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Lunes, 24 de marzo de 2008

CONTRATAPA

EL BAILE

 Por Sonia Catela

Aunque ya no se estile, el baile anual de los Dorrego Cullen se inscribe en una herencia que les viene del siglo XIX, junto a su quinta sobre el Paraná, los campos (ya no se los llama latifundios) cuyas escrituras la familia ostenta desde la colonia, más antepasados que adornan con su apellido pueblos y calles de las principales ciudades de la provincia

¿Fuera de estilo? Lo descalifican así quienes no reciben esta tarjeta con la que quedo invitada al acontecimiento social de la temporada; me dará acceso a salones donde bailan esqueletos políticos con sus mortajas de siglos, corre un lujo para nada advenedizo y en los que, los miembros más lustrosos del grupo Dorrego se permiten anacronismos como sorber mate durante la velada, usando utensilios de plata de sus ancestros; licencias que se toman sin pretensión de imponerlas al prójimo o legislar sobre conductas ajenas. Mateadas en un baile. Salones donde, para más, pende la marca de un misterio intrigante a develar.

Pero ¿cómo me ubicaron los Dorrego? ¿Por qué se fijaron en mí?

Reviso fotos de la fiesta, aparecidas en revistas de actualidad de las últimas temporadas. Qué apuestos son varios de los Dorrego Cullen. Pero me interesan por otra cuestión.

Se murmura que sólo una cosa (o palabra, modal o prenda, no hay precisión al respecto) queda prohibida en esos salones, dado el nivel de ofensa que inflige; más allá de esa excepción reina el libre albredrío. Entre mis encuestados, las opiniones al respecto se dividen y no hay coincidencias acerca del ítem proscripto.

Pero ¿por qué los Dorrego se acordaron justo de mí?

Asigno la causa al encabezamiento del sobre que contiene la tarjeta de invitación: me convidan en mi carácter de asesora del secretario de Turismo. Un cargo secundario. Sin embargo, mi jefe, titular de la repartición, no ha sido distinguido; el hecho desconcierta. Seguramente, esos Dorrego Cullen se atendrán a protocolos pretéritos, de épocas caducas.

Por ejemplo, en la Secretaría se asegura que aquel pecado, imperdonable si se comete en el salón, es el uso del celeste en algún detalle de la vestimenta. ¿Puede imaginarse mayor ridiculez?

Escruto las imágenes de las crónicas sociales y no encuentro en la indumentaria de los asistentes nada de color celeste; puede tratarse de una casualidad insignificante. También lo contrario. Porque mi interés por esta gente y sus costumbres deriva de los circuitos turísticos que construyo, con recorridos por bibliotecas y capillas de estancias, arquitectura colonial, colecciones de carruajes y arte religioso y siempre queda algo por descubrir, armas, un altar no inventariado, una modalidad.

Por más que agoto mi agenda, no encuentro uno solo de mis conocidos que acuda al sarao de los Dorrego; tendré que animarme e ir sola. Cuando entro al recinto extraordinariamente alumbrado, se me acerca de inmediato un morocho vestido con sencillez, me da la bienvenida llamándome familiarmente por mi nombre, Matilde, y se presenta como "un integrante más de los anfitriones, Carlos Javier. ¿Bailamos?".

Otros dicen que lo prohibido prohibido es usar algo que se parezca a un frac o levita. Desatinos.

Son hermosos estos Dorrego Cullen; Carlos Javier se turna con su hermano, Luciano, para sacarme a bailar una pieza tras otra, en acercarme al buffet y servirme champagne, en señalarme las especies exóticas de flores de su invernadero, en interesarse por mi familia, padre, abuelo, tíos, mis ancestros, de dónde emigraron, en querer ver la foto de mi documento de identidad, dónde he estudiado, vivido, dándome el brazo, escoltándome como si fuera hermosa, o inteligente o rica. Pero no piden nada.

O se dice que lo que los digusta a niveles extremos es el uso de términos yanquis que "colonizan el idioma", ya que los Dorrego Cullen adolecerían de un nacionalismo trasnochado.

Me atrapa un pequeño conjunto de cálices del 700 que atesoran en una vitrina antigua. Oro y plata, y más allá de los materiales, la primitiva calidad del diseño. Pero Carlos insiste en querer mostrarme un lugar especial. Bajamos por una escalera caracol, escondida bajo una puerta rebatible que se disimula en el parquet. Hay una cripta subterránea, profunda. Aquí se abren sepulcros familiares con lápidas, cruces y leyendas elocuentes; hablan de ejecuciones y muertes en batalla; dado el encierro, la atmósfera se torna opresiva, o siniestra. No se filtra un sonido del bullicio del baile. Quisiera tomar notas pero me lo dificulta la penumbra. Estoy en eso cuando Luciano baja los peldaños; trae unos papeles en las manos. "Está limpia", se alegra. ¿Qué quiere decir? Carlos también muestra una euforia que no comprendo; "Todo bien, bravo. Salgamos", y me arrastra al jardín. "¿Qué significa lo que dicen, que estoy limpia?", "Nos referimos a tu linaje". ¿Mi linaje?

De ese modo descubro el peor ultraje que puede propinarse a los Dorrego Cullen, según narra este ejemplar de la familia. Llevar un determinado apellido: Lavalle. Como yo.

Pido explicaciones. Se embarca en un relato del rastreo de mis orígenes en un banco de datos, actualizado; del cuidadoso cotejo de fechas y parentescos. "Estate tranquila, todo en orden". Se refiere a mi inocencia. Me toma la mano. ¿Y si hubieran encontrado alguna vinculación con el otro Lavalle, una gota de sangre suya mezclada a la mía, qué? ¿De qué acabo de salvarme en este salón donde bailan esqueletos políticos y los bandos todavía se dividen en salvajes unitarios, y federación o muerte?

Pretexto un compromiso que me obliga a retirarme, le estrecho la mano con flojedad, rechazo su invitación a que sorba un mate con el resto de los Dorrego, prometo volver para examinar los documentos de sus archivos y el cementerio histórico: "¿El martes?", "Sí, el martes está bien, Carlos" y bajo corriendo las escalinatas, alejándome, poniendo distancia con la locura, rogando que no hallen nada que los lance a buscarme una noche de éstas, ese anillo, que guardo en mi alhajero, con escudo celeste esmaltado y el monograma de Lavalle que mi familia vio siempre como auténtico pese a mis burlas, la carta manuscrita que se le atribuye al general, protegida como herencia de nuestro ancestro y de cuya legitimidad dudé sistemáticamente, rastros en mi poder que los Dorrego pueden olfatear y, guiados por su hedor, pisar las huellas que los lleven hacia mí una de estas noches; inexorablemente entonces, la locura me dará alcance.

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