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Martes, 9 de diciembre de 2008

CONTRATAPA

El número once

 Por Jorge Isaías

Cuando esa tarde el equipo de las casacas rojas, hizo su entrada al campo de juego, con toda la escuadra alineada detrás del trote de gladiador de su arquero, el inefable "Toti" Sciarini, hubo un momento de estupor en la ávida hinchada. Y ese estupor tenía sus motivos. Fácticos y de mera historia deportiva.

¿Quién era ese número once, pequeño, esmirriado ("enteco", diría mi vieja) que cerraba filas, el último?

Ese pequeño jugador, que nadie conocía, que nadie sabía de adónde había salido, que no tenía filiación, ni sangre, ni historia.

Todo el mundo empezó a preguntarse si las arbitrariedades del presidente no deberían tener un límite, no deberían acotarse aunque más no sea un poco.

¿Quién era ese delgado y chueco, de apariencia torpe, para nada elegante que se atrevía a usar esa gloriosa camiseta con tanto desparpajo?

¿Sabría él, sabría por ventura este desdichado quiénes habían sido los anteriores acreedores de ese glorioso número once, de esa casaca que usaron desde don Arturo Aichino y el "Pelado" Míguez, pasando nada menos que por Silvano Ferreira, Lallana, "El Negro" Durán, "Titi" Latini, Remigio Gramajo, Y "Lalo" Negrini, Carlitos Salinas, "Quinterito"?

El día que este flacucho debutó, con esa pintita de nada o de poca cosa, predispuso muy mal al hincha que siempre busca resultados, y nosotros vaya si lo necesitábamos. Tanto, "como agua de mayo" dirían en España, ya que ese mes no suele ser pródigo en lluvias, precisamente, por allá.

Estamos contestes entonces que la parcialidad albirroja buscaba imperiosamente resultados. El equipo era sólido en defensa, tenía un medio campo correcto y hasta creativo, pero unos delanteros que se entretenían divirtiendo a la hinchada y a ellos mismos, tanto que se olvidaban de embocarla en el arco. Con decir que uno de los responsables de estos desajustes era "Balazo" Renzi, para quien introducir la pelota en el arco, hacerle besar la red con suavidad o violencia no era importante. Pero no. Eso no sucedía muy a menudo y cuando llegaba a suceder reventaban las gargantas, y el alma se ponía a tono con un sueño muy bello, casi como el beso de la muchacha esquiva, con aquella que soñábamos siempre, sobre todo cuando poníamos la cabeza en la almohada, que nuestra madre hacendosa había perfumado con cáscaras de naranjas secas en el baúl donde guardaba la ropa de cama.

Un sueño y una muchacha que no tenía que ser real, que podía ser extraída de aquellas viejas películas que veíamos en el cine "La Perla" Marilyn o Kim Novak, o aquella desvaída actriz delgada, de lacios cabellos que se llamaba Pier Angeli. En fin, uno podía asimilar esta felicidad insertada a aquella real de la pelota besando la red.

Lo que a primera vista se nos presentaba esa tarde el asombro y la perplejidad era ese muchacho flaco y muy chueco, de grandes ojos que tenían la costumbre de no parpadear -eso era al menos lo que parecía-, enmarcados por un óvalo cetrino y un pelo rizado y corto que le arrancaba casi en las cejas.

Y ahora lo tenían allí, no perdido ante los ojos curiosos de la parcialidad rojiblanca, sino inmerso en desparpajo del que no parecía hacerse cargo, ya que lo usaba para desmarcarse constantemente y no lograba hacerse del balón.

Como nadie sabía de donde venía, mi padre con una de sus habituales frases descalificadoras aventuró: -Será de un suburbio de Rosario.

Y acertó, según luego supimos. Y también cómo había llegado allí tan en secreto. Porque nosotros, habitúes de "La Sede", como la llamábamos al edificio del club, siempre nos enterábamos de todo. Aún de los detalles más insignificantes.

Había llegado por intermedio de un señor, rosarino para más datos, de apellido Parabatti, quien acompañaba a su hijo, el número diez de nuestra escuadra por años, a quien apodaban "Cubay".

Se había hecho tan amigo de todos, que hasta traía con él a su hijo menor, más o menos de nuestra edad, que sería de diez años entonces.

"Cubay" tendría 26. Viajaban en taxi que el club pagaba y venía domingo a domingo desde Rosario.

Este señor oficiaba de agente de datos y representante "ad honorem" en los hechos.

Trajo a casi todos los jugadores de entonces. El "Loco" Moreno, el "Rubio" Mule, al "Gringo" Giacumino, un arquerito flaco que era de las inferiores de Central, cuyo nombre olvidé, y claro que fue el descubridor del gran Juan Carlos Lallana, que jugaba en "Mercadito Lux", de barrio Ludueña, que tantas alegría nos daría y que terminaría en la selección nacional. Lallana, a quien don Renato Cesarini apodaría "El Pelé blanco".

Don Parabatti entonces, que trabajaba en el ferrocarril, que se dedicaba en su ratos de ocio a descubrir jugadores, hoy sería un "agente" que nadaría en plata, pero él, supongo, lo haría por puro romanticismo. Tal vez porque aunaba ese amor ilimitado al fútbol con su persona de bien, con sus ganas de compartir las jugadas que proporcionaban sus "pollos" o sus recién descubiertos cracks.

Pero no todos eran Lallana, no todos eran cracks.

Tal el caso de este esmirriado número once que venía a manchar ﷓según nosotros﷓ el honor de esa mítica camiseta.

Un día nos enteramos que "el número once", era apodado "Piraña", porque tardamos en conocer su apellido y yo con el tiempo lo olvidé.

Pero lo cierto es que -para ser sinceros- tuvo también su día de gloria, como la tuvo mucha gente que vistió la casaca color sangre, y ese día no fue un día cualquiera, ese día para su honor y para nuestro recuerdo, fue un clásico.

El día amaneció normal. Era primavera y la primavera en los pueblos venía con sus días llenos de gloria en ese tiempo como si fuera un día patrio.

Pero el nerviosismo cundía como un reptil lleno de veneno entre nosotros.

Nos empezamos a reunir temprano en la esquina "del Cholo", a conjeturar, a temblar y algunos, aunque no lo decíamos, a soñar con el triunfo.

No recuerdo cómo era la posición nuestra en la tabla y la de ellos tampoco.

Pero al final de un partido de trámite aburrido y trabado, ante un centro "a la olla" de Lorencito Miranda desde la punta derecha, el "Piraña" saltó con sus ojos muy grandes, de chico asustado y le pegó a la pelota un frentazo seco, hacia abajo, que picó una sola vez en el suelo y fue a besar la red, lejos de la manos del arquero Basualdo.

Nosotros gritamos el gol hasta el cansancio, máxime cuando a los dos minutos escuchamos el pito final.

Y cuando gozosos en el club festejábamos todos, no sé quien dijo que en verdad el número once era ficticio porque siempre había jugado de ocho, que habría sido su puesto, hasta allí.

Nosotros entonces al "Piraña" le perdonamos todos los malos partidos anteriores.

Con la comprensión que acondiciona el corazón humano ebrio del éxito.

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