rosario

Sábado, 10 de noviembre de 2007

CONTRATAPA

Epístolas

 Por Miriam Cairo *

I.

Estimada narradora:

A esta altura de los acontecimientos comprendo que maneja información confidencial. Resulta harto evidente que usted está al tanto de mis viajes desesperados a pueblos inhóspitos, de mis visitas al Ideal y de que además de un hombre soy una felicidad que se desnuda al son de la garganta de Martirio. Entiendo que usted me ve como un animal sangrante y dulce, atado y turbio. Yo mismo me siento presa de una voluptuosa mansedumbre que usted, encendidamente, interpreta. La feliz soberanía con que su escritura se hace dueña de mi existencia, se me presenta como una irresistible crueldad, como un peligro que en su amenaza me cobija. Reciba esta carta como testimonio de mi asombro y del desasosiego que experimento toda vez que usted me presenta en sus muestrarios de niebla. Atentamente.

El lector que se lee a sí mismo

II.

Estimado lector que se lee a sí mismo:

Apelo a su generosidad para que tenga a bien responder a mi desesperada carta. Espero pueda comprender mi desazón. A esta altura de mi vida ya no quiero desayunar frutos secos en un desierto de cenizas, no quiero perder noches junto a una futura llorona o a una poetisa aficionada y fingidora: sólo ansío toparme con esa clase de mujeres que desde este diario llaman "culonas". Recurro a usted para que me informe cuáles son los lugares que ellas frecuentan, cómo podría identificarlas, qué clase de bebidas prefieren, qué películas miran, cómo duermen, dónde tropiezan. Si hago este pedido, algo flojo y casual, es porque quiero que me borren de sus libretas, las rubias platinadas, las modosas ejemplares y las tetonas súper star. Yo apenas necesito ver cómo es la vida de alguien que no está muerto. Me despido de usted apelando a su solidaridad. Esté seguro de que con la mínima información brindada habrá contribuido para la reconstrucción de la vida erótica y emocional de un semejante. Muchas gracias desde ya.

El vecino de la esperanza

III

A quien le quepa el sayo:

Nuestros desayunos son más plácidos cuando después de haber recorrido todas las noticias del diario, nos encontramos en la contratapa con textos rebosantes de un saber enciclopédico o fuertemente sostenidos por las correctas maneras literarias del siglo XIX. Por el contrario, cuando desde la última página se nos alude de manera tan evidente, quedamos sin aliento. Se comprenderá que no es fácil verse al descubierto en publicaciones que no consentimos. Consideramos que algunos de estos narradores nos miran como conejas de laboratorio. Nosotras, a esta altura, nos sentimos un poco paranoicas. Cuando vemos a alguien solo, en la mesa del bar, escribiendo desaforadamente en sus cuadernos, huimos apremiadas, para no dar oportunidad de que nos conviertan en palabras. Sin pretender la censura, solicitamos que cierta gente deje de meterse en nuestros pensamientos, en nuestras fantasías y en nuestro virtuosismo, porque no estamos dispuestas a ser, impunemente, protagonistas públicas de tan descalabradas mañas.

Las modosas ejemplares

IV

Estimados lectores:

Ruego se haga caso omiso a aquellos que me culpan por sus desvelos porque yo no soy más que la mensajera que a su vez, se envía en el mensaje. Las esposas que han descubierto, como acontecimiento deslumbrador, la frotación solitaria de sus humedades desfloradas, son responsables de sus actos. Los esposos, que se debaten entre el amor y el deber, también son responsables de sus actos. Las vecinas que cayeron en la magia negra y clavan alfileres en la luna, para que las culonas repriman su gemido de animal que vive, son responsables de sus actos. Los lectores que construyen su felicidad al son de una melodía, son responsables de sus actos. No es mi escritura la que imita a la vida sino que sus vidas imitan mi escritura. Yo no prometo más moderación que la omisión de nombres propios. Prueba de ello son mis personajes "A mayúscula" y "B mayúscula", pero no puedo abolir los arrebatos eróticos de mis mujeres porque son el estigma de la insubordinación femenina. Aguardo la señal de su perdón.

La narradora narrada

* [email protected]

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