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Domingo, 27 de junio de 2010

Impromptu

 Por Juan Villoro

En 1983 Monsiváis fue a Berlín Oriental, donde yo vivía. Lo esperaba con ansias para oír sus tumultuosos y detallados chismes del país. También lo esperaba con un temor reverencial. El era entonces un gurú severo, que repartía amonestaciones o elogios según códigos herméticos. Fue la primera vez que lo traté durante varios días seguidos. Una mañana lo llevé al Museo de Pérgamo y en el altar donde los dioses luchan contra los titanes encontramos una exhibición de fisicoculturismo: hombres de torsos aceitados comparaban sus bíceps con los de las estatuas. Un gran momento kitsch de la Alemania socialista. Ciertas personas convocan lo que deben ver y ése era el caso de Monsiváis: “Nunca olvidaré este momento”, dijo. Luego fuimos a una tienda de discos de ópera, donde mostró una insólita erudición en el género. Lo invité a un concierto de Simon & Garfunkel y me dijo que le parecían tediosos, pero no antes de cantar unas diez canciones de ellos. Me preguntó qué estaba escribiendo y le tendí 150 cuartillas de una novela en proceso. Pasó una noche en vela ante mi engendro y al día siguiente me demostró que era horroroso. La exactitud de sus críticas fue un gesto de generosidad que me dolió como debía, pero que nunca dejaré de agradecerle. La novela acabó en el basurero, los hombres modelo del socialismo se contrataron como “strippers” cuando cayó el muro de Berlín, Simon & Garfunkel se separaron y Monsiváis siguió hablando de todos los temas bajo el sol hasta que hace unos días pasó lo inconcebible. “¿Cuántos huecos se necesitan para llenar el Albert Hall?”, preguntaron Los Beatles. Ignoramos cuántos huecos se necesitan para llenar el vacío que dejó Carlos Monsiváis.

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