdió a su segundo hijo, que nació muerto; lo llamó Grady en memoria de su hermano muerto en la guerra. Estuvo triste mucho tiempo, Lamont contrató un yate e hicieron un crucero por el Mediterráneo; en cada brillante puerto color pastel dio sobre cubierta tristes fiestas de helado a pandillas de avergonzados niños nativos que el camarero de a bordo recolectaba de la orilla. Pero cuando volvió a Estados Unidos, esta neblina llorosa se disipó: descubrió la Cruz Roja, Harlem, se interesó profesionalmente en la Trinity Church, el Cosmpolitan, el Partido Republicano, no había nada que no apoyara, a lo que no contribuyera, a lo que no se asociara: algunos decían que era admirable, otros que era valiente, algunas la despreciaban. Estos pocos formaron una entusiasta camarilla, sin embargo, y durante años combinaron fuerzas para sabotear una docena de sus ambiciones. Lucy había esperado, sin embargo. Había esperado por Apple: la madre de una debutante de alto nivel tiene en sus manos una versión social de la venganza atómica; pero más tarde fue estafada, porque hubo una nueva guerra y un debut en tiempos de guerra era de excesivo mal gusto; en cambio, habían donado una ambulancia a Inglaterra. Y ahora Grady trataba de estafarla, también. Sus manos temblaron sobre la mesa, volaron a la solapa de su traje y manosearon un broche de diamantes. Era demasiado. Grady siempre trataba de estafarla, simplemente por no haber nacido varón. La había llamado Grady de todas maneras, y la pobre señora LaTrotta, entonces en el último exasperado día de su vida, se había despabilado lo suficiente para llamar a Lucy “mórbida”. Pero Grady nunca había sido Grady, no era la criatura que ellaquería. Y no era que en este sentido Grady quería ser ideal; Apple, con sus modales bonitos y juguetones, y ayudada por el sentido de estilo de Lucy, hubiera sido un éxito asegurado, pero Grady que, por un lado, parecía no ser popular con la gente joven, era un riesgo. Si se rehusaba a cooperar, el fracaso era certero. “Va a haber un debut, Grady McNeil”, dijo, apretando sus guantes. “Vas a usar seda blanca y llevarás un ramo de orquídeas verdes. Atrapará un poco el color de tus ojos y tu pelo rojo. Y tendremos a la orquesta que Bells contrató para Harriet. Te advierto, Grady: si te portás mal en esto no volveré a dirigirte la palabra en mi vida. Lamont, ¿podrías pedir la cuenta, por favor?”

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Hay ecos de Francis Scott Fitzgerald en el personaje del joven adinerado Peter Bell. Y de John Cheever en el tratamiento de la ciudad como personaje. Y de Irwin Shaw y a sus chicas con vestidos de verano. Y la muy Kerouac figura del amante peligroso Clyde. Pero por encima de todos, ya late fuerte y firme la prosa de quien, según Norman Mailer, sería “el escritor más perfecto de mi generación”.
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